La cena ya destilaba copas. La euforia
desembocó en conversaciones cruzadas. Había quienes participaban en todas o, al
menos, lo intentaban. Las risas dejaron de guardar proporción con sus causas. Y
poco a poco sólo podían seguirse retazos de frases y palabras pues los diálogos
se solapaban en un puzzle desordenado de carcajadas, anécdotas y expresiones.
El banco invitaba, una vez al
año, al personal de las sucursales.
Algunos, pese a los trajes
impecables que su trabajo exigía, parecían ansiosos por relajarse de aquella
disciplina. Se aflojaban el nudo de la corbata, era el primer síntoma. Ellas
parecían gozar más con la cena, liberadas del hogar por unas horas. Muy
elegantes todas, se dejaban admirar, maquilladas, salidas esa tarde de la
peluquería y con el traje, sin pamela, que llevaron en la última boda.
Los más jóvenes, animados por el
ambiente, relajados por el alcohol, parecían ansiosos por romper, al menos por
unas horas, con el encorsetado mundo en que vivían. Siempre correctos, serios,
educados, no veían el momento de sacarle a la noche unas horas, si no locas, sí
carentes de formalidad y protocolo. Para lograrlo urdían entre ellos la manera
de desaparecer educadamente en busca de nuevos derroteros.
El interventor que tenía a gala
presentar estos actos no como francachelas, sino como parte de esas técnicas del
coaching más moderno para mantener
cohesionado al personal de las empresas, no estaba dispuesto a consentirlo. La
diversión, en toda empresa bien organizada, debía ser también parte del
trabajo. Así que, antes de que aquellos que ya titubeaban en su fuga se
decidieran, anunció el jefe:
-¡Vámonos todos al Kinshasa!
A algunos, que ya habían planeado
otros caminos, se les dibujó en la cara un rictus de fastidio. Otros guiñaron
brevemente el ojo al o a la compinche dispuestos a acompañarles en su huida. Pero
a los más les daba igual, pues, para beber hasta el despiste, bailar y entrar a
lo que saliera, tanto daba el Kinshasa como cualquier otro local. Sólo Mariano,
el director más joven de una sucursal, se mantuvo serio. No le gustaban
aquellos saraos y además no bebía. Estaba deseando buscar una ocasión, una
oportunidad justa en el tiempo, discreta, ni tarde ni pronto, para despedirse
del interventor educadamente, desaparecer y marcharse a su casa. Seguro que su
mujer, Marta, le estaría esperando.
Algunos pretextaron que el
Kinshasa era un local cerrado con demasiado bullicio y que, como hacía buen
tiempo y la noche estaba cálida y preciosa, ¡oh, qué luna!, harían mejor en
buscar un lugar abierto y animado.
Pero el interventor, tácito
pastor de aquella grey, miró con seriedad a los disidentes. Con el aplomo que
da el mando y la bula del informe laboral en la mirada, dijo, disfrazando de
coloquial lo impositivo:
-Nada, nada. Todos al Kinshasa.
El dueño es amigo y cliente. Allí estaremos como en casa, en un ambiente de
empresa, casi familiar.
Aquel bar de copas tan de moda no
estaba muy lejos del restaurante. A aquellas horas la música atronadora de
bachata se oía desde fuera. Un grupo numeroso de gente muy diversa estaba a la
puerta del local, fumando, riendo, con
las copas en la mano. Se daban un respiro antes de zambullirse de nuevo en
aquella amalgama de cuerpos rozándose, de miradas insinuadoras, de movimientos
seductores, tan acordes con las melodías caribeñas, y de aromas y perfumes
diversos con un fondo común de olor a humanidad y un toque de sudor que se
adensaría con el paso de las horas.
Apenas entraron, los bancarios,
se empotraron en un ambiente atronado por la música, plagado de mujeres de
distintas edades y nacionalidades que se distinguían más por un cierto aire
provocador, que a veces rozaba lo agresivo, que por su discreción y su
elegancia. Los hombres no es que fueran más distinguidos, pero todos parecían
más comedidos que ellas, con más solvencia o quizá con esa seguridad y reserva
que da el saberse con dinero. El Kinshasa no era un local de juventud, las
copas valían un ojo de la cara, pero en las noches se intuía en él un mercadeo
carnal lo suficientemente fino para no ser abiertamente descarado. Nada que ver
con un club de carretera, ni mucho menos, ni con las modernas salas de fiestas
con que se disfrazan los burdeles modernos ésos de más renombre, ésos que
parecen supermercados.
Don Tino, el dueño, avisado
seguramente por los de seguridad, enseguida localizó al grupo indeciso que
encabezaba el interventor. Se abrió paso entre la gente y saludó al jefe con
una efusión exagerada, gestos ampulosos y grandes voces, cosas todas que cuadraban
con su local y con la importancia que quería dar al visitante y a su envarada
compañía. Don Tino tenía, bajo su apariencia de disponibilidad, simpatía,
pulcritud y buenos modales, un aire golfo y descarado: de compadre. El secreto
de su simpatía era lograr que todo cliente de importancia se sintiera único.
Tenía el olfato de un perdiguero para distinguir a quien mandaba en cuanto
entraba en su local. Los años, de lo que él llamaba hostelería, le habían dado,
además, una grandísima cantidad de amistades superficiales, las más de gente
importante, que a su vez le presentaban a otros de su cuerda.
-Nos gustaría estar en un sitio más
tranquilo. Ya sabes, Tino, que tenga animación pero que sea un poco más cómodo
y discreto.
-Vais a estar muy a gusto. Ahí no
entra todo el mundo pero, para vosotros, lo mejor. Estaréis a vuestro aire. No
os cortéis para nada, tenemos de todo. Estáis en vuestra casa, podéis hacer lo
gustéis. Vais a conocer el verdadero corazón del Kinshasa.
Muchos se quedaron en el local
principal. Enseguida algunas de las mujeres, viendo el cariz que tomaba la
noche, pretextaron las obligaciones familiares para marcharse. Pero el
interventor estaba tranquilo y, de hecho, ya no parecía importarle sino que le
secundasen la media docena de directores de las sucursales.
Por un conjunto de puertas,
controladas por cámaras, que se abrieron y cerraron a su paso, llegaron
finalmente a otra, más vistosa, de madera y decorada con motivos orientales. La
abrió un fornido mocetón con uniforme, facilitando la entrada con un gesto
exageradamente amable y servicial. El local estaba mucho más tranquilo. Lleno
de humo, eso sí, porque ni dos segundos tardaron en percatarse de que al
corazón del Kinshasa no le afectaba ley alguna.
Había gente, por lo general, de
más edad, mujeres más distinguidas y, aparte del mozo de la puerta, todo el
servicio, tanto de la barra como de las mesas, era personal femenino. Se veía
que don Tino dejaba a las camareras y camareros de batalla para el otro local,
porque en éste todas ellas eran mujeres jóvenes, bellas y algunas hasta
exóticas, tan maquilladas y vestidas con ropa de tanto diseño, que todas tenían
aires de modelos.
No tardó nada el jefe en dar con
alguien conocido. Mariano, el sobrio, creyó reconocer en él a un diputado. Las
relaciones públicas eran lo primero y el interventor inmediatamente fue a
saludarle. Al momento, un tipo que bebía en la barra se unió a ellos y el trío
se enfrascó en una amena charla. Enseguida el reducido grupo, al ver
neutralizado a su controlador, se disgregó. Los bancarios, recobrando sus primitivas
intenciones de relax, buscaron entretenimiento por su cuenta.
El caso fue que, entre el alcohol
y otras sustancias más secas y discretas, muchos de los que por el Kinshasa
vagaban se sentían como alados Pegasos y se perdían de inmediato entre aquel
mar de amazonas que, presuntamente, andaban en busca de montura.
Mariano, el sobrio, identificó
enseguida al otro contertulio del interventor. Era un hombre distinguido, un
periodista conocido y solvente. El interventor con un diputado a un lado y un
periodista de renombre al otro, se había olvidado de todo. A los pocos minutos
Mariano estaba sólo, tomando un café, en un rincón discreto junto a la puerta.
Pensó en marcharse pero enseguida los retazos de las conversaciones de los que
entraban y salían y los de las mesas cercanas le entretuvieron.
-Íbamos pacíficamente por La
Castellana, gritando muera el rey, cuando la policía intentó detenernos, como
si no tuviéramos democracia o esto fuera Venezuela…
-Al muy cabrón todo le sale bien
con la mujeres. Tiene un gracejo especial y nunca vi a ninguna que se molestara
con él. Hace un rato a una que volvía del servicio le ha dicho: “Chica, se te
habrán mojado los pelines, ¿no?” Pues nada que la otra se ha mondado de risa…
-Y terminé en el camino de
Santiago, enrollado con una portuguesa y todo porque le gustó lo que cantaba…
-No me digas que sabes cantar
fados, porque eso tiene su mérito.
-Que va. Si lo que yo cantaba era aquello tan viejo
de:
“Si ellas nos pidieran un besito,
nos pimba, nos pimba.
Si quieren caricias o un
cariñito, nos pimba, nos pimba.
Si desean una noche de
brinquitos, nos pimba, nos pimba.
Porque el amor no son sólo caprichitos,
nos pimba, pimba y pimba…”
-La perdiz, amigo, en lo tocante
al término de Papón de Bonaval, cría en Valdejunquito y su cazadero natural es
la ladera del Reventón, si bien no se dan fácilmente hasta meterlas en el
barranco de Agualobos que es, por tanto, donde la perdiz tiene su matadero
natural…
-Y, ¿no será mejor el morro de la
taina del Mataputas para darles matarile?
-Pues ahí se equivoca usted porque es justo en ese punto donde tienen el perdedero.
-Ay, Manolo, qué alegría de
verte. Lo he pasado fatal con el divorcio pero, afortunadamente, ya lo voy
superando. ¡Ah! Y no sé si te acuerdas, pero sigo llevando el diu…
-Sólo tomo ya güisqui de malta,
pero pure malt, ¿eh? que mi cardiólogo no me permite otra cosa…
-Pues yo, desde que he
descubierto toda la nueva tecnología del gin-tonic, es que no salgo de las
ginebras. Qué ritual, qué serpentines, qué semillas, qué frutos, qué aromas, si
gozas hasta viendo a la camarera prepararlo…
-Pues, al final, han dado con lo
mío, tíos. No sé los años que llevo de médicos. Y, después de todo, fijaros si
era sencillo: alergia al agua.
-Desengáñate Paco, estamos
llegando a una edad en que casi es imposible marcar fuera de casa…
-Vele, Paquito, pero no bebas más.
-Me quedé totalmente absurda.
Vamos, chica, es que yo alunizaba en colores.
-Pues yo, cuando lo mío, estaba,
no sé cómo decirte, así como cuando te quedas totalmente dramatizada por algo…
-Entonces qué, Manolo, ¿Sí, no o
te lo tienes que pensar?
-Mira, Sonia, si es que se hacía
las rayas con el recordatorio de la comunión de su hija…
-Pero, ¿no era ateo?
-Sí, tía, pero una cosa es lo
divino y eso y otra dejar a la niña sin celebración, que María del Dulce Nombre
estaba para comérsela.
-¿Dónde tomó la comunión?
-Huy, en el Grimaldi Resort y por
todo lo alto, que después de la comida hubo traca y todo.
-El halcón neblí y el baharí
presentan notables cualidades para el arte cetrero. Sin embargo, le aseguro,
señor Barcena, que el peregrino es el as de la especie.
-Pero, ¿no están protegidos?
-Claro, claro y todos los que se
pueden permitir uno, de estrangis por supuesto, lo protegen. Pero hoy en día la
gente sale al campo con cualquier tagarote. Y es que algunos son talmente como
avantos, como buitres sin conciencia…
-Huy, mi marido. Mi marido dices.
Le perdí de vista hace dos o tres horas. A mí por mi marido no me preguntes.
Los maridos, hija, son como los paraguas, que se los deja una en cualquier
lado.
-¿Os invitó Pepe? Pero si ese
gasta menos que el Papa en armamento, qué digo en armamento, menos que en
condones.
-Pues sí, nos invitó. No sé lo
que se habría metido, pero pagó él.
-¿Incitación al odio? Incitación
al odio el mero hecho de no ser monárquico. De eso nada, el asunto es degradar
la democracia. Sumirnos a todos en el hatajo que la religión, con el pastoreo
de los políticos, conduce al Valle de Josafat… Pero con nosotros lo tienen
claro. Franco vive.
-Vale, Pepe. Tómate algo.
-“Ay, Luci, quién fuera mujer”.
Le dijo luego a otra. Y añadió con su mejor sonrisa: “Para tocarme las tetas
cuando me diera la gana” Y la tal Luci, en lugar de mandarlo a esparragar, es
que se partía el culo…
-Mi perro es tan listo, fíjese
usted bien en lo que le digo, que me obedece siempre pero nada, el cabrón, que
no me quiere. Piense usted bien lo que le digo. ¿Es o no es listo?
-Sí señor. Qué conocimiento tiene
el animalito.
A Mariano, el sobrio, a fuerza de
atender, debió vencerle el sueño. Eso al menos fue lo que pensó él.
Cuando de repente se espabiló,
vio que el interventor, el diputado y el periodista eran los únicos que
quedaban, aparte de su ignorada persona, en el local. Los tres, con la voz algo
pastosa, sostenían un interesante diálogo con las camareras. Éstas, educadas,
comedidas y llenas de dulzura, contenían la risa a duras penas mientras los
tres porfiaban por pagar y, de cuando en cuando, en esos alardes de caballerosidad
que exacerba el alcohol les besaban la mano como si fueran damas de la
aristocracia. Salió con cuidado, casi con sigilo, con un poco de vergüenza
ajena pero muerto de risa. Había conocido el corazón del Kinshasa.
6 comentarios:
Suele ocurrir que la vida otorga a algunos privilegiados el papel de observadores. Mariano, el sobrio, era uno de ellos. Hubiera sido un magnífico escritor.
Saludos.
Puede que lleves mucha razón, Sara, pero la necesidad imperiosa de comer cada día le hizo decantarse por la Banca que, para esos efectos, es mucho más segura que la literatura.
Gracias y saludos.
Complicadas estas fiestecillas de empresa, a algunos el alcohol les hace olvidar que al día siguiente todo vuelve a estar en su sitio y que se tiene que ir con cuidado ..creo que Mariano el sobrio, por si acaso, lo tenía muy controladito.
Vaya fauna tenía el Kinshasa.
Un saludo
La fauna que ocasionalmente puede encontrase en los corazones de los Kinshasas que he conocido deja, en todos los casos, muy atrás a la que describo en este relato.
La noche, Conxita, está siempre llena de fantasmas y vampiresas. Te lo prometo por el Niño Jesús. :-))
Muchas gracias por tu comentario y por tu tiempo.
Siempre he huido de las fiestas de empresa, no me gusta ser testigo de ciertas cosas, cosas como las conversaciones que escuchó Mariano el sobrio o imágenes de compañeros con lamentables borracheras :)
Sin embargo, leyendo tu relato, por un momento me ha apetecido estar en el Kinshasa y bailar semidistraída mientras soy testigo de como pierden interés esas personas con las que trabajo y, ocasionalmente, he llegado a apreciar :)
Muy bueno, Soros.
Besos.
Sí, Eme, esas fiestas suelen ser semejantes. Parecen destinadas a dejarnos con el culo al aire.
Gracias.
Besos.
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