La lluvia lava las calles vacías
sin cargo al presupuesto municipal. Ha caído toda la noche. La luz del cielo
pasa lentamente del negro al gris oscuro, sin ninguna abertura, sin matices.
Brilla contra el asfalto mojado la claridad de alguna farola, el destello
intermitente de los semáforos. Es un alba sin trasnochadores ni madrugadores en
la calle. Clarea un sábado.
A las cinco y media abre la
churrería. Pero, a esas horas, sólo entran los últimos supervivientes de la
noche. Parece un puerto para náufragos que acabaron la juerga a la deriva. Es el refugio de los que se resisten a
abandonar la partida, de los que le piden una prórroga al juego, de los que aún
no distinguen la aurora que viene de la noche que se va. Casi todos son
jóvenes. Algunos, aturdidos, con las caras desvaídas, como púgiles sonados al
borde del fuera de combate, sostienen, apoyados en la barra, el último cubata
con desgana; otros, excitados por el alcohol, con la tez colorada, toman café y
chupitos de licores mientras brindan ostentosamente, entre unas risas cuya
causa sólo ellos conocen. Hay quien ávidamente repara, con la masa churrera o
las tostadas, los agujeros que las horas de ayuno y el alcohol hacen en los
adentros. Algunas muchachas les acompañan, mientras otras han optado por sentarse
a las mesas y posan en el suelo sus pies descalzos, desertores de los zapatos
de tacón que se han quitado. Casi todas tienen la cara un poco demacrada, perdido
hace horas el falso lustre del maquillaje, y las piernas cansadas. Algunas
lucen carreras en las medias y el pelo lacio por la humedad o mojado por la
lluvia.
El agua cae fuera por cortinas.
Los que hacen intento de salir vuelven a entrar apresuradamente, resoplando y
quejándose del aguacero. El único valiente que sale, y aguanta un rato fuera,
es para vomitar apoyado en la pared.
Cuatro madrugadores entran
bufando y renegando del día. Han salido de un todo terreno verde que aparcó
bruscamente junto a la entrada. Van abrigados. Por su vestimenta, en la que
predominan los ocres y los verdes, e incluso el camuflaje, son cazadores que
salen hacia alguna de las monterías finales de la temporada. Se quejan del
temporal y se preguntan si el gancho no se suspenderá.
A los cinco minutos llega otra
cuadrilla que sólo por las caras, que no por los atuendos y las quejas, se
diferencia de la primera. Se saludan, todos son conocidos. Piden tostadas con
jamón y tomate, café con leche casi todos, aunque, algunos, despachan la suya
con cerveza. Discuten sobre si subir o no subir al coto, hacen llamadas,
gesticulan y, mientras se deciden y cambian opiniones, dan tiempo al tiempo
tomando, en hermandad improvisada, unas copas de orujo.
Termina de amanecer. Cesa el
jarreo de agua. El día queda neblinoso, con un chirimiri tan fino que parece no
mojar pero que, a la larga, empapa.
En un instante, con la ilusión
recuperada, pagan los cazadores y salen enseguida esperanzados por la tregua
que el día parece dar. Se dirigen diligentes a sus coches y con brillantes
arrancadas salen hacia sus cazaderos en una especie de maniobra rápida y
disciplinada, casi militar.
Los trasnochadores, sin embargo,
van saliendo, más lentamente, con desgana, como si la luz del día, ya
definitiva, les ofendiera, por más gris que sea la mañana. Y se despiden del
mate de la noche oscura, donde cualquier brillo destaca, y se pierden
perezosamente en varias direcciones camino de sus casas, seguramente en busca
de la ansiada cama. El día disipa los deseos, los sofoca, y acaba, como
siempre, con los efímeros sueños de una noche más.
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