Según caminaba iba pensando que
lo peor de las desgracias eran, sin duda, sus efectos secundarios.
Había dejado el coche junto a las
Cerradas del Abogado. El perro, atento, elástico y nervioso, se movía con la
belleza atlética que le prestaba el vigor de su cuerpo delgado y musculoso.
Él, sin embargo, iba mohíno.
Caminaba sin poner atención, sólo por el placer de ocupar al cuerpo con un quehacer duro y
molesto mientras su mente divagaba ajena al ejercicio. Las ágiles cabriolas del
can no despejaban de su cabeza la tediosa pena, el lúgubre abandono que sentía,
la desgana. El esfuerzo sin valor que iba a hacer, excitante otras veces, ahora
no le parecía sino una huída, un escurrir el bulto, un escaquearse de la vida
como si el campo abierto pudiera ofrecerle otra de repuesto, otra realidad
menos decepcionante.
Como si el campo se hubiera
puesto de su parte, media docena de perdices saltaron del fondo de un barranco
hacia el cerro del Prado de los Santos, a la ladera sobre el Bacho Guadiña.
Las siguió mecánicamente. El
perro no las había visto. Él, con desgana, tomó altura en la ladera para ir
descendiendo después hacia las espesas retamas que, entre algunas carrascas,
poblaban el cotarro por su centro.
Enseguida el perro las marcó. El
can sí estaba en lo que estaba. Pero el cazador, como si la vibración de su
aleteo no consiguiera sacarle del cuerpo la desgana, tiró al tuntún, como si no
fuera con él la cosa. Claro, las marró. Disparar salvas al aire es lo que
tiene. Pero no se inquietó ni se maldijo por su apatía, ni siquiera se molestó
en mirar la dirección que tomaron sus vuelos. No parecía interesarle lo más
mínimo. Sólo quería andar y andar, machacar con los pies el recuerdo reciente y
sacudirse el vacío del cuerpo, rellenar con cansancio esos huecos que se le
habían abierto no sabía bien dónde.
Se dio cuenta de que caminaba
mecánicamente, como los soldados, como un recluta haciendo la instrucción,
ocupando su cabeza vacua únicamente con el paso siguiente, mientras un sargento
imaginario gritaba la monotonía que ofusca todo pensamiento: ¡Un, dos, un, dos…
¡
El perro se paraba de cuando en
cuando y le miraba, casi inquisitivo, ¿por qué no me llamas, por qué no me
chistas, como sueles? Pero él caminaba silencioso, taciturno, desanimado, sin
pararse como otras veces en los sitios querenciosos de la liebre, sin otear el
posible apeonar lejano de alguna perdiz esquiva.
Así llegó, sin percatarse, a la
linde del monte. Cambió el rumbo. Dejó el Barranco del Tejar y subió hacia las
cerradas hundidas y llenas de broza que quedaban en el alto, a su derecha.
Atravesaba un lago de pasto suave
que se extendía lindando con las cerradas. Allí reparó en que no tenía al perro
a la vista. Se paró repentinamente entre la pared de una taina y un par de
pirliteros que, rodeados de cardos corredores, sobresalían de la pelusa
herbácea, flexible y ondulante. Quieto, extrañado por la ausencia del perro, le
llamó. Apareció al instante. Al darse en el muslo con la mano abierta para
apremiarle a volver a su lado, saltó la liebre a cuatro pasos. Era, la
inesperada, un obús ocre, surgido de la tierra, abriéndose paso, como si su
cuerpo pajizo la surcara, entre la hierba seca del mismo tono. La abrupta y
fantasmal aparición, al sentir venir de frente al perro, giró y rodeó al
cazador por la derecha rebasándole hacia atrás con toda la velocidad de su
motor silencioso. El primer tiro se perdió en el giro. Demasiado cercano, tan
precipitado como un suspiro, sin fijación ni tiento. La tierra se tragó los
perdigones. En un fugaz instante, pensó que no tenía cuerpo, que se le iría,
que estaba atarantado, que su cabeza carecía ese día de la precisión y el
temple necesarios, que cazar con los
ojos blandos no estaba ni medio bien. Pero los reflejos entrenados, tan
mecánicos ellos, se pusieron de su parte. La liebre enderezó hacia campo
abierto, la vio un instante frente a los puntos de la escopeta, el tiro pareció
salir sólo y la rabona dio una voltereta. Pataleó en el suelo, segundos antes
de verla atravesada en la boca del perro.
Como otras veces, se dijo lo de
siempre: Ya no vuelvo de bolo. Valiente consuelo el de los ritos.
Pero quería cansarse. Sólo
llevaba una hora y media. Ese día quería cansarse más y cuanto antes, como si
el cansancio le corriera prisa.
Volvió sobre sus pasos y se dijo
que iría a lo más malo. Cortaría al cruce de Cantaperdiz, por los prados, por
el cerro yermo donde solían andar las vacas y donde no era frecuente que
anduviera la caza. Quería castigarse el cuerpo con distancia y cansancio, como
si ambas cosas fueran a redimirle del amargo recuerdo. Que el dolor físico
sustituyera al otro, como si los cambios de dolor dieran consuelo.
