11 diciembre 2012

Ojos tragavacas



Cuando tenía necesidad de irse, buscaba La Senda. Desde el primer mojón del monte tenía la costumbre de volverse y observar el pueblo. Después de tantos años la vista le seguía impresionando. Como otros pueblos, que ya lo fueron medievales, tenía aquél la dignidad callada de esos asentamientos viejos, manteles de la historia de los hombres, de esos lugares cuya figura en la distancia resulta anterior a la memoria.
Era el Mojón Bajero parada obligatoria. Y su ritual de observación se parecía más a una oración callada o al recuerdo de seres conocidos o simplemente imaginados que, sin duda, se habrían vuelto desde siglos atrás para sentir, desde aquel punto, el magnetismo de la villa en la distancia. Perfiles viejos acariciados por idénticas luces en miles de retinas. El Pela, como otras veces, cumplió con el ritual callado de todo el que subía al Marojal.
La Senda discurría entre el camino viejo a La Bodera y la galiana principal, el histórico camino real. De entre los tres, La Senda era el más agreste y descuidado, casi perdido ya, pues, desde hacía muchos años, no iba a ninguna parte porque los caminos que pierden su servicio se quedan sin destino. Son cordeles cortados que no sirven de guía, como no sea a quienes los recorren por buscar el silencio o encontrar la quietud que otros dejaron en ellos cuando la vida regalaba ambas cosas.
Era el camino de las cortas, de los pastores, de los vaqueros, de los carboneros, el que pasaba por los antiguos chozos de piedra derruidos, por las cerradas desmoronadas y por unos parajes silvestres tan abandonados que al Pela le desazonaban.
Tomó el sendero, siguiéndolo más por intuición que por certeza, que le llevaría a la Fuente del Chorrillo, la que nunca se secaba. Pronto descubrió que era más fácil seguir las trochas de los jabalíes. En un año de sequía eran las muestras más fiables de que el manantial cumplía. Así era: de entre las cuatro piedras el agua rebosaba y se remansaba en torno a ellas en una esponja verde de berros, jaramagos y pamplinas, plantas que algunos llaman, con acierto y buen gusto, balsamitas.
De la fronda que rodeaba la balsilla voló, blanca y canela, la lechuza. Haciendo el mismo ruido que una mariposa, se posó en el tocón alto y pelado de un marojo seco y su dorso inmóvil se confundió al instante con el fondo del bosque.
A la izquierda del manantial se levantaba un promontorio plano de menos de tres metros de alto. Varias bocas grandes y sobadas tenían la firma del tejón que, seguramente, dormitaría en lo profundo de la tasuguera esperando las horas oscuras.
El agua hecha cieno y verdín bajaría, en cuanto le diera por llover o nevar, hasta Los Ojos. Era allí donde los esqueletos de unas cuantas vacas yacerían, no se sabe los metros, bajo el espeso lodo. Quién no conocía a algún viejo que no perdiera alguna res golosa tragada por la voracidad traidora y mansa de aquellos aguazales. Y El Pela miró con prevención el paraje, porque uno no podía fiarse de un lugar donde la hierba se tragaba a las vacas y no al revés. Dio un rodeo y sorteó Los Ojos mirando bien donde pisaba, que la tierra que se hace a la carne puede volverse viciosa y tomarle querencia, como le pasa al hombre.

2 comentarios:

Paz Zeltia dijo...

balsamitas que palabra más linda.
Y que desasosiego causan esos Ojos! el paraje, el silencio, esa soledad.

Siempre me admira el conocimiento que tienes de los nombres de todo lo que uno puede encontrarse en los campos castellanos! (menos mal que para mí existe google!)

Soros dijo...

Ojalá que supiera todos los nombres, Zeltia. Pero muchas veces recurro a los que viven en el campo y que, con los nombres que siempre utilizaron, me enseñan muchos nombres que yo desconocía.