Cuando tenía necesidad de irse,
buscaba La Senda. Desde el primer mojón del monte tenía la costumbre de
volverse y observar el pueblo. Después de tantos años la vista le seguía
impresionando. Como otros pueblos, que ya lo fueron medievales, tenía aquél la
dignidad callada de esos asentamientos viejos, manteles de la historia de los
hombres, de esos lugares cuya figura en la distancia resulta anterior a la
memoria.
Era el Mojón Bajero parada obligatoria.
Y su ritual de observación se parecía más a una oración callada o al recuerdo
de seres conocidos o simplemente imaginados que, sin duda, se habrían vuelto
desde siglos atrás para sentir, desde aquel punto, el magnetismo de la villa en
la distancia. Perfiles viejos acariciados por idénticas luces en miles de
retinas. El Pela, como otras veces, cumplió con el ritual callado de todo el
que subía al Marojal.
La Senda discurría entre el
camino viejo a La Bodera y la galiana principal, el histórico camino real. De
entre los tres, La Senda era el más agreste y descuidado, casi perdido ya,
pues, desde hacía muchos años, no iba a ninguna parte porque los caminos que
pierden su servicio se quedan sin destino. Son cordeles cortados que no sirven
de guía, como no sea a quienes los recorren por buscar el silencio o encontrar
la quietud que otros dejaron en ellos cuando la vida regalaba ambas cosas.
Era el camino de las cortas, de
los pastores, de los vaqueros, de los carboneros, el que pasaba por los
antiguos chozos de piedra derruidos, por las cerradas desmoronadas y por unos
parajes silvestres tan abandonados que al Pela le desazonaban.
Tomó el sendero, siguiéndolo más
por intuición que por certeza, que le llevaría a la Fuente del Chorrillo, la
que nunca se secaba. Pronto descubrió que era más fácil seguir las trochas de
los jabalíes. En un año de sequía eran las muestras más fiables de que el
manantial cumplía. Así era: de entre las cuatro piedras el agua rebosaba y se
remansaba en torno a ellas en una esponja verde de berros, jaramagos y
pamplinas, plantas que algunos llaman, con acierto y buen gusto, balsamitas.
De la fronda que rodeaba la
balsilla voló, blanca y canela, la lechuza. Haciendo el mismo ruido que una
mariposa, se posó en el tocón alto y pelado de un marojo seco y su dorso inmóvil
se confundió al instante con el fondo del bosque.
A la izquierda del manantial se
levantaba un promontorio plano de menos de tres metros de alto. Varias bocas
grandes y sobadas tenían la firma del tejón que, seguramente, dormitaría en lo
profundo de la tasuguera esperando las horas oscuras.
El agua hecha cieno y verdín
bajaría, en cuanto le diera por llover o nevar, hasta Los Ojos. Era allí donde
los esqueletos de unas cuantas vacas yacerían, no se sabe los metros, bajo el
espeso lodo. Quién no conocía a algún viejo que no perdiera alguna res golosa tragada
por la voracidad traidora y mansa de aquellos aguazales. Y El Pela miró con
prevención el paraje, porque uno no podía fiarse de un lugar donde la hierba se
tragaba a las vacas y no al revés. Dio un rodeo y sorteó Los Ojos mirando bien
donde pisaba, que la tierra que se hace a la carne puede volverse viciosa y
tomarle querencia, como le pasa al hombre.
2 comentarios:
balsamitas que palabra más linda.
Y que desasosiego causan esos Ojos! el paraje, el silencio, esa soledad.
Siempre me admira el conocimiento que tienes de los nombres de todo lo que uno puede encontrarse en los campos castellanos! (menos mal que para mí existe google!)
Ojalá que supiera todos los nombres, Zeltia. Pero muchas veces recurro a los que viven en el campo y que, con los nombres que siempre utilizaron, me enseñan muchos nombres que yo desconocía.
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