Los prados eran por lo normal un
aguazal que, semiseco ese día, estaba poblado de pequeños pozales, constantes y
menudos, hechos por las pezuñas anchas de las vacas. Atravesar ese terreno era
una tortura para los pies y los tobillos.
Al fin saltó la cerca de piedras
del prado más bajo. Se sintió cómodo pisando la tierra firme y compacta,
recubierta por una hierba verde, jugosa, corta y espesa. El perro iba pegado a
la pared que limitaba a su derecha aquel prado con el siguiente. Sólo junto a
la pared había broza. Él cortó por lo limpio con la escopeta al hombro, gozoso
de caminar por un suelo tan firme y sin obstáculos.
Subió al otero que daba sobre la
cerrada de las vacas sesgando varias veces en diagonal. Pero, antes de llegar
al alto, bordeó un jaral que crecía entre lascas de piedra. El perro marcó
lejos. Cuatro perdices salieron del centro de las jaras. Pero tan desmañado iba
que marró los tiros y las aves cruzaron el cerro por el alto. Seguro que al
trasponer la cima se habrían dejado caer, cruzando los prados, a la falda
opuesta a más de un kilómetro en línea recta.
Al coronar el cerro otra más
saltó, que siguió la trayectoria de las anteriores. Le pareció fuera de tiro
pero aún así soltó la carga del cañón izquierdo. Luego se arrepintió. Él era un
cazador del montón, sólo algunos privilegiados gozaban de unos dedos tan largos
que, en forma de perdigonada, agarraran la caza a esa distancia.
Bajo del cerro y desanduvo el
camino que le trajo a él. Cruzó de nuevo el prado hollado por las vacas. Subió,
buscando las perdices, la ladera que separaba el monte del término. Pero no las
halló. Abajo quedó el Prado del Tejar.
Atravesó los llanos que terminaban
en el camino viejo de Cardeñosa y cruzó la ladera del Pizorral, tan áspera, sin
apenas vegetación, con pizarrones solapados unos sobre otros que le hacían
perder el equilibrio y crujir las rodillas de dolor.
Sin duda las perdices no habían
tomado el derrotero que supuso.
Subió a las Majadas del Cañón y
luego barzoneó, dejándose el aliento, por el Barranco de la Franciscona. Pero
nada. En lo más alto se sentó en una piedra, comió un bocado y se echó un trago
de agua.
Se habían hecho las tres de la
tarde. Y ya le pesaban las piernas, cuando decidió volver bajando por las
Majadas del Pizorral.
Reparó en que el perro se metía
en lo más espeso de los macizos de biércoles y lo siguió sin dudar. En mitad de
aquella fusca, mejor dejarse llevar por la nariz del perro. Se alternaban los
biércoles con manchas de jaras apretadas. La maleza le llegaba al pecho en
muchos lugares. Pero el perro, obstinado, seguía rastro rápido. Sin duda de
perdiz. Esta vez se dijo que, si saltaba alguna, haría un esfuerzo por tirar con
sentido.
El perro zigzagueaba con rapidez,
el rastro era reciente. Pero, entre la fusca, lo perdía y lo veía aparecer
alternativamente. Al fin hizo postura el can. Pero la deshizo al instante para
aumentar su excitación y velocidad y volver a marcar veinte metros después. La
perdiz no saltaba y el perro encelado y seguro saltó con un gran brinco sobre
las isasas que tenía delante. Con el estrépito que siempre sobresalta al
cazador, como un relámpago, botó la perdiz sesgando a la izquierda. Los
reflejos estuvieron prestos y cayó a unos cuarenta pasos. El perro la cobró al
momento.
Siguió la dirección que llevaba.
Caía la tarde. Vio apeonar dos perdices y saltar luego a doscientos metros.
Calculó que se echaron el en Cerro Vernete. Lo rodearía para terminar llegando
por su borde a las Cerradas del Abogado, donde dejó el coche.
Apenas entró por bajo al Cerro
Vernete e hizo la primera asomada, las dos perdices saltaron lejos. No tiró y
tampoco le quedaba tarde para seguirlas. Así que siguió bordeando el cerro.
Llevaba al perro por encima. Tozudo, no paraba de entrar entre las jaras. Sólo
el frenesí del movimiento, de repente violento entre la broza, le sobresaltó.
La liebre surgió de las retamas y por su borde subió ladera arriba. La tenía
limpiamente en los puntos. Justo al sonar el tiro asomó el perro
inesperadamente por debajo de ella. En el instante justo de apretar el gatillo,
sin tiempo ya de reportarse. Simultáneamente rodó la liebre y chilló el perro.
Temió lo peor. Subió corriendo. El perro ya tenía la liebre pero le goteaba
sangre de una oreja. Le palpó de inmediato cabeza, cuello, tórax. Y tardó en
convencerse de que sólo un plomo le había taladrado la oreja.
