No se me da nada bien escribir sobre las cosas que me indignan. Pierdo el sentido literario que siempre camina del brazo con el lenguaje indirecto y me desbarato, me indigno y me descompongo.
Los que hemos vivido unos cuantos años intuimos, y la intuición es un saber primario que raramente se equivoca, que la humanidad volverá a perder esta guerra apenas iniciada. Claro que eso equivale a decir que una mínima parte de ella, o sea los de siempre, la ganará. Serán las empresas del petróleo, de la madera, de la minería, serán las grandes empresas transnacionales de sectores diversos quienes la ganen. Cierto que también quienes las forman son parte, aunque insignificante, de la humanidad, pero son la parte rapaz y, como sostienen las normas del equilibrio ecológico, las rapaces son el vértice de la cadena trófica y no su base. Esa gentuza debería de dejar ya de ganar guerras.
A esa base, a la gente normal, a los que van a perder, a los de siempre, es a quien llamo humanidad y no a los cuatro desaprensivos codiciosos que, tradicionalmente, han esquilmado la tierra, robado sus derechos a sus pobladores y dejado tras de sí una estela horrible de planeta quemado que, a todos, más o menos directamente, nos perjudicará. Y digo cuatro porque proporcionalmente siempre han sido cuatro los que se han postulado y erigido en usufructuarios exclusivos de un mundo que a todos nos pertenece. Parece que, a estas alturas, estos tipos de guerras debieran dejar de ganarlas los de siempre, por eso de que, normalmente, estamos convencidos los humanos de que habitamos en el mundo más justo de cuantos han existido. Al mismo tiempo, las consecuencias de perder estas guerras son ya muy conocidas, han sido divulgadas y pormenorizadas y todos, al menos en teoría, abominan de ellas por injustas, pero además por inconvenientes y perjudiciales para todos.
Me estoy refiriendo a esa penúltima guerra desigual, vergonzosa y medio silenciada y casi camuflada del Perú. A esa penúltima guerra, en el fin del mundo, en la que el aparato oficial de Alan García, orondo presidente peruano cargado de infinitas razones legales y derechos avalados por la democracia, se enfrenta con unos trescientos mil indígenas y les acusa de no tener derecho de reyes para que sobre sus tierras de la Amazonia peruana no se ejecuten las directrices que las instituciones del país apruebe. Ya la forma de dirigirse a los indígenas da mucho que pensar. Y también pretende cargarse de razones por lo que intenta hacer, por lo que se propone.
Esos indígenas son el uno por ciento de la población del país y, por si su inferioridad numérica no fuera suficiente, se encuentran divididos en más de 60 etnias. Ellos han habitado esa Amazonia, sobre la que ahora legislan otros, desde tiempo inmemorial. Se trata de su casa. Se agarran a los derechos de las minorías, de los débiles, de la defensa de la tierra, de la naturaleza, de las culturas minoritarias. Pero Alán García aprueba decretos de expropiación de la parte peruana de la Amazonia y considera las tales expropiaciones como necesarias para el desarrollo nacional del Perú, como si hubiera descubierto con las tales medidas la cuadratura del círculo de la miseria venidera. Desarrollo nacional, qué gran expresión, como si el bien común se hubiera inventado para exterminar minorías. Una vez más son los débiles los que van a desaparecer bajo la maquinaria de la industria y nunca importará si llevaban razón, pues Dios no apoya a los buenos cuando son menos que los malos y son también más pobres y no comulgan con la cultura dominante y son además, lo último que ya se puede ser en nuestros días: indígenas, que, para algunos, es casi equiparable a la condición animal. Y no lo digo porque yo lo piense sino por cómo veo que les tratan y se dirigen a ellos.
Y estos indígenas se resisten bravamente a vender la selva, que es su madre y, si lo miramos bien, también la nuestra, a las todopoderosas multinacionales. Se resisten a ver las tierras de sus antepasados convertidas en concesiones, se oponen, en suma, a la privatización de la selva que siempre fue de todos. ¿Quién nos lo iba a decir? Privatizar la selva, como si no tuviéramos ya el planeta entero privatizado y no hubiésemos catado ya las amargas consecuencias de ello.
Y los indígenas dicen que ya han matado a más de cien de ellos, pero el gobierno del orondo Alán dice que son ellos los que matan a indefensos policías. No me cuadra lo de los indefensos policías masacrados por indígenas descalzos.
