Nadie está a salvo de lo
imprevisto. A ninguno nos garantizaron al nacer que la vida nos iba a tratar de
una manera o de otra. Jamás se le dijo a nadie que el mundo debía ser justo y
que todos, en él, tuviésemos derecho a las mismas prerrogativas y posibilidades.
El deseo, pues no deja de ser una aspiración, de encontrar justicia y equidad
es sólo una idea que nos inculcaron artificialmente y que, el contraste con las
vivencias diarias, demuestra que sólo es un afán, una apariencia, una quimera.
Resumiendo: una falacia.
Es cierto que algunas sociedades,
unas más que otras, se esfuerzan en promulgar leyes que, cándidamente, buscan
garantizar lo imposible: justicia, igualdad, solidaridad, libertad,
fraternidad, bien común, etc. Muchos creen en estas normas y se desviven en
velar por su cumplimiento. Y, en su utópico delirio, hasta piensan que el
planeta que habitamos no tiene dueño e, incluso, llegan a argumentar que es una
propiedad común de todos los que lo habitamos por el mero hecho de haber
nacido. Y, con estas ideas peregrinas, pasan la vida sin darse cuenta de lo
profundo de su engaño. Y sostienen que forman una especie de comunión con el género
humano que, aunque muchos creen intuir, a nadie consta su existencia. Pero
ellos gozan soñando despiertos. No acierto a comprender cómo confunden lo que
imaginan con la realidad.
Como a todos, a mí también
intentaron educarme en conceptos más o menos parecidos a éstos, mas, apenas
iniciado mi aprendizaje, comprobé que carecían de cualquier indicio de racionalidad.
Sí, admito que estas ideas en su
conjunto son una manera de querer ordenar el funcionamiento de la sociedad
pero, sin duda, no es el modo correcto de hacerlo. Y, además, me parece un acto
de despotismo el pretender que todos aceptemos estos preceptos. Vamos, un
atentado clarísimo a nuestra libertad. Y por eso nunca he acatado esas normas
que te dan desde que naces y en las que se empeñan en educarte sin permitir tu
libre pensamiento y tu propia evolución.
Debo reconocer, sin embargo, que
el hecho de que una gran mayoría de personas acepte estos principios sin
cuestionárselos y, además, intente seguirlos mansamente, ha supuesto una
ventaja para mí. Pues siempre he sabido, salvo excepciones, con qué cartas
jugaban mis semejantes, mientras que ellos, presumiendo que mi criterio
coincidía con el suyo, jamás supieron mis deseos, mis pensamientos y, mucho
menos, mis intenciones.
Pero, no es bueno ir contra
corriente y, por eso, desde muy joven, aprendí a fingir. De no haberlo hecho me
habría convertido en un rebelde. Y, a mi juicio, un verdadero rebelde ha de ser
un desconocido, un personaje anónimo contra el que nunca se pueda ir
abiertamente, pues jamás se manifiesta. Y, cuando un rebelde anónimo, pasa a
ser conocido por algunos de sus actos, inmediatamente se le tilda de
delincuente e intenta aplicársele esa tiránica ley que pretenden imponernos.
Cuando un rebelde deja de ser anónimo ha fracasado.
El conjunto de la sociedad cree,
les han hecho creer, que las mayorías, con su criterio adocenado, llevan
siempre razón. Ya ven ustedes qué poco lógico es este supuesto y, sin embargo,
muchos lo mantienen y creen ciegamente en él. No seré yo quien les desengañe si
ellos, prescindiendo de la cordura, se empeñan en mantenerlo.
Lo cierto es que errores como
éste facilitan la existencia a las personas que, como yo, tenemos criterios más
racionales y recelamos, por sistema, de las opiniones que, por extendidas, se
suelen dar por ciertas. De los errores comunes pueden vivir muy bien los seres
singulares.
Algunos dirían que soy un ser sin
conciencia. Estoy de acuerdo, pues la conciencia no es algo que venga con
nosotros al nacer, sino que, por el contrario, son todo este conjunto de
preceptos que nos inculcan, sin razón ni respeto a nuestro albedrío ni al vuelo
libre de nuestra inteligencia, los que la constituyen. Con este atentado
educativo, cruel pero incruento, nos construyen, desde niños, una especie de
dique interior que nos incapacita para la libertad y el uso de la razón. Es, si
me lo permiten, inhumano y atroz que las personas se constituyan en censoras de
sí mismas. Pero a eso nos quieren llevar. Y sólo unos pocos hemos tenido la
suficiente lucidez para fingir creerlo pero, a la vez, mantener un recio fuero
interior que nunca lo aceptó ni fió en ello. Es difícil, lo sé, se necesita una
gran reciedumbre moral para lograrlo. Empero, es posible conseguirlo.
Con leyes, religiones, costumbres
e instituciones, en general, es mucho más práctico guardar las apariencias que
empeñarse en batallar con ellas, pues no están hechas para respetar al
individuo, sino para doblegarlo. He aquí una razón más para lo que yo llamo el
anonimato socio-cultural.
Es cierto que son los hechos los
que dan a conocer a las personas, pero quién conoce los hechos cuando pueden
disfrazarse con mil palabras, quién puede juzgarlos cuando pueden esgrimirse
inteligentes y creativos argumentos para respaldarlos y cuando, si preciso es,
pueden aducirse las mejores intenciones para justificar los más deleznables de
ellos.
Un ser libre, sin ataduras, sin
ideas preconcebidas, un individuo que haya sabido preservar su individualidad,
podrá lidiar fácilmente con cualquier aparente contradicción, pues su
inteligencia le dotará siempre de instrumentos para salir airoso.
Que no nos construyan la
realidad, que seamos nosotros los que la construyamos a nuestro antojo: esa es
la grandeza del ser humano.
Y no, por más que muchos quieran
pretenderlo, no soy un delincuente, no soy un criminal, ni siquiera soy un
desalmado. Estoy mucho más allá de la delincuencia y del crimen, allende las anímicas
creencias infundadas: soy un político. Me consta, pero, en caso necesario,
puedo desmentirlo contundentemente.
2 comentarios:
Fantástico artículo, Soros.
La realidad y la fantasía, a veces, van de la mano.
Gracias, Isidro.
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