El perro, ajeno a su
remordimiento, seguía cazando enfebrecido. Al doblar la ladera del Vernete en
dirección al coche, del último retamar botaron las perdices. Con el primer tiro
fue certero pero, con el segundo, falló a una que se volvió hacia atrás y le
llenó el ojo de perdiz. Cuando se dio la vuelta el perro salía de las isasas
con la primera en la boca.
Al llegar a casa quiso curar
inútilmente sus remordimientos limpiándole la oreja al perro. El can parecía
feliz y, ajeno a lo que podía haber pasado, le lamía las manos, gozoso de unos
mimos que no comprendía. La vida de los perros es una ilusión de principio a
fin. Como las nuestras. Creo.
12 comentarios:
Al cazador le deseo que la jornada le sirviera para lo que pretendía, y me alegra que tenga un campo, un perro y una afición a los que recurrir para al menos intentar camuflar por un rato esa pena que lo ha cazado a él.
Al narrador lo felicito, porque en este texto hay unas cuantas frases e imágenes que me han parecido magistrales.
Y la escena final con el perro es una delicia.
Ay, fíjate, pues yo he echado de menos una entrada más tópica... ¿Quizá una felicitación de Navidad o año nuevo para variar? (jajaja). De todas formas, aquí estoy yo para subsanar el "error": Felicidades, Soros, y que el año nuevo te sea benévolo.
Gracias, Ángeles. En el campo el cazador se olvida, termina por olvidarse de todo. Y, el que escribe, busca modos nuevos de decir las cosas viejas.
Los dos se distraen de ese modo. El perro es el único que siempre mantiene la compostura.
Felicidades, Sara. Aunque algunos vivimos la Navidad como un préstamo que se hace a la vida familiar que, siempre repetido, termina por hacérsenos tan imprescindible como tedioso.
También te deseo un buen año próximo.
Me gusta como has descrito esas sensaciones, esa tristeza, esa soledad, ese desasosiego del cazador y el único que no desfallece, ese animal noble y generoso que le acompaña.
No soy nada de caza pero me encanta la montaña y en esa soledad a veces es fácil encontrarse uno mismo.
Me ha gustado tu relato, con ese lenguaje que me ha parecido muy contenido aunque lleno de sensaciones.
Un abrazo, buenas fiestas y mejor año
Gracias, Conxita.
Sobre todo gracias porque la caza (aunque sea en esta modalidad trabajosa y solitaria en que yo la practico) está muy desacreditada. Pero la caza menor (que no la otra) es en mí una costumbre muy antigua, casi un rito, que me resisto a abandonar. Tras el cansancio de las jornadas viene la limpia de los animales, otro menester sanguinario que muchos estómagos delicados no soportarían, que precede a su oreo y posterior consumo.
El campo es para mí fuente y, a la vez, pozo de muchos sentimientos.
Muchas gracias por tus apreciaciones y tu comprensión.
Un abrazo i bones festes i bony any 2017.
Es cierto Soros que la caza está desacreditada pero hay tantas cosas que lo están y otras que deberían estarlo que esas, fíjate tú, no lo están, así que mejor no hacer mucho caso ni entrar en muchas discusiones. Como todo, se trata de encontrar la justa medida y hacer aquello tal y como cada uno de nosotros lo siente y en tu caso estoy segura que es así
Gracias por esa felicitación en mi lengua, la catalana, también muy desacreditada últimamente.
Un abrazo y mis mejores deseos para ti
Hola, Soros. Bello texto con un final que me ha encantado. Sí, nuestras vidas son ilusiones, ilusiones que a veces se nos hacen pesadas y duras de llevar. En eso creo que los perros salen ganando.
Voy a caer en el tópico y te voy a desear un feliz año nuevo, sin desgana, con muchas salidas al monte, mucha caza y buena escritura.
Un beso.
Tu sabes cuando se siente gana de decir muchas cosas, pero no hay energía suficiente para contarlas? Pues eso me pasa a mi.
Te diré sólo que deseaba acercarme a estos textos donde se nombran palabras sugerentes cuyo significado desconozco(taina, pirliteros, barzonear, biércoles, etc.)Algunas he aprendido contigo. Y cada vez que pienso la palabra "xesta" pienso en "aliaga" y te recuerdo. Los atajos de la mente y sus misteriosas conexiones.
Parece que llevas tu dolor a caminar al monte, ojalá se te vaya quedando prendido de los matorranoles espinosos.
Si no fuese todo efímero, ninguno seríamos como somos.
Conxita, gracias por tu nuevo comentario.
Creo que las lenguas deberían respetarse y no mezclarlas con otras cosas, son los pies que hacen andar nuestras cabezas. Lamento que tengas ese sentimiento hacia tu lengua.
Feliz año y un abrazo.
Palomamzs, me alegro de que el relato te gustase.
Feliz año y muchas gracias.
Un abrazo.
Zeltia, eso en ti es permanente. Así que sólo haces relatos cortos y poéticos últimamente. Y casi hasta la longitud del comentario que has hecho me parece enorme. Pero me gusta que sigas pasando por este blog, ya viejo, para lo que hay hoy. Y también que te encuentres palabras nuevas revueltas entre prosa tan manida.
Un abrazo y gracias.
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