Y los indígenas dicen que “la ministra mandó a la policía meter bala” y “que jamás darán pie atrás” en la lucha por su tierra y su derecho. Que les van a matar pero que ellos prefieren el antes muertos que el ceder su tierra.
Y el gobierno dice que los indígenas, que entre sí todavía tienen el afecto de llamarse hermanos, forman parte, nada menos, de una conspiración internacional. ¿Conspiración internacional? Se me parte el corazón ante tanto cinismo.
Entre los pies descalzos y la lanza por un lado y la razón de estado, el egoísmo y el dominio de todos los poderes, por el otro, el desenlace final no es difícil de pronosticar.
Pienso en todas las personas sencillas que he conocido y reflexiono sobre cómo, poco a poco, el poder en todas sus facetas les ha ido echando de sus lugares y les ha convertido en siervos, denominados bajo distintos eufemismos, a su conveniencia. Algunos dicen que estas cosas son las servidumbres de nuestro siglo pero yo creo que esto es lo de siempre. Tanta codicia, tanta voracidad, tanta rapiña, les estamos consintiendo a unos pocos salvajes que no indígenas, que terminaremos siendo todos por sus consecuencias engullidos. Puede que la cosa empiece a verse en serio cuando el planeta, esquilmando, no tenga ni pueda ya producir recursos suficientes para todos. Entonces nos pasará la factura de todas las guerras que ganó el llamado progreso y que perdió la humanidad. Pagaremos el precio de todas las guerras silenciadas, libradas y perdidas en el fin del mundo. Siempre sabremos dónde estuvo la razón aunque muchos se empeñaron en que la legalidad vigente dijera otra cosa. Ésta no será una excepción porque las guerras del fin del mundo siempre las perdieron los que fueron sus héroes, aunque a éstos los arcángeles les subieran al cielo y todos, además, lo viéramos venir.
Los que hemos vivido unos cuantos años intuimos, y la intuición es un saber primario que raramente se equivoca, que la humanidad volverá a perder esta guerra apenas iniciada. Claro que eso equivale a decir que una mínima parte de ella, o sea los de siempre, la ganará. Serán las empresas del petróleo, de la madera, de la minería, serán las grandes empresas transnacionales de sectores diversos quienes la ganen. Cierto que también quienes las forman son parte, aunque insignificante, de la humanidad, pero son la parte rapaz y, como sostienen las normas del equilibrio ecológico, las rapaces son el vértice de la cadena trófica y no su base. Esa gentuza debería de dejar ya de ganar guerras.
A esa base, a la gente normal, a los que van a perder, a los de siempre, es a quien llamo humanidad y no a los cuatro desaprensivos codiciosos que, tradicionalmente, han esquilmado la tierra, robado sus derechos a sus pobladores y dejado tras de sí una estela horrible de planeta quemado que, a todos, más o menos directamente, nos perjudicará. Y digo cuatro porque proporcionalmente siempre han sido cuatro los que se han postulado y erigido en usufructuarios exclusivos de un mundo que a todos nos pertenece. Parece que, a estas alturas, estos tipos de guerras debieran dejar de ganarlas los de siempre, por eso de que, normalmente, estamos convencidos los humanos de que habitamos en el mundo más justo de cuantos han existido. Al mismo tiempo, las consecuencias de perder estas guerras son ya muy conocidas, han sido divulgadas y pormenorizadas y todos, al menos en teoría, abominan de ellas por injustas, pero además por inconvenientes y perjudiciales para todos.
Me estoy refiriendo a esa penúltima guerra desigual, vergonzosa y medio silenciada y casi camuflada del Perú. A esa penúltima guerra, en el fin del mundo, en la que el aparato oficial de Alan García, orondo presidente peruano cargado de infinitas razones legales y derechos avalados por la democracia, se enfrenta con unos trescientos mil indígenas y les acusa de no tener derecho de reyes para que sobre sus tierras de la Amazonia peruana no se ejecuten las directrices que las instituciones del país apruebe. Ya la forma de dirigirse a los indígenas da mucho que pensar. Y también pretende cargarse de razones por lo que intenta hacer, por lo que se propone.
