Tuvieron que ir al antiguo palacio. Llevaba habilitado muchos años como casa cuartel. El guardia de puertas les dijo que subieran a la primera planta y preguntasen allí por el subteniente Malaespina o por el cabo Serantes. Tras subir por unas escaleras de madera que crujían a cada paso llegaron a la primera planta. Titubearon indecisos, caminando por el suelo de vieja tarima, hasta dar con una oficina abierta que tenía dentro un mostrador con un guardia escribiendo detrás y otra pequeña sala aneja con la puerta también abierta. Les atendió el cabo porque el subteniente se dedicaba ese día a la intervención de armas.
- Veníamos a por un certificado de buena conducta.
- Esperen en esa sala –dijo el guardia sin mirarles.
El guardia, en mangas de camisa, tecleaba un oficio en una vieja Remington. Los dos muchachos se sentaron en el único banco de madera que había dentro de la sala indicada. Estuvieron un buen rato escuchando el ritmo de la máquina romper el monótono e incómodo silencio de la espera.
Desde allí vieron entrar al sargento. Les miró de soslayo y torció el gesto. Se dirigió sin titubear al mostrador que había delante del cabo mecanógrafo y dejó el tricornio sobre la madera sin que el cabo dejara de teclear el documento en el que estaba concentrado. El sargento se quitó con gesto rutinario los correajes y la pistola reglamentaria y lo depositó todo junto al tricornio. Pausadamente se desabotonó la guerrera y luego se la quitó también. La colocó, cuidadosamente doblada, junto a lo demás y, soltándose los botones de los puños de la camisa verde, dobló pacientemente las mangas de ésta hasta quedar bien arremangado de ambos brazos. Los muchachos observaban, en silencio, sin perder detalle y pensaban que el sargento se estaba poniendo cómodo por salir de servicio o algo así, pues no tenían ellos mucha idea de la vida cuartelera. Fue entonces cuando, el suboficial se giró y les miró fijamente. Se frotó las manazas una contra otra, se quitó el reloj y se lo metió en un bolsillo del pantalón. Apenas hecho esto enfiló decidido hacia la sala desde la que los muchachos le habían visto prepararse de tal guisa. Súbitamente entendieron.
Según avanzaba, sin dejar de frotarse las manos, preguntó con voz firme:
- A ver, Serantes, éstos, ¿qué han hecho?
El guardia Serantes, hasta ese momento concentrado en su oficio, levantó la cabeza e inmediatamente comprendió la situación.
- ¡Quieto, quieto, mi sargento!, que no han hecho nada, que han venido a por un certificado.
- Ah, bueno. Eso es otra cosa. ¡Haberme avisado antes, hombre!
Los dos muchachos comprendieron desde aquel día el respeto que inspiraba en España la Guardia Civil. Puro respeto.
- Veníamos a por un certificado de buena conducta.
- Esperen en esa sala –dijo el guardia sin mirarles.
El guardia, en mangas de camisa, tecleaba un oficio en una vieja Remington. Los dos muchachos se sentaron en el único banco de madera que había dentro de la sala indicada. Estuvieron un buen rato escuchando el ritmo de la máquina romper el monótono e incómodo silencio de la espera.
Desde allí vieron entrar al sargento. Les miró de soslayo y torció el gesto. Se dirigió sin titubear al mostrador que había delante del cabo mecanógrafo y dejó el tricornio sobre la madera sin que el cabo dejara de teclear el documento en el que estaba concentrado. El sargento se quitó con gesto rutinario los correajes y la pistola reglamentaria y lo depositó todo junto al tricornio. Pausadamente se desabotonó la guerrera y luego se la quitó también. La colocó, cuidadosamente doblada, junto a lo demás y, soltándose los botones de los puños de la camisa verde, dobló pacientemente las mangas de ésta hasta quedar bien arremangado de ambos brazos. Los muchachos observaban, en silencio, sin perder detalle y pensaban que el sargento se estaba poniendo cómodo por salir de servicio o algo así, pues no tenían ellos mucha idea de la vida cuartelera. Fue entonces cuando, el suboficial se giró y les miró fijamente. Se frotó las manazas una contra otra, se quitó el reloj y se lo metió en un bolsillo del pantalón. Apenas hecho esto enfiló decidido hacia la sala desde la que los muchachos le habían visto prepararse de tal guisa. Súbitamente entendieron.
Según avanzaba, sin dejar de frotarse las manos, preguntó con voz firme:
- A ver, Serantes, éstos, ¿qué han hecho?
El guardia Serantes, hasta ese momento concentrado en su oficio, levantó la cabeza e inmediatamente comprendió la situación.
- ¡Quieto, quieto, mi sargento!, que no han hecho nada, que han venido a por un certificado.
- Ah, bueno. Eso es otra cosa. ¡Haberme avisado antes, hombre!
Los dos muchachos comprendieron desde aquel día el respeto que inspiraba en España la Guardia Civil. Puro respeto.
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4 comentarios:
¡Esoooo!
Yo temí por un momento que les fuera a dar de puñetazos. Hasta yo me replegué.
;-P
Pues lo viste venir porque sus intenciones eran esas.
Confío en que las cosas ya no sean así. Pero, como tú dices, de que lo fueron, lo fueron.
Me gustan algunos de tus dichos y temo que se me olviden.
;-)
¿Respeto dices? Puritito terror,diría yo.
Cada día me gusta mas leerte
Besitos
Gracias, Lohen.
Besos.
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