Aquel aviso, casi una admonición, actuó como un imán
en la mente del chico. Lo encontró en el único vestigio que quedaba del
bisabuelo: un ajado volumen titulado “The Scovrge of Drvnkennes”. Un libro en
inglés que había sido publicado en 1618 y escrito por un tal William Hornby y
que no parecía contener sino alegatos contra viciosos y rufianes que anteponían
los seguros aunque efímeros placeres de la carne a la incierta pero eterna
salud del alma.
Del libro sólo le llamó la
atención la antigüedad y, por otro lado, le pareció adecuado para que estuviera
en una venta, que era lugar de paso, como lo es el mundo, donde los excesos son
tendencia común. Claro que, estando en inglés, dudó de que muchos clientes lo hubieran
consultado.
Sí le impresionó lo manuscrito en
la parte interior de la contraportada del desvencijado tomo. La nota no estaba
firmada y la fecha era del Día de las Ánimas de 1925. Estaba escrita a plumilla.
La letra, en tinta azul oscura, estaba muy cuidada y se veía que quien la escribió
lo hizo despacio, esmerándose y recreándose en la artística ejecución de cada
letra.
No sólo la expresión era clara,
sino también las delicadas formas de las letras, la nitidez de su trazado y la
elegancia de los rasgos. Todo parecía haber sido hecho con mimo en excelente
caligrafía inglesa muy proporcionada, con adornos y trazos gruesos y finos. Y,
todo junto, le pareció un pulcro adiós de alguien que temiera no haber logrado
la misma delicadeza con la fugacidad de las palabras. Y así, el hecho de haber
dejado aquel escrito, denotaba que, amén de despedirse, el autor quiso que sus
palabras perduraran en forma de mensaje.
Al muchacho le costó entender lo
que quería decir porque algunas palabras estaban en desuso. Pero, tras leer
aquel texto varias veces y consultar en el diccionario, lo entendió totalmente
y, además, intuyó que algo extraño ocultaba.
El chico, inquieto, curioso y muy
centrado en aquel adiós, que era a la vez mensaje y advertencia, abrumó a su
padre con preguntas sobre todo lo que recordara del bisabuelo aquel. Pero su
padre parecía reacio a rememorar aquella historia. Le dio muchas excusas: “Que
si eran bulos y casi nada se sabía con certeza”, “Que no tenía sentido contar
historias sin final”, “Que las palabras del abuelo Rafafá no siempre eran coherentes
y fiables”, “Que algunas cosas era mejor ignorarlas”… Pero tanto insistió el
muchacho que el padre, abrumado, tuvo que ceder al fin.
Sin embargo, su padre tampoco había
conocido a los bisabuelos. Y le dijo al muchacho que lo que iba a contarle lo
sabía por las largas historias que su padre, Rafael Rafá, el último ventero de
la Venta del Carrasco, le contó a lo largo de su vida y especialmente antes de
morir. Y, rebañando todos sus recuerdos, el padre del muchacho comenzó a
narrarle el compendio de ellos:
-Del bisabuelo
sé poco, sólo lo que me contó mi padre, tu abuelo Rafael Rafá, al que en la
zona conocieron por Rafafá.
El bisabuelo se
llamaba Breixo Rafá. Apareció de improviso por las inmediaciones de Titencia
hacia 1895. Nadie supo de dónde venía ni dónde nació. Se le daban unos cuarenta años pero sin certeza. Su
físico no era nada llamativo ni lo eran tampoco sus facciones y su aspecto
parecía ajeno al tiempo. Hablaba poco y su dicción era perfecta aunque su
entonación era mucho más suave de la habitual por aquellas tierras, por lo que
tuvo siempre fama de extranjero. Entabló amistad con el viejo Indalecio,
propietario entonces de la Venta del Carrasco, en la que Breixo se alojó y que distaba
una legua larga del pueblo. Decían que a los pocos días de estar hospedado allí,
tras haber comprobado el tránsito por aquel cruce y la posibilidad de negocio,
le compró la venta al propietario por 10.000 reales que le pagó a tocateja,
sacando tal caudal de las alforjas que trajo en su yegua. Indalecio, junto con
su hija, se marchó encantado del trato a su pueblo natal, Nogüenza, que era
villa importante y con sede episcopal, y nunca más volvió por la venta.
Algunos recordaban
que nada más comprar la Venta del Carrasco quiso cambiarle el nombre por el de
Venta de la Piedad y puso sobre la puerta un letrero con el nuevo nombre pero,
acostumbrados todos a la antigua denominación, los paisanos continuaron
llamando a la venta como siempre. Y todos pensaron que el nuevo nombre había
venido a cuento de caerles bien a los curas de la zona pues, además de viajar
con frecuencia, éstos gozaban de influencia y poder entre las gentes. Y los
paisanos, desconfiando del ventero, pensaron que estaba más interesado en la
zalamería egoísta que en la desprendida caridad. Pero no le negaron visión
comercial.
Al año casó
Breixo con una moza del pueblo llamada Luzdivina Expósito, a la que todo el
mundo conocía por Ludi y de la que enseguida tuvo un hijo, tu abuelo y mi
padre, al que la bisabuela Ludi se empeñó en llamar Rafael y que al ser
entonces Rafael Rafá, los imaginativos lugareños apodaron Rafafá. No tuvieron
más hijos.
Al bisabuelo
Breixo, lejos de llamarle por su nombre, se lo trocaron por el de la venta: El
tío Carrasco, mote que ni le gustó ni toleró jamás que nadie se lo llamase a la
cara.
Dicen que
sabía de plantas y de animales y de remedios para sanar con las unas a los
otros. A veces era capaz de curar, o averiguar males, por indicios tales como
pelo, piel, guedejas, vellones, plumas, cascos y otros. También era herrador y sabía
de barbería, de muelas y dientes, de sangrías, cataplasmas, ungüentos, ventosas,
sanguijuelas y purgas, así como del uso de la quina y qué sé yo de cuántas
cosas más... Decían que además era un excelente colmenero que cuidaba y cataba
varias decenas de colmenas en el vallejo posterior a la venta.
-Y, ¿sabía
inglés? –le cortó el muchacho.
-No lo sé
porque tu abuelo Rafafá, o sea Rafael, jamás me dijo nada de eso.
-Pero, ¿cómo
se explica que tuviera ese libro en inglés, el libro donde dejó su despedida?
-Tampoco lo
sé. Ya te he advertido que la historia del abuelo tiene pocas certezas. Aunque
mi padre me dijo que no era el único libro que tenía pero que, tras su desaparición,
fue sólo ése el que les dejaron como recuerdo.
-Y, ¿qué pasó
con los demás libros?
-El abuelo me
dijo que las autoridades se los llevaron cuando el bisabuelo desapareció. Nada
más sé.
2 comentarios:
Me encanta este misterio de los libros perdidos y del libro en lengua inglesa.
Y me encanta esa visión de la venta como un lugar de paso y excesos, igualito que el mundo facundo.
En algunas cosas vemos reflejos muy claros, como si sirvieran como ejemplo, de lo que en realidad pasa con todas.
Gracias por tus asiduos comentarios, Ángeles.
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