Sin premeditación, guiado por la
inercia de un automatismo, llegó a la Rotonda de la Marina Mercante. Allí fue
donde conoció a don Macario. Cansado por la caminata, se sentó en el banco
donde comieron los bocadillos.
Estaba terminando el verano y, como
los que viven en la calle siempre van abrigados por temor a la intemperie, que
es siempre incierta, Serafín, entre la caminata y el abrigo, estaba sofocado.
No llevaba ni cinco minutos
descansando, cuando una chica con aire de colgada atravesó la rotonda
acompañada por un perro garabito y de mal pelo. Los coches, entre bocinazos,
les esquivaron a ambos. Serafín la vio venir hacia su banco sin atender al
tráfico ni tomar precaución alguna, y
pensó que era otra como don Macario, que cruzaba las glorietas al dictado de la
lógica, o sea, en línea recta. Le admiró el desdén de la muchacha al amenazador
tránsito rodado. Ella, al llegar, le miró con indiferencia, como quien apenas
repara en un bulto. La joven titubeó un instante y, finalmente, se dejó caer
cansinamente al otro extremo del banco. El perro se tendió a sus pies, atento,
sin dejar de mirarla. Rebuscó en el bolso con nerviosismo y, tras revolver un
poco, sacó un paquete de cigarrillos. Se puso uno en la boca y volvió a buscar
ansiosamente. Por fin, encontró el mechero. Encendió y aspiró profundamente. Entonces
reparó en él y le preguntó, de improviso, si sabía donde estaba la Casa Beneficio,
que le habían dicho que estaba por allí, pero que llevaba más de una hora
recorriendo las calles adyacentes sin dar con ella. Y añadió que allí ayudan a los toxicómanos,
por si el dato le servía.
El Renuncia se da cuenta de que
tiene la voz hombruna y cascada, los dientes negros y descuidados, y alguno
perdido y un par de ellos rotos. Se percata también de que la chica está muy
flaca y que, de cerca, parece una vieja joven. Serafín no ha oído hablar de la
tal casa. Ella, repentinamente, parece notar la condición de Serafín y hace un
mohín extraño, dándose cuenta de que ha ido a preguntarle a uno que, sobre ser
vagabundo, está fuera de su onda y, además, no es de su cuerda. Le ignora
instantáneamente. En cuanto ve venir a unos jóvenes por la acera se acerca a
ellos precipitadamente, les para y les pregunta gesticulando. Los otros le
contestan:
- Sorry, we don’t understand.
Mala suerte. Eran guiris.
Ya no vuelve al banco. Y el
Renuncia sigue con los ojos el recorrido de su figura vacilante y errática, que
se mete por la primera bocacalle seguida por el perro triste, fiel e
inseparable.
A Serafín le da pena la muchacha
con su nerviosismo, su ansiedad y su atolondramiento desvalido. Al Renuncia le
llaman la atención esos seres que van a la deriva. Al Renuncia le pareció una
chica demasiado joven y, aunque ajada y lánguida, bastante guapa. Lástima, se
dijo, teniéndose a sí mismo por un ejemplo de estabilidad, que esas cabezas,
así perdidas y desorientadas, fuesen de tan difícil recuperación. Si en su mano
hubiese estado, le habría ayudado y, como poco, hubiese parado algún taxi para
que le acercara a la casa que buscaba pero, estando sus bolsillos tan vacíos
como su estómago, de nada valían los buenos sentimientos. Seguramente don
Macario, que parecía hombre de arranques, habría tomado alguna determinación.
Pensaba, con los ojos entornados,
casi cerrados, en los buenos deseos que proporciona el no tener y cómo el
tener, en lugar de reforzarlos y ponerlos en práctica, los aniquila. Porque todo
es esplendidez en la pobreza pero, cuando se es rico, ésta se torna toda en
desconfianza. Y cuando se quiere ayudar no hay medios y, cuando se tienen, no
hay voluntad, de modo que el querer no es poder y el poder no es querer, y
menos amar, sino temer. Y si el poder es temer, termina haciéndonos más
desgraciados que el carecer de todo. Y en esas estaba cuando le sorprendió una
voz conocida.
