La intuición era su mejor don. Gómez,
antes de reflexionar sobre lo que le decían, sabía si era cierto. De hecho,
había veces que ni siquiera escuchaba la concatenación de razonamientos, con
percibir la entonación le bastaba. El lenguaje en ciertas personas, lejos de
ser un medio de comunicación, había derivado en herramienta de engaño.
Pero Gómez estaba vacunado contra
toda virulencia oculta en la palabra. Las envolventes razones de los abogados
patinaban sobre su coraza. Los elusivos discursos de los políticos de medio
pelo o de pelo entero, no le confundían. La grandilocuencia de los empresarios,
sus ofertas alternativas, sus tentaciones pecuniarias o directamente viciosas
no le despistaban. La atención a los tonos, a los gestos, a las miradas le
decían más que cualquier razonamiento. Su lógica era tan directa como su mirada,
tan insobornable como su ánimo. Y cualquiera que intentara confundirle recibía
de él unas palabras medidas, de tan medidas, casi sosegadas y, al aludido, le
recorría el espinazo un apabullante escalofrío.
Había gente inteligente que, de
inmediato, se alertaba, pero también abundaban los recalcitrantes, presuntuosos
o convencidos del poder desorientador de su verbo, que vanidosamente persistían
en su actitud. A ésos nunca les interrumpía. Era tan paciente escuchando, como
diligente actuando. Sabía que, a aquellos engreídos triunfadores, la vanidad
solía cegarles el entendimiento. Dejaba que acabaran sus monólogos. Cuando
terminaban aquellas peroratas tan interesadas como poco sinceras, satisfechos
de sí mismos, orgullosos del engaño que sabían poner en las palabras,
convencidos del efecto, si no convincente sí embaucador de las mismas, miraban
sonrientes a Gómez, casi burlones, esperando su respuesta resignada o el
abandono de toda esperanza.
-No soy un
negociador, no hay duda ni contraoferta. Le agradezco sus palabras y creo en
ellas hasta tal punto que, si acaso las incumple, no seré yo, sino usted, el
primer sorprendido.
La respuesta de Gómez solía
inquietar hasta a los más seguros de sí mismos, pero no a todos. Había quien,
como si fuese primo de Dios, se sentía en las alturas más inalcanzables.
Tras el aviso, Gómez solía
marcharse sin más, estrechando seca y blandamente, sin ningún afecto, la mano
del boquiabierto interlocutor. El aludido, si no era imbécil, sabía a qué
atenerse. La actitud de Gómez convencía
a cualquier marrullero del lenguaje de que se había construido a sí mismo una
trampa con los barrotes de sus propios razonamientos. Porque, a Gómez, su
oficio le exigía rectitud y contundencia, no flexibilidad. Él era un
enviado. Un sembrador de inquietud que, al germinar, florecería en el más implacable
de los desasosiegos. Ese que, de no abortarse, lleva a la agonía. Pocos saben
hacerlo.
Cuando la policía indagó sobre
aquel racimo de muertes inesperadas, extrañas e inquietantes, la superioridad
ordenó mantener los detalles en secreto. Todas tenían un punto en común:
ocurrían durante el sueño, cuando toda argucia de la razón quedaba laxa.
En ninguna se observó indicio de
violencia. Sin embargo, los investigadores no tardaron en descubrir que todas
aquellas personas habían sido visitadas por Gómez meses antes.
Pero, aunque la aparición de
aquellos óbitos en la prensa fue inevitable, ninguna autoridad divulgó la
extraña relación entre ellos.
Los testigos de las visitas de
Gómez cayeron en la cuenta de que sólo ese nombre sabían de él. ¿Cómo aquel
tipo había tenido acceso a todas aquellas personas? Ni los propios servicios de
seguridad privados, que muchos tenían, se lo explicaban ahora.
Distintos potentados: unos
banqueros, otros empresarios, algunos políticos habían muerto en los últimos
meses. Las bajas eran muy numerosas y todas eran personas muy conocidas. Y el
mismo rey, ante estos hechos, tenía últimamente una alarmante cara de tristeza.
La lividez de sus ojeras así lo delataba. Pero, ¿cómo no iba a tener el rey
cara de tristeza?
Todo el engranaje del poder estaba
alarmado. Ojalá hubiesen podido achacar aquellas muertes al terrorismo, ojalá
que hubiesen muerto también personas normales a las que, con muchísima razón,
solían llamar inocentes. Entonces hubiese sido fácil decir que aquella siembra
indiscriminada de terror era un azote para la democracia y un ataque frontal a
la convivencia. Pero no, todos los fallecidos estaban implicados en la corrupción
a gran escala y todos murieron en la cama y sin violencia. El poder no sabía a
dónde agarrarse para salir por encima como, por otro lado, tenía por costumbre
inveterada.
