12 abril 2016

El Santo Gómez

La intuición era su mejor don. Gómez, antes de reflexionar sobre lo que le decían, sabía si era cierto. De hecho, había veces que ni siquiera escuchaba la concatenación de razonamientos, con percibir la entonación le bastaba. El lenguaje en ciertas personas, lejos de ser un medio de comunicación, había derivado en herramienta de engaño.
Pero Gómez estaba vacunado contra toda virulencia oculta en la palabra. Las envolventes razones de los abogados patinaban sobre su coraza. Los elusivos discursos de los políticos de medio pelo o de pelo entero, no le confundían. La grandilocuencia de los empresarios, sus ofertas alternativas, sus tentaciones pecuniarias o directamente viciosas no le despistaban. La atención a los tonos, a los gestos, a las miradas le decían más que cualquier razonamiento. Su lógica era tan directa como su mirada, tan insobornable como su ánimo. Y cualquiera que intentara confundirle recibía de él unas palabras medidas, de tan medidas, casi sosegadas y, al aludido, le recorría el espinazo un apabullante escalofrío.
Había gente inteligente que, de inmediato, se alertaba, pero también abundaban los recalcitrantes, presuntuosos o convencidos del poder desorientador de su verbo, que vanidosamente persistían en su actitud. A ésos nunca les interrumpía. Era tan paciente escuchando, como diligente actuando. Sabía que, a aquellos engreídos triunfadores, la vanidad solía cegarles el entendimiento. Dejaba que acabaran sus monólogos. Cuando terminaban aquellas peroratas tan interesadas como poco sinceras, satisfechos de sí mismos, orgullosos del engaño que sabían poner en las palabras, convencidos del efecto, si no convincente sí embaucador de las mismas, miraban sonrientes a Gómez, casi burlones, esperando su respuesta resignada o el abandono de toda esperanza.
-No soy un negociador, no hay duda ni contraoferta. Le agradezco sus palabras y creo en ellas hasta tal punto que, si acaso las incumple, no seré yo, sino usted, el primer sorprendido.
La respuesta de Gómez solía inquietar hasta a los más seguros de sí mismos, pero no a todos. Había quien, como si fuese primo de Dios, se sentía en las alturas más inalcanzables.
Tras el aviso, Gómez solía marcharse sin más, estrechando seca y blandamente, sin ningún afecto, la mano del boquiabierto interlocutor. El aludido, si no era imbécil, sabía a qué atenerse. La actitud  de Gómez convencía a cualquier marrullero del lenguaje de que se había construido a sí mismo una trampa con los barrotes de sus propios razonamientos. Porque, a Gómez, su oficio le exigía rectitud y  contundencia, no flexibilidad. Él era un enviado. Un sembrador de inquietud que, al germinar, florecería en el más implacable de los desasosiegos. Ese que, de no abortarse, lleva a la agonía. Pocos saben hacerlo.

Cuando la policía indagó sobre aquel racimo de muertes inesperadas, extrañas e inquietantes, la superioridad ordenó mantener los detalles en secreto. Todas tenían un punto en común: ocurrían durante el sueño, cuando toda argucia de la razón quedaba laxa.
En ninguna se observó indicio de violencia. Sin embargo, los investigadores no tardaron en descubrir que todas aquellas personas habían sido visitadas por Gómez meses antes.
Pero, aunque la aparición de aquellos óbitos en la prensa fue inevitable, ninguna autoridad divulgó la extraña relación entre ellos.
Los testigos de las visitas de Gómez cayeron en la cuenta de que sólo ese nombre sabían de él. ¿Cómo aquel tipo había tenido acceso a todas aquellas personas? Ni los propios servicios de seguridad privados, que muchos tenían, se lo explicaban ahora.
Distintos potentados: unos banqueros, otros empresarios, algunos políticos habían muerto en los últimos meses. Las bajas eran muy numerosas y todas eran personas muy conocidas. Y el mismo rey, ante estos hechos, tenía últimamente una alarmante cara de tristeza. La lividez de sus ojeras así lo delataba. Pero, ¿cómo no iba a tener el rey cara de tristeza?
Todo el engranaje del poder estaba alarmado. Ojalá hubiesen podido achacar aquellas muertes al terrorismo, ojalá que hubiesen muerto también personas normales a las que, con muchísima razón, solían llamar inocentes. Entonces hubiese sido fácil decir que aquella siembra indiscriminada de terror era un azote para la democracia y un ataque frontal a la convivencia. Pero no, todos los fallecidos estaban implicados en la corrupción a gran escala y todos murieron en la cama y sin violencia. El poder no sabía a dónde agarrarse para salir por encima como, por otro lado, tenía por costumbre inveterada.
Los medios de comunicación quisieron enlutar al país entero. Hicieron un gran esfuerzo, hay que reconocerlo. Pero, ni siquiera los más afines a la ley y al orden, o sea, al gobierno, pudieron lograrlo.
No podía haber luto con aquel jolgorio. La gente, ante aquella cadena sorprendente de muertes, se había echado a la calle, cantaban himnos, se abrazaban y hasta muchos dieron en volver a viejas certidumbres, esas que sostenían que el Altísimo castiga sin palo ni piedra. Pero, claro, la Iglesia no podía hacerse eco de tales sentimientos sino en teoría, porque, observarlos así en directo y regocijarse en ellos con el vulgo, no era propio de buenos creyentes. El piadoso espera la justicia, la más plena justicia imaginable, pero, eso sí, solamente en el Más Allá. Aquello de que las cosas ocurriesen implacablemente, con certera coincidencia, en la vida presente, tenía a los obispos y al clero muy desorientados. ¿Qué íbamos a dejar para la vida eterna? Lo que estaba ocurriendo era un fraude de ley, un abuso, una usurpación del poder de Dios. Eso no estaba bien, como siguieran las muertes de indignos a ese ritmo, se corría el riesgo de dejar a la justicia divina sin trabajo.

