En las intrincadas cordilleras
reina el vértigo que amona a los que visitan las alturas. Los precipicios engatusan
capciosamente a quienes a su balcón se asoman para sentir esa dulce y extraña
sensación de vacío en el abdomen, ese vahído que confunde peligrosamente la
cabeza y atrae como una caramida invisible hacia el abismo. Pero vencer con
ímprobos esfuerzos aquellos cotarros empinados, por el mero prurito de llegar
arriba, es para muchos el finibusterre y convierte las cimas en marabuntas de
esforzados, orgullosos de haber llegado a un mismo punto. Pero todos los
paisajes abruptos y escabrosos exigen pasos obligados, caminos sinuosos,
recorridos que huyen de la recta porque intentar tal línea es un coqueteo con la muerte.
La mente, deslumbrada por la belleza variada de la cordillera, se siente más
libre. Pero se engaña, porque en esos lugares no hay otra tesitura que seguir
la senda, porque todos los caminos, si acaso hay más de uno, convergen en un
punto: la cumbre.
Miremos ahora esas llanuras sin
contornos, donde cada estación del año se estrella contra la planicie con la
calma de una marea muerta. En ellas los caminos son aleatorios, no se imponen y
exigen una decisión, un elegir que extrañamente nos asusta. En la meseta, donde
cualquier trayecto es posible, nos desesperamos sin embargo. Sin referencias,
tememos perdernos porque ninguna senda nos obliga a caminar por ella. Sin pasos
obligados, sin veredas únicas, hemos de decidir nosotros el camino y no sabemos
qué decisión tomar. Nos sentimos molestos. Y llamamos monótonos a los páramos
porque nada nos imponen, y torturantes porque a nada nos obligan y aburridos
porque nos permiten un paso tras otro en cualquier dirección a voluntad. Los
llanos con su ilimitada oferta nos abruman, nos desconciertan, nos tiranizan porque
nos obligan a elegir sin otra solución, salvo quedarnos quietos. Y nadie que
recorra las llanuras, las estepas o los páramos habla de sensación de libertad.
Al contrario, se sienten oprimidos, aplastados por la extensión plana,
ilimitada a la vista, sin otro reto que no sea el elegir la dirección. La
libertad de caminar sin restricciones y decidir el destino parece no
satisfacer a nadie. Es algo que a ninguno maravilla ni deslumbra. Y, en lugar
de sensación de albedrío, se habla del dictado del caminar sin fin, se dice que
cualquier dirección carece de aliciente, que no se ve ninguna meta, que es como
caminar sobre una cinta mecánica, que es una especie de castigo, que donde
estén las montañas con sus cimas que se quiten aquellos horizontes sin llegada,
limitados por un ángulo completo de puntos infinitos.
Así que, por inercia, somos más
felices en esos caminos sin alternativa, sin posibilidad de decidir, sin tener
nada que pensar, excepto seguir la senda que sólo lleva arriba, porque la
orografía es la que manda y todo lo da por hecho sin admitir duda ni consulta. Sin
embargo, pese a su destino común, ineludible y colectivo, las gentes que aman
la montaña hablan siempre de libertad, de ver el mundo desde las alturas, de
vivir la satisfacción del esfuerzo, de abrir nuevas vías para ir al mismo
punto. ¿Por qué ir al mismo punto? ¿No sería mejor la libertad que ofrece la
llanura? No lo entiendo.
Porque es una pena que en esas
llanuras, donde está libre el pensamiento, también nos empeñemos en seguir por molicie
los caminos marcados. La llanura siempre dio más oportunidades al
razonamiento, porque sólo un pequeño porcentaje de las vías está definido y
porque, en ellas, no buscas cima alguna. La llanura nos conviene a todos.
8 comentarios:
Me ha gustado esta manera de reivindicar a las llanuras, personalmente y aunque me gusta mucho la montaña, prefiero esas llanuras que nos hacen tomar decisiones, prefiero muchas opciones a una única en la que te dirigen, poder elegir te hace más libre, no todo está determinado, no todo está decidido, puedes escoger lo que sea, pero es tu decisión.
Y al final lo más interesante es ese camino que hacemos al andar, como diría el poeta.
Un saludo
Ay, Soros, yo vivo felizmente instalada en la llanura; pero, aunque nadie me lo dice, supongo que piensan que adolezco de una total y rotunda falta de ambición. ¡¡¡Y no me aburro...normalmente!!!
Interesantísimo texto y un consejo muy sabio.
Saludos.
A veces, Conxita, admiramos los manjares de esos modernos gurús de la cocina, esas combinaciones tan sofisticadas, esas complicadas mezclas de sabores que sólo el paladar de los que tienen la cartera bien repleta puede apreciar pero, para mí, encierra más matices un pedazo de pan y un vaso de vino y creo que, los alimentos más sencillos, son los que más han servido para la Humanidad. Recelo de todo lo que está o se pone o ponen de moda. Y me da miedo que algún día decidan acabar con lo sencillo.
Gracias por tu comentario.
Sara, por tu forma de expresarte parece que no confundes la ambición con el gusto por la vida. Son cosas muy distintas, porque la vida no es una carrera por tener y por competir. La competitividad, aunque quieran vendérnosla como virtud, es una carrera hacia el embrutecimiento y la denigración de las personas en pro de los intereses de unos pocos que, en lugar de velar por el bien de sus semejantes, los maltratan.
A mí las altas cimas me dan vértigo, creo que ya lo sabes.
Hubo un tiempo en que creía que subir era obligatorio, porque era lo que todo el mundo hacía (o intentaba) y yo temía quedarme atrás, sola en la llanura. Pero me di cuenta de que la llanura era mi sitio natural. Y además no sólo no estaba sola sino que había personas mucho más interesantes que las que se dedicaban a trepar.
Un texto de altura ;)
Pocas palabras para dejarlo claro. Aunque también a ti te gusta jugar con las palabras que son juguetes bellos y gratuitos como los palos y las piedras a los que, de pequeños, dábamos nuevas entidades y vidas con la imaginación.
Muchas gracias, Ángeles, por tu sereno comentario.
Si nos conviene más la llanura, pero tendemos hacia el aburrimiento cuando el camino no es tortuoso.
Pongo de mi parte, en ese alegato a favor de la llanura, al mismo don Quijote que, como sabes Sara, era de La Mancha, esa llanura que sugirió a Cervantes tanta quimera y locura.
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