Sí, tenía que reconocer que era una madre apasionada. Y no lo era sólo por el modo en que había criado a su hijo, sino por cómo se había involucrado en todo lo suyo, en sus estudios, en su formación, en su adolescencia, incluso en su vida, hasta un extremo en que quizás no debiera haberlo hecho. Pero es que deseaba a toda costa preservarle del dolor, de la decepción, del hecho de que un muchacho como él pudiera, con tantas buenas cualidades como le adornaban, verse condenado al fracaso o a la triste mediocridad por cuestiones aleatorias, secundarias, ajenas, pero cuya importancia a él, todavía muy joven, se le escapaba.
A su hijo, lo único que le faltaba era experiencia y desconocía que algunas equivocaciones, aparentemente sin importancia, podían cambiarle la vida y hacer que no llegase a ser el tipo brillante y triunfador para el que su madre le sabía plenamente dotado. Que su hijo no estaba destinado a ser ningún majagranzas.
Y esa niña caprichosa, esa mema carente de fundamento de la que el pobre se había enamorado como un tonto, como un pasmarote, como un meliloto, era la mayor, si no la única, de sus equivocaciones juveniles. Si por ella fuera, la ahogaría con sus propias manos, la asfixiaría con una almohada o la degollaría como a un pollo, en cualquier caso, la sacaría a bofetadas de la vida de su hijo… Pero esa putilla lo único que hizo de mérito fue llegar a tiempo y coincidir con las primeras calenturas sentimentales y físicas de su hijo, tres años atrás. Y, él, ¿qué iba a hacer?, pues lo que todos los hombres, enamorarse como un gilipollas, como un hebén, de lo primero que se le presentó, de la primera calentorra dispuesta a abrirse de piernas y decirle, con ojitos de carnero degollado, que él era el amor de su vida. ¡Qué poco seso tienen los hombres! Y, encima, el poco que tienen cómo lo pierden con el sexo. En cuanto cambian la segunda ese por la equis, están perdidos.
Ella había confiado en que, con el paso de un tiempo razonable, él solito llegase a la conclusión de que aquella muchacha no era para él, de que no estaba a su altura y que poco a poco aquella relación tan desigual, ¡dónde iba aquella ignorante, sin ninguna clase, con su hijo!, se hubiera disuelto como la mini atmósfera fétida de un pedo follón ante el ímpetu de los frescos, sanos y limpios vientos de la sierra. Que todo hubiera sido, como la adolescencia de su hijo, algo brusco y sorpresivo pero pasajero.
Pero, sin embargo, qué bien había sabido ella engatusarle, cómo le había robado aquella personalidad genuina que su hijo tenía antes de conocer a aquella lagarta en celo, a aquella cerda verrionda, cómo le había enseñado a tener ojos sólo para ella, cómo no le dejaba solo ni para mear, qué sentido del acaparamiento el de aquella descarada, qué dominante, y cómo, de su hijo, estaba sabiendo hacer un payaso inane a su servicio. Lo dominaba como a una marioneta de trapo ¿Dónde tendrán los ojos los hombres?, que cuando quieren percatarse de las cosas, los muy tontos, es ya demasiado tarde. Si a ella le valiera…
A su hijo, lo único que le faltaba era experiencia y desconocía que algunas equivocaciones, aparentemente sin importancia, podían cambiarle la vida y hacer que no llegase a ser el tipo brillante y triunfador para el que su madre le sabía plenamente dotado. Que su hijo no estaba destinado a ser ningún majagranzas.
Y esa niña caprichosa, esa mema carente de fundamento de la que el pobre se había enamorado como un tonto, como un pasmarote, como un meliloto, era la mayor, si no la única, de sus equivocaciones juveniles. Si por ella fuera, la ahogaría con sus propias manos, la asfixiaría con una almohada o la degollaría como a un pollo, en cualquier caso, la sacaría a bofetadas de la vida de su hijo… Pero esa putilla lo único que hizo de mérito fue llegar a tiempo y coincidir con las primeras calenturas sentimentales y físicas de su hijo, tres años atrás. Y, él, ¿qué iba a hacer?, pues lo que todos los hombres, enamorarse como un gilipollas, como un hebén, de lo primero que se le presentó, de la primera calentorra dispuesta a abrirse de piernas y decirle, con ojitos de carnero degollado, que él era el amor de su vida. ¡Qué poco seso tienen los hombres! Y, encima, el poco que tienen cómo lo pierden con el sexo. En cuanto cambian la segunda ese por la equis, están perdidos.
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2 comentarios:
Esta mujer rabiosa y envenenada por un amor materno casi antinatural. Tiene la cualidad de serme antipática de pe a pa.
Espero que no sea por que en algún punto me identifico con ella.
;-)
Entiendo lo que dices. Pero haberlas, haylas.
El carácter sí que te acompaña. ;-)
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