Fue una indiscreción o, tal vez, un repentino ataque de amor a la verdad, lo que hizo que aquel policía filtrase la noticia: Tras todas las muertes, había un tal Gómez.
Todos los periódicos, las cadenas de radio y de televisión, todas las tertulias, las revistas del corazón y hasta los informativos de la cadena estatal lo divulgaron. Pero Gómez jamás apareció. No se le podía acusar de nada pero, por si acaso, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, adivínenlo ustedes: “No descartaban ninguna hipótesis.”
Pero la gente, por una vez no defraudada por aquella justicia, la que fuera, llenaba los estadios de fútbol, basílicas de la moderna religión, con sus cantos gozosos:
Oé, oé, oé, oé, Gómez, Gómez
Oé, oé, oé, oé, Gómez, Gómez
Y todos pudimos asistir al milagro del, ya considerado santo, viendo cómo las aficiones más dispares (verbigracia: Barça y Madrid) se abrazaban celebrando al unísono el renacer de la fe que, en sus conciencias, aquel santo desconocido había suscitado.
Góooomez, saaanto.
Góooomez, saaanto.
Los inocentes hacían la ola.

8 comentarios:

jordim dijo...

Gómez rules :)

Soros dijo...

Ojalá, jordim, pero sólo es un cuento. un capricho de la imaginación o, tal vez, un distracción. Gracias por tu comentario.

Sara dijo...

¿¿¿Y qué ha sido de Milagritos??? Todavía me estaba relamiendo con la historia de Manolo; y, zas, me despiertas del sueño con el tal Gómez, que también está muy bien.

Un saludo.

Soros dijo...

Cuánto lo siento, Sara. Pensaba que había dejado concluida la historia de Manolo, pero veo que tú te has quedado con ganas de saber de Milagritos.
A ver si vuelvo a encontrarme con Manolo y él tiene a bien contarme el desenlace. No sé si su vocación científica, por lograr el éxtasis en la contemplación de la mujer y concluir así su tesis espiritual, se vería de nuevo malograda por la frenética turbación que empezó a inspirarle la púdica muchacha. Y es que el equilibrio entre las rudas ansias de la carne (¡Ag!) y las exquisitas quimeras del espíritu (¡Oh!)no se consigue fácilmente.
Bueno, de todos modos, gracias por leer estos relatos y tener la amabilidad de dejarme, en recompensa, un comentario.

Ángeles dijo...

Gómez, el ángel exterminador.

Soros dijo...

Algo así, Ángeles. Sin embargo, un ángel poco violento que, en lugar de poner los despachos perdidos de sangre, exacerbaba interiormente las culpas y el remordimiento de los recalcitrantes. Éstos, por raro que parezca, fenecían de angustia en el sueño, cuando las defensas de sus razonamientos egoístas les faltaban. Aquella citación a juicio era inaplazable. Era el definitivo enfrentamiento a la verdad. El Santo Gómez era un especialista en su trabajo. Hay rumores de que quiso ficharle la CIA.
Gracias.

Conxita C. dijo...

Sabes que este Gómez entiendo que se haga casi simpático y le hagan la ola.
Excelente crítica en tu relato.
Un saludo

Soros dijo...

Gracias, Conxita.
El asunto es pasar el tiempo libre, con tal de escribir un poco, ideando historias.
Saludos.