Los medios de comunicación
quisieron enlutar al país entero. Hicieron un gran esfuerzo, hay que
reconocerlo. Pero, ni siquiera los más afines a la ley y al orden, o sea, al
gobierno, pudieron lograrlo.
No podía haber luto con aquel
jolgorio. La gente, ante aquella cadena sorprendente de muertes, se había
echado a la calle, cantaban himnos, se abrazaban y hasta muchos dieron en
volver a viejas certidumbres, esas que sostenían que el Altísimo castiga sin
palo ni piedra. Pero, claro, la Iglesia no podía hacerse eco de tales
sentimientos sino en teoría, porque, observarlos así en directo y regocijarse
en ellos con el vulgo, no era propio de buenos creyentes. El piadoso espera la
justicia, la más plena justicia imaginable, pero, eso sí, solamente en el Más
Allá. Aquello de que las cosas ocurriesen implacablemente, con certera
coincidencia, en la vida presente, tenía a los obispos y al clero muy
desorientados. ¿Qué íbamos a dejar para la vida eterna? Lo que estaba
ocurriendo era un fraude de ley, un abuso, una usurpación del poder de Dios. Eso
no estaba bien, como siguieran las muertes de indignos a ese ritmo, se corría
el riesgo de dejar a la justicia divina sin trabajo.
Fue una indiscreción o, tal vez,
un repentino ataque de amor a la verdad, lo que hizo que aquel policía filtrase
la noticia: Tras todas las muertes, había un tal Gómez.
Todos los periódicos, las cadenas
de radio y de televisión, todas las tertulias, las revistas del corazón y hasta
los informativos de la cadena estatal lo divulgaron. Pero Gómez jamás apareció.
No se le podía acusar de nada pero, por si acaso, las fuerzas y cuerpos de
seguridad del Estado, adivínenlo ustedes: “No descartaban ninguna hipótesis.”
Pero la gente, por una vez no
defraudada por aquella justicia, la que fuera, llenaba los estadios de fútbol,
basílicas de la moderna religión, con sus cantos gozosos:
Oé, oé, oé, oé, Gómez, Gómez
Oé, oé, oé, oé, Gómez, Gómez
Y todos pudimos asistir al
milagro del, ya considerado santo, viendo cómo las aficiones más dispares
(verbigracia: Barça y Madrid) se abrazaban celebrando al unísono el renacer de
la fe que, en sus conciencias, aquel santo desconocido había suscitado.
Góooomez, saaanto.
Góooomez, saaanto.
Los inocentes hacían la ola.
Los inocentes hacían la ola.
8 comentarios:
Gómez rules :)
Ojalá, jordim, pero sólo es un cuento. un capricho de la imaginación o, tal vez, un distracción. Gracias por tu comentario.
¿¿¿Y qué ha sido de Milagritos??? Todavía me estaba relamiendo con la historia de Manolo; y, zas, me despiertas del sueño con el tal Gómez, que también está muy bien.
Un saludo.
Cuánto lo siento, Sara. Pensaba que había dejado concluida la historia de Manolo, pero veo que tú te has quedado con ganas de saber de Milagritos.
A ver si vuelvo a encontrarme con Manolo y él tiene a bien contarme el desenlace. No sé si su vocación científica, por lograr el éxtasis en la contemplación de la mujer y concluir así su tesis espiritual, se vería de nuevo malograda por la frenética turbación que empezó a inspirarle la púdica muchacha. Y es que el equilibrio entre las rudas ansias de la carne (¡Ag!) y las exquisitas quimeras del espíritu (¡Oh!)no se consigue fácilmente.
Bueno, de todos modos, gracias por leer estos relatos y tener la amabilidad de dejarme, en recompensa, un comentario.
Gómez, el ángel exterminador.
Algo así, Ángeles. Sin embargo, un ángel poco violento que, en lugar de poner los despachos perdidos de sangre, exacerbaba interiormente las culpas y el remordimiento de los recalcitrantes. Éstos, por raro que parezca, fenecían de angustia en el sueño, cuando las defensas de sus razonamientos egoístas les faltaban. Aquella citación a juicio era inaplazable. Era el definitivo enfrentamiento a la verdad. El Santo Gómez era un especialista en su trabajo. Hay rumores de que quiso ficharle la CIA.
Gracias.
Sabes que este Gómez entiendo que se haga casi simpático y le hagan la ola.
Excelente crítica en tu relato.
Un saludo
Gracias, Conxita.
El asunto es pasar el tiempo libre, con tal de escribir un poco, ideando historias.
Saludos.
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