Entre las luces del amanecer, como
otras veces, amenizaba la monotonía de la caminata elucubrando sobre la gente
que, sobre la tierra que pisaba, había pasado antes que él.
Sabía que las jornadas de caza en
solitario no garantizaban piezas sino que, al menos en su caso, aseguraban
únicamente un esfuerzo físico y un regalo para la imaginación. E iba llenando esta
última a medida que vaciaba la resistencia al cansancio que su cuerpo era capaz
de almacenar. Solían ser entre seis y ocho horas caminando por terrenos muy
irregulares. A veces terminaba la jornada agotado, tanto de imaginar dónde
podrían estar ese día las perdices o en qué solana, rastrojo o reguero estaría
agarbada la liebre, como de subir y bajar laderas, rodear cerros, asomarse a
cada morro y avanzar con fatiga hundiendo las botas en las húmedas terroneras
de las tierras labradas. Pero con tanta soledad, silencio y tiempo, diera o no
con los animales, siempre veía, si no lo que deseaba, sí alguna cosa que le
diera en qué pensar.
Aparte de cavilar sobre las
querencias de los bichos y querer adivinarlas por el prurito de dar con ellos,
se fijaba en los caminos, en las viejas tainas abandonadas, en los montones de
piedras que un día fueron edificaciones de utilidad, en los viejos palomares en
ruinas, en los molinos derruidos por las avenidas e invadidos por la maleza y en
cualquier accidente en el terreno que en su día dibujara la mano del hombre.
Una cosa, en general, propia de
los humanos era el abandono. Y éste ocasionaba la ruina y el desmoronamiento de
cualquier construcción y propiciaba en pocos años que la vegetación espinosa y
salvaje se adueñara de todo lo que quedaba sin cuidado, fueran campos o edificaciones.
Después de reconocer
minuciosamente las dos laderas que envolvían un valle entreverado de rastrojos
y olivares, no dejándose asomada ni aliagar por mirar, se sintió desanimado. En
dos horas y media nada vio. No escuchó el aleteo acelerado y vibrante siquiera
de una perdiz lejana, ni vio la carrera de un conejo entre los olivos huyendo al
vivar, ni, mucho menos, descubrió cama ni muestra alguna de la liebre. A veces
se imaginaba buscando algo inexistente o algo que sólo él se empeñaba en que
existiera. Era la sensación que tantas veces había sentido con la caza.
Cambió de terreno y, tras atravesar
un arroyo y un camino, dejó atrás unos baldíos y comenzó a ascender. Caminaba
aparentemente a la deriva, zigzagueando para hacer menos penosa la subida. Atacó
el cerro más alto subiendo a aquella mole en espiral, como si sus cortos y
sucesivos pasos ascendentes fueran el filo de una navajilla que mondara
despacito una descomunal pera.
A medida que avanzaba comenzó a
descubrir irregularidades en el terreno que no eran propias de la naturaleza. Los
primeros hundimientos circulares llamaron su atención. Después vio zanjas
desvaídas llenas de sedimentos terrosos y repletas de aliagas y charcos. Más
tarde tropezó su vista con un trozo metálico, oxidado e irregular, de un palmo.
Su curvatura delataba que era un trozo de obús. Inmediatamente identificó aquellas
irregularidades del terreno con trincheras. Más arriba encontró algunas cuevas
excavadas en la ladera, todas ellas pequeñas y, por las piedras que las
circundaban y aún tenían en sus bocas, dedujo que fueron refugio de soldados. Había
algunas cuevas hundidas que parecían cráteres pequeños. Una pequeña boca, aún
no cerrada del todo por el arrastre de las tierras, daba paso una gran estancia
con habitaciones a los lados y entradas con quicios pero ya sin puertas. Temió
meterse dentro de esa cueva mayor que las demás, no eligiera la montaña ese
momento para rellenar aquel hueco con su peso.
Cuando llegó a la cima encontró
una casamata de hormigón con paredes de dos cuartas de ancho y con troneras
apaisadas en las cuatro direcciones. El terreno circundante había sido alisado
y apisonado, pues apenas tenía vegetación, seguramente para el emplazamiento de
piezas artilleras.
Desde aquellas alturas se
dominaban los pueblos circundantes, la carretera principal y la vía del tren.
También podían apreciarse todavía, entre las zarzas, las sendas que
serpenteando salvaban la pendiente para subir a aquella altura las máquinas de
guerra, las municiones y el avituallamiento de las tropas. Todos aquellos
accesos, agrietados por las lluvias e invadidos por la vegetación, se hacían
evidentes desde la altura. Si aún se conocían, tras tantos años, debieron estar
muy sobados en su día por las ruedas de las máquinas, las pezuñas de las
bestias y los pies de los hombres.
