El viejo sabía algo de la
naturaleza de las liebres. Algunas cosas, como el resto de los cazadores, las
había aprendido por la observación y la experiencia. Otras las aprendió en los
libros. Pero, claro, éstas últimas eran cosas mitad mitológicas y literarias y
mitad científicas que, por vergüenza, no se atrevía a compartir con otros del
gremio.
Él intuía que le oirían con
cierta burla y más los más rudos de entre ellos que, siendo gente avezada de
campo, acostumbraban a burlarse callada o abiertamente de cualquier lechuguino
de capital que les viniera con milongas.
Sin duda podía hablar con ellos
de querencias, de clima, de días favorables, de lugares al abrigo del zarzagán,
de refranes al uso y de otras cosas que, sobre las liebres, muchos de ellos
compartían pero que, en el fondo, no pasaban de ser los comentarios usuales
entre cazadores más o menos entregados o expertos.
Otra cosa muy distinta sería
contar en la tasca del pueblo que, en la antigüedad, era la liebre un animal
consagrado a Venus y, a veces, también a Baco, pues se tenía a la liebre por un
animal muy voluptuoso y ardiente tanto en sus celos como en la duración de los
mismos. De paso habría que ponerles al tanto de que Venus era la diosa del amor
y Baco un dios proclive a las orgías y al desenfreno. Menudo papelón. El viejo,
a sus años, se resistía a ir de listillo.
- Y ese Baco, qué pasa, ¿era
amigo tuyo?
Tampoco se atrevía a hablarles de
fenómenos más científicos, como los de la superfetación y la reabsorción,
relacionados con la fama sexual de las liebres que, al parecer, del sexo lo
aprovechaban todo. Eso habría dado para más de un cachondeo y, probablemente,
hasta hubiera servido para que al viejo le regalaran alguno de los motes que,
con tanta sorna como destreza, solían poner y de los que, hasta el momento,
pensaba que se había librado.
Cómo iba a contarles que las
liebres que se quedan fecundadas en la primera cópula siguen siendo receptivas
y que no interrumpen la ovulación y siguen siendo fértiles y que, además, son
capaces incluso de retener vivos los espermatozoides del primer apareamiento
para que otros óvulos sean fecundados en su día por ellos. Esto quiere decir
que pueden tener dos embarazos diferentes de una sola cópula, con partos
diferidos en el tiempo o que, sin haber parido, pueden quedarse preñadas
nuevamente de otro macho. Él sabía que eso se llama superfetación. Pero, anda y
vete tú con esas historias y se las largas, si te atreves, al tío Toribio, al
Matacorzas, al Sata o al Motopeto, por no citar a otros.
- Y dices que con partos
diferidos en el tiempo. ¡Hostia, como los pagos de la Cospedal! ¡Huy copón!
Y ya, lo de la reabsorción, es
decir, que no pueden abortar, porque si, por alguna razón, mueren los embriones
implantados en su útero éstos son asimilados por el cuerpo de la liebre… Para
qué hablar.
- Anda, no tomes más cañas que tú
si que te las estás reabsorbiendo. ¡Menudo superfeto estás tú hecho, no te
jode!
Nada, ni pensarlo. Menudo
cachondeo se podía preparar. Y lo de “Superfeto” le podía quedar de por vida.
Chitón.
Lo cierto es que el viejo sabía
que, aunque las liebres están en celo de enero a octubre y, a veces, casi todo
el año dependiendo de la abundancia de alimentación y del clima, es en los
meses de febrero a abril y en los de junio y julio cuando más número de partos
se producen. También sabía que suelen gestar entre 42 y 44 días.
A sabiendas de estos datos y
teniendo en cuenta que la temporada de caza se cerraba a primeros de febrero, sabía
que el mes idóneo para cazar liebres era enero. El resto de los meses de caza
naturalmente que podía darse con alguna, pero era su entrada en celo en enero
la que propiciaba que comenzasen a buscarse unas a otras y, por tanto, a
concentrarse en las zonas más propicias. Sin embargo, al mismo tiempo, no valía
cualquier día, ni cualquier enero. Había que tener en cuenta que hubiera
anticiclón que, aunque las noches pudieran ser heladoras, los días fueran
soleados, apacibles, casi cálidos. Si eso se daba, el celo de las liebres
entraría en acción y éstas buscarían los lugares orientados a mediodía, en
puntos abrigados y altos donde les diera el sol desde el amanecer. Su potente
olfato les haría encamarse relativamente próximas unas a otras, para pasar el
día abrigadas y comenzar sus escarceos a la caída de la noche incitadas por las
hormonas y guiadas por sus dos sentidos más desarrollados: el olfato y el oído.
El penúltimo domingo de enero
confluyeron todas las circunstancias y el viejo se alegró de haber sido
discreto pues en el paraje que eligió, a lo largo de unas horas, vio cinco
liebres. Y, donde él cazaba, eso no era frecuente. Ni mucho menos.
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