Esos indígenas son el uno por ciento de la población del país y, por si su inferioridad numérica no fuera suficiente, se encuentran divididos en más de 60 etnias. Ellos han habitado esa Amazonia, sobre la que ahora legislan otros, desde tiempo inmemorial. Se trata de su casa. Se agarran a los derechos de las minorías, de los débiles, de la defensa de la tierra, de la naturaleza, de las culturas minoritarias. Pero Alán García aprueba decretos de expropiación de la parte peruana de la Amazonia y considera las tales expropiaciones como necesarias para el desarrollo nacional del Perú, como si hubiera descubierto con las tales medidas la cuadratura del círculo de la miseria venidera. Desarrollo nacional, qué gran expresión, como si el bien común se hubiera inventado para exterminar minorías. Una vez más son los débiles los que van a desaparecer bajo la maquinaria de la industria y nunca importará si llevaban razón, pues Dios no apoya a los buenos cuando son menos que los malos y son también más pobres y no comulgan con la cultura dominante y son además, lo último que ya se puede ser en nuestros días: indígenas, que, para algunos, es casi equiparable a la condición animal. Y no lo digo porque yo lo piense sino por cómo veo que les tratan y se dirigen a ellos.
Y estos indígenas se resisten bravamente a vender la selva, que es su madre y, si lo miramos bien, también la nuestra, a las todopoderosas multinacionales. Se resisten a ver las tierras de sus antepasados convertidas en concesiones, se oponen, en suma, a la privatización de la selva que siempre fue de todos. ¿Quién nos lo iba a decir? Privatizar la selva, como si no tuviéramos ya el planeta entero privatizado y no hubiésemos catado ya las amargas consecuencias de ello.
Y los indígenas dicen que ya han matado a más de cien de ellos, pero el gobierno del orondo Alán dice que son ellos los que matan a indefensos policías. No me cuadra lo de los indefensos policías masacrados por indígenas descalzos.
Y los indígenas dicen que “la ministra mandó a la policía meter bala” y “que jamás darán pie atrás” en la lucha por su tierra y su derecho. Que les van a matar pero que ellos prefieren el antes muertos que el ceder su tierra.
Y el gobierno dice que los indígenas, que entre sí todavía tienen el afecto de llamarse hermanos, forman parte, nada menos, de una conspiración internacional. ¿Conspiración internacional? Se me parte el corazón ante tanto cinismo.
Entre los pies descalzos y la lanza por un lado y la razón de estado, el egoísmo y el dominio de todos los poderes, por el otro, el desenlace final no es difícil de pronosticar.
Pienso en todas las personas sencillas que he conocido y reflexiono sobre cómo, poco a poco, el poder en todas sus facetas les ha ido echando de sus lugares y les ha convertido en siervos, denominados bajo distintos eufemismos, a su conveniencia. Algunos dicen que estas cosas son las servidumbres de nuestro siglo pero yo creo que esto es lo de siempre. Tanta codicia, tanta voracidad, tanta rapiña, les estamos consintiendo a unos pocos salvajes que no indígenas, que terminaremos siendo todos por sus consecuencias engullidos. Puede que la cosa empiece a verse en serio cuando el planeta, esquilmando, no tenga ni pueda ya producir recursos suficientes para todos. Entonces nos pasará la factura de todas las guerras que ganó el llamado progreso y que perdió la humanidad. Pagaremos el precio de todas las guerras silenciadas, libradas y perdidas en el fin del mundo. Siempre sabremos dónde estuvo la razón aunque muchos se empeñaron en que la legalidad vigente dijera otra cosa. Ésta no será una excepción porque las guerras del fin del mundo siempre las perdieron los que fueron sus héroes, aunque a éstos los arcángeles les subieran al cielo y todos, además, lo viéramos venir.
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2 comentarios:
Desbaratada, indignada y descompuesta me dejas...
dicen que una vez, David venció a Goliat. Pero los Davides de hoy, pareciera que son la rapacidad y la avaricia. Y los Goliats, por grande, el pueblo. La honda, las leyes y los medios de comunicación vendidos y comprados por el mejor postor. La piedra, LA MAS FLAGRANTE INJUSTICIA.
Saltó la noticia. Y los grandes poderes eso no lo quieren. Las noticias les estorban. Ellos trabajan mejor en la sobra, como sabandijas. Y yo espero que la noticia salte una y mil veces y que los de siempre no se salgan con la suya.
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