- Pero, ¿qué haces aquí Renuncia?
- ¡Hombre, doctor Machado!, ¿qué
hace usted tan lejos del lar de su iglesia?
- Pues ya ves, que llevo toda la
mañana en la puerta de San Onofre con lo mío y, en un descanso, voy a comprar
algo para almorzar. Si quieres, te convido. Y no me eches ningún discurso,
porque te invito porque me da la gana, consciente, como soy, de tu situación,
de la vida a la deriva que llevas voluntariamente por ese voto de renuncia y
todo lo demás. ¿Vale?
- Hombre, pues, siendo así, se agradece.
Que me viene bien.
Se encaminaron los dos hombres a
un pequeño colmado que además vendía pan, regentado por unos pakistaníes y que,
por eso mismo, abría los domingos. Compró Machado una barra larga, cuarto y
mitad de mortadela de aceitunas y una caja de cartón en la que se leía:
“Luchador, vino tinto selecto”.
A los diez minutos estaban de
nuevo en el banco, comiéndose cada uno su media barra rellena del rosado
embutido y pegándole alternativos y callados sorbos a la caja de vino pardillo.
- No es bueno este aloque, pero
en nuestra situación no podemos elegir, ni nos conviene aspirar a más, por lo
modesto de nuestro presupuesto –dijo Machado con mucha propiedad dándole otro
tiento al vino.
- Pues a mí me parece pasadero.
- ¿El presupuesto? –dijo incrédulo
Machado.
- No, el vino.
- Bien se conoce que no estás
hecho al vino de dos orejas y como mínimo de dos hojas que, si lo estuvieras, muy
otra sería tu opinión.
- No sabía yo que los vinos
tuvieran orejas y nunca había oído que tuvieran hojas.
- Amigo, los árboles tiran las
hojas cada año. De dos hojas indica que es vino de dos años y, cuando además es
de dos orejas, lo aprecia el gusto por dos motivos: por bueno y por fuerte. Y
así, el mejor órgano, el que tenemos entre las dos orejas lo aprecia justamente
y de este modo lo cataloga con sabiduría.
- Doctor Machado, es usted un
pozo de conocimientos útiles e imprescindibles.
- ¿De conocimientos? Puede ser,
pero inútiles en su mayor parte. Bueno, amigo, te dejo. Vuelvo a mi puesto, que
enseguida me echan de menos. Especialmente los domingos. No puedo faltar más
que lo estrictito. Esto mío es muy esclavo. Tú tienes más suerte pues, con eso
de la renuncia, hasta de pedir te ves liberado y exento. Gran talento el tuyo,
que no el mío: conseguir vivir sin forzar a caridad voluntades y, siendo pobre,
rechazando el oficio de los pobres, que no es otro que pedir. Porque se dijo: pedid y se os dará. Así que en
ello no es mucho el mérito, pero que te den sin pedir requiere mucha ciencia. A
veces pienso en ti y, me digo, si no serás doblemente pobre por ser un pobre
que, salvo salvedades, vive casi exclusivamente de los pobres. Porque sólo a
los pobres nos es dado conocer a los que son más pobres que nosotros y,
conociéndoles, ser para ellos lo que otros son para nosotros. Bien, qué sea de
provecho.
- Igualmente y, ya sabe doctor
Machado, le quedo agradecido, que para los buenos sentimientos no he tenido ni
tendré renuncia y sí calor en el corazón. Y de su talento y su forma de
expresarse, ni le digo. Mi admiración, doctor Machado.
El doctor Machado, pues sostenía
serlo en medicina, solía ponerse a pedir en la puerta de San Onofre. Lo hacía
de rodillas e incluso, a veces, con los brazos en cruz y la mirada perdida,
como en trance. Su exagerada o perfecta, según se mire, puesta en escena era
más propia de épocas tan pretéritas como olvidadas de la actividad mendicante. Algunos
sostenían que era un modelo actualizado de la época de la picaresca. Y lo
decían, sobre todo, porque su imagen, casi mística, contrastaba con las figuras
de plástico, de dinosaurios de varios tamaños, que el mendigo colocaba
delicadamente delante de sus rodillas, sobre un pañito más medio limpio que
sucio. Y también extrañaba el gesto de sonrisa perenne, como de éxtasis
contemplativo, que mantenía cuando hablaba solo o cuando hacía que rezaba o,
quién sabe, rezaba verdaderamente.
Los niños, invariablemente, se
paraban ante él y, con ellos, los mayores que, a la amabilidad del pedigüeño
con los pequeños, solían corresponder con la pieza de euro o de medio euro. Los
niños, que ya se habían hecho a él, cuando llegaban a la Plaza de los
Jardinillos corrían a la puerta de la iglesia con un trotecillo alegre y una
cierta familiaridad. Machado, arrodillado entre aquellas fieras prehistóricas,
dejaba entonces de mirar al frente o a los cielos y salía de su tránsito momentáneamente
para dirigirles una afable sonrisa y hacerles enseguida carantoñas.
- ¿Cuántos dinosaurios tienes,
Machado?
- Pues ahora tengo cinco, pero
voy a quitar dos porque tengo mucho gasto. Aparte del peligro, claro.
Cuando algunas noches Machado iba
cayéndose, borracho, por las calles oscuras, estrechas y menos transitadas, sus
conocidos le decían con un punto de guasa y punto y medio de crueldad burlona:
- Pero, hombre, doctor Machado, ¿no
le daría a usted vergüenza que sus clientitos buenos, esos del euro, le viesen
así, en este estado?
- Pues no. Porque son ya mayores
y ellos mismos, por pudientes, no deberían ser ajenos a la compasión y, por el
contrario, su cultura y humanidad debiera hacerles empatizar con mi desgracia y
comprender mejor que otros impíos lo triste que es el sino de mi vida
-respondía Machado con la boca pastosa pero con mucha dignidad y tino.
- Pero, ¿qué me dice de los
niños?
- Ahí sí. Eso es verdad. Por
ellos me daría vergüenza. Pero como, a estas horas, están acostados. Pero sí,
lleva usted razón, ahora mismo me recojo.
Y, como podía, Machado
desaparecía con paso vacilante y apoyándose en las paredes, hasta que se perdía
en la oscuridad del barrio viejo en busca de acomodo, con sus dinosaurios, en
cualquier rincón oscuro o en alguna casa abandonada o en ruinas. Y es que la
borrachera le daba a Machado un aire de sumisión respetuosa.
El Renuncia le había conocido
cuando llegó a la ciudad, aproximadamente en la misma época que él. Se alojó
bastante tiempo en La Gavina pero, desde que ocupaba puesto fijo en San Onofre,
ya no subía por lo del Simancas. Seguramente era para no alejarse del puesto de
trabajo, evitar el absentismo laboral y, sobre todo, no incurrir en abandono
del servicio, falta muy grave hasta en los cargos oficiales.
Algunas veces el Renuncia se
sentaba en los Jardinillos y pasaba el rato observando la teatral cuestación
diaria de Machado. El doctor Machado, pobre pero desprendido, sólo se dirigía al
Renuncia en los intervalos que hacía en su horario de mendicante y, en la tasca
más cercana, le invitaba a café o a lo que tomara. En días afortunados, como
había sucedido en ése, almorzaban juntos o algo parecido. Que la amistad desinteresada
no se reserva sólo a los magnates, y la largueza es más propia de los espíritus
de los seres nobles que de los bolsillos de los acaudalados.
2 comentarios:
¡Qué bueno!, Soros, me ha gustado mucho. Tu escritura me recuerda un poco a Delibes.
Describes muy bien a los personajes, la chica me ha recordado a una que dormía en la entrada de una tienda de mi barrio, siempre me fijaba en ella porque era guapa aunque ajada o vieja joven, como has dicho tú. Y lo de los dinosaurios, es genial, tenía visión comercial el doctor Machado.
Y ahora, aclárame, ¿qué es un perro garabito?
Palomamzs, muchas gracias. Veo que también lees con avidez.
Pero, por lo demás, Delibes era un maestro y lo mío no pasa de afición.
Machado no nació en mi imaginación. Existió, ya no sé si existe, de verdad.
Un perro garabito es un perro mestizo, un mongrel, un "mil leches". Perdonada sea la manera de decirlo.
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