Pensó entonces en las personas
que habilitaron aquellas fortificaciones, en el tiempo que habitaron en ellas,
en los grandes trabajos que hubieron de hacer, en sus fatigas, en las penurias
y el frío que pasarían. Luego se hizo una idea de sus miedos. Pensó después en
los que morirían, seguramente, cerca de donde él se encontraba o, quizás, en
ese preciso sitio. Pero ese paisaje impresionante, el mismo que aquellos
hombres vieron, no le devolvió más respuesta que el silencio.
Pasó un rato sentado en una
piedra. Mirando las laderas, se imagino la montaña como un gran hormiguero. Sólo
desde arriba se notaba aún lo arañada y horadada que estaba. Y, por todos
lados, aparecían las viejas líneas de defensa como cicatrices en la tierra que
la vegetación silvestre entreveraba y
casi había restañado.
Tras éstas y otras meditaciones,
se sintió afortunado por no haber participado en ninguna guerra. Se dijo
también que quizás había pertenecido a una generación con suerte pues,
normalmente, pocas en la historia se habían librado de conocer alguna. Aquel
entorno mudo, medio borrado por años de erosión, pero tan real como el sudor
que le empapaba la camisa, le sobrecogió.
Casi se había olvidado de la caza
pero, al notar que se enfriaba, se levantó, tomó la escopeta y pensó que debía
iniciar el regreso hacia el coche. Bajó del gran cerro en dirección a una
mancha de retamas que, en su falda, daba cabecera a unos rastrojos. En su
descenso no descuidó el mirar cuantas barrancas encontró a su paso y a todas
ellas se asomó con cautela, pero siguió sin ver caza. Media hora después, cuando
llegó al macizo de retamas, cinco perdices saltaron del extremo opuesto y, fuera
de tiro, superaron la hondonada que tenían enfrente, sobrevolaron la ladera
contigua y se perdieron tras ella.
Ojalá hubierais aparecido hace
cuatro horas, pensó para sí. Y se dispuso a bordear por bajo la ladera tras la
que desaparecieron para, con cautela, dar vista al lado oculto. Al minuto volaron dos a más de doscientos metros. Pensó que las otras podrían haberse quedado
en la ladera, amagadas entre el sinfín de jaras y aliagas salpicadas de
carrascas. Echó de menos al perro, pero recordó que en la perdiz los perros dan
y quitan, y se animó pensando que tal vez alguna se quedara entre la fosca y le
saltara a tiro. El trepidante y repentino aleteo lo escuchó tras una carrasca
espesa y se maldijo por no haber ido un poco más abajo o más arriba, pues no
vio a la perdiz. Al llegar al final de la maleza pensó que, de estar allí las
dos restantes, tendrían que saltar. Y, al momento, una saltó ladera arriba,
pero también fuera de la distancia. La vio perderse tras el alto y, defraudado,
bajó lentamente buscando la dirección al coche. Fue en la última esquina
inferior de la maleza donde inesperadamente le sobresaltó el vibrante vuelo de
otra. La precipitación le hizo fallar el primer tiro pero tomó los puntos,
corrió la mano y, al segundo, la perdiz cayó en mitad de un pedazo entre los
terrones. Rápidamente bajó a cobrarla, temiendo que fuera de ala y se escapara,
apeonando rápidamente, a cualquier maleza. Pero no, la encontró donde cayó.
Sintió nuevamente la alegría de siempre al cobrar una perdiz. Se dijo, bueno,
al menos, no volveré de bolo. Y, sin fe en dar con más caza, se encaminó hacia
el coche.
Los itinerarios de la caza nunca
son rectos. Así que prosiguió con su secuencia de asomadas, bordeando tesos y
lomas, y mirando cada pequeña vaguada. La suerte le volvió a ser adversa pues
no vio nada. Y pensó que la caza se hacía en poco tiempo pero que la ilusión
por encontrarla duraba de continuo. Cuando llegó al coche eran casi las cuatro
de la tarde. Poco tiempo le quedaba ya de luz al corto día de enero.
Mientras conducía, de regreso a
casa, se imaginó aviando la perdiz y, luego de orearla una noche, guisándola
con su mujer y despachando entre ambos la sabrosa ave con patatas, un poco de
ensalada y un vaso de vino. Pero al punto, imaginó que a esa hora, ya cercana
al ocaso, los soldados de las viejas trincheras estarían, hace muchos años,
agazapándose en sus húmedos agujeros temerosos del frío de la noche y del odio
que los cañones y fusiles echan por sus bocas. Y se sintió un ser tremendamente
afortunado porque los tiros que disparó en los días de su vida el único mal que
causaron fue, de vez en cuando, llevar a su mesa una perdiz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario