De niño pronto me acostumbré al
imperio de los mayores. Reconozco que, en un principio, me costó. Pronto me
corrigieron una primera y perniciosa tendencia: el vicio de preguntar.
A los adultos les gustaba más que
los niños aceptásemos las cosas porque sí. Era mucho más cómodo para ellos y,
bien mirado, también para nosotros que, aparte de las ganas de incordiar, bien
poco nos importaban por entonces ciertas cosas. Las preguntas solían tomarlas
como un atentado a su autoridad, una especie de incipiente violencia infantil,
un conato de insolencia, que debía ser sofocada lo antes posible, por aquello
de que el árbol que se torcía de pequeño no había luego quien lo enderezara.
Lo hacían por nuestro propio bien
y decían que, de mayores, lo entenderíamos y, si se veían en la obligación de
persuadirnos mediante el castigo, sostenían que éste les dolía a ellos más que
a nosotros. Así se nos preparaba para ser críticos con nosotros mismos
practicando el autocontrol, para ser comprensivos con los mayores, que bastante
tenían con aguantarnos, y para hacernos futuros masoquistas que sufrirían,
cuando les llegase el turno, castigando a sus hijos como a sí mismos. La
educación era, sin embargo, tal y como los adultos sostenían, el factor
decisivo para cambiar el mundo.
Fingiendo no dudar de mis
mayores, pues entrar en diatribas con ellos era tedioso, amén de arriesgado,
construí mi mundo al margen de ellos. Así que, de la noche a la mañana, me
convertí en un niño obediente y sensato y, de díscolo, pasé a ser un ejemplo
para amigos, primos y hermanos. Y para no llegar a ser un árbol torcido, me
convertí en un artero vástago bastante retorcido pero, eso sí, subido al
pedestal en el que los mayores me pusieron. Esto, si bien me alejó de la
desventura, atrajo hacia mí el odio de los otros muchachos que, con gran
clarividencia, me consideraban un alevoso chivato traidor.
La resistencia pasiva, término
que desconocía por entonces, fue el eje de mi vida infantil. Sin embargo,
contra lo que yo creía, no fui en esto un adelantado, pues la idea ya la había
tenido un tal Gandhi que amargó la vida a la autoridad colonial inglesa de La
India mucho antes de que yo burlara la de mis padres y maestros. Pero,
siguiendo con los otros principios de Gandhi: el espíritu de verdad y la no
violencia, ambos muy sobrevalorados, no fueron mi fuerte ninguno de ellos.
El espíritu de verdad, con el que
algunos sostienen que venimos al mundo, me pareció enseguida, y
paradójicamente, una fuente segura de dolor, en particular físico, sobre uno
mismo. Y enseguida comprendí que más valía ser sospechoso o, incluso, acusado,
que declararse culpable, por muy verdad que esto fuere. Y que si eras tan tonto
como para confesar tus faltas, por ese prurito de decir la verdad que, además,
era mandato divino, luego, del castigo, no te libraba ni Dios. Por tanto, si a
la verdad le seguía el castigo, era que la virtud, en este mundo, estaba
irremediablemente perseguida. También era posible que la verdad no fuese
aconsejable ni prudente pues, seguramente y no en vano, toda mi vida he oído a
la gente referirse a ella, cuando se decidían a decirla, con estas reveladoras
palabras: ”…y esa es la puta verdad”. Yo, ya, si ustedes no entienden esto…
Las películas, que eran una
fuente de ciencia y experiencia, demostraban que, tanto por decir la verdad,
como por negarse a decirla, la gente se veía en serios problemas. Y viendo las
películas de esclavos, a los que los romanos les administraban una hacienda de
latigazos por mentir o por decir la verdad, dudé mucho de la veracidad de esa
frase que tanto agradaba a los mayores:”La verdad os hará libres”. Y, en
particular, el día que, como un hombre, confesé a mi padre que me había pasado
la tarde haciendo novillos con mi primo y él, en justa recompensa, me dio de
correazos, lo tuve meridianamente claro: “La verdad os hará esclavos”. Y a la
verdad le cogí cierta manía, era algo que sólo traía desgracias. La verdad os
hará libres… vamos, hombre, quita pallá. Lo mejor que se puede hacer con la
verdad es ocultarla e incluso, si se puede, olvidarla. Menudo incordio.
Con respecto a la no violencia, tan
inculcada por los mayores, enseguida entendí que era un precepto vano del que
ellos mismos prescindían en cualquier momento para, a la más mínima, soltarte
un soplamocos o un buen bofetón. Si la
violencia no conducía a nada ni nada arreglaba, no alcanzaba mi razón a
comprender por qué a mí me la aplicaban por sistema. Y, dándole vueltas al
asunto con mi cerebro pensador, deduje que la violencia era útil, conveniente y
efectiva si la aplicaba la autoridad, en mi caso paterna, pero no lo era si la
utilizaban los últimos del escalafón, que éramos los niños, en mi caso, o la
gente de a pie, en general, frente a las autoridades. Esto último lo fui
deduciendo por la praxis a lo largo de mi venturosa vida. Pero la violencia era
buena, muy buena, al menos para algunos. No hay más que echar un vistazo al
mundo.
En la escuela los profesores nos
enseñaban, pero no les gustaba que nosotros nos saliéramos del guión y pretendiéramos
aprender por nosotros mismos cosas que, o bien eran ajenas a sus enseñanzas o
bien respondían a interrogantes propios. Así que, cuando preguntaban si alguno
queríamos saber algo más sobre alguna cuestión, lo mejor era callarse. Si el
maestro se veía en apuros recurriría inevitablemente a la violencia de palabra
y de obra y, lejos de enterarte de la verdad, te verías en problemas por no
haberte resistido a preguntar.
La última vez que olvidé estos
cautos principios fue en clase de religión. El cura preguntó que cómo se peca.
El interpelado contestó que con los sentidos. El cura dijo que muy bien y yo,
en lugar de callar mi torturante duda, levanté la mano:
-¿Don Saturnino, cómo se puede
pecar con el olfato?
El cura me miró como un basilisco
y, ante mi cándida mirada esperanzada, se abalanzó sobre mí rojo de ira, me dio
dos bofetadas y me echó una semana de clase. Mi padre me dio la propina.
Pero si es que ya te lo decían: “La
letra con sangre entra” y “Quien bien te quiere te hará llorar”, si es que no
podían ser más claros.
Así que comprendí que la
resistencia, la falsedad y la violencia, objetivos transversales de la educación,
eran los dones que, al que no fuera tonto de capirote, proporcionaba una enseñanza
seria y responsable para, así, dotar al discente del necesario bagaje para la
vida.
¡Ah! Y que, para evitar los
pecados del olfato, lo mejor era no meter las narices donde a uno no le llamaban.
Enseguida me di cuenta.
4 comentarios:
A mi me criaron con libertad, era libre de preguntar lo que quisiese. Pero las preguntas, las hacia en privado, no delante de invitados o familiares. Tambien me enseñaron que la venganza es buena. En el colegio preguntaba, si no entendia -me importaba un rabano si el profe se molestaba- y si no entendia le volvia a decir que no entiendo, entonces el profe se burlaba de mi y me comparaba con mis compañeros que ellos sí habian entendido y yo por tonto, no. Y es como tu dices, ellos tampoco entendieron pero callaban por cobardes. Al profe de religion le pregunte: ¿porque Dios crea a un hombre sabiendo que va a ser un asesino? o ¿Cuando Adan y Eva los animales hablaban? y preguntas por el estilo. Lo que marcaba la diferencia entre mi y mis compañeritos era que yo desde muy niño comence a leer, mientras ellos jugaban.Ello hizo que terminara andando con muchachos con seis u ocho años mayores que yo. La verdad que tuve una buena vida.
Abrazos
Te agradezco tu confianza, Chaly Vera. Pero no creas que es verdad todo lo que escribo. La mayor parte de las cosas son cosas escritas con algo de ironía, sólo por entretenerme.
Gracias de nuevo y un saludo.
Me he reído mucho con esta entrada, la verdad no trae nada bueno, eso está claro, por lo menos para el que la dice. Y al que se la dicen tampoco le suele gustar.
La pregunta del olfato es muy buena, no sé si se te ocurrió de verdad, (la verdad otra vez) ,o es inventada.
Da igual, me he reído que es lo que importa.
La pregunta del olfato fue cierta. Si bien, te digo la verdad, no la hice yo, sino un compañero aún más incauto.
Me sirvió para dar forma a mis recuerdos y escribir un relato basado, como casi todos, en la mentira.
Me alegro de que te gustase, Palomamzs.
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