Por fortuna para Rafafá no eran,
la iletrada y habitual gente de la comarca y las ocasionales gentes doctas,
cultas o religiosas que iban de paso, los únicos clientes de la Venta del
Carrasco. También pernoctaban con frecuencia en ella grupos de cómicos y
músicos.
El saber de estos últimos era una
mezcolanza, amalgamada y variopinta, de historia, sabiduría popular, literatura,
gramática parda y un algo de esa ciencia infusa que acompaña por lo general a
los seres errantes. Pero, de todos los clientes, éstos eran los únicos que
subyugaban a Rafafá por su fértil imaginación y por lo florido de sus palabras
en aquellas veladas, siempre empapadas en vino y aguardiente, que precedían a
la hora de dormir.
En especial los faranduleros,
bien por empatía, bien por tener más familiaridad que otros con los
sentimientos humanos o puede que por mera piedad, solían regalarle al ventero
Rafafá palabras esperanzadoras. Y coincidían en augurarle, con toda la
seguridad de que es capaz la poesía, que sus padres habían atravesado el umbral
que conducía a otro tipo de vida.
Algunos le hablaban de un edén,
que existía según testimonio de no pocos novelistas y vates, en el que ciertas personas hallaban el
acogedor asilo que la vida se empecinaba en negarles.
No obstante, le dejaban patente que
tales lugares estaban ocultos para el vulgo. Y, por esta razón, recomendaban al
ventero paciencia para soportar las crueldades y las chanzas con las que el
prójimo, habitualmente inclemente, le zahiriera. Y Rafafá les agradecía el espléndido
consuelo que tales palabras le proporcionaban correspondiéndoles con generosas
frascas de vino. Y, de este modo, todos quedaban reconfortados.
Un comediante, un enano al que
llamaban Maestro Corporín, le contó una noche que, en nuestro planeta, existen
parajes ocultos y que, desde siglos atrás, personas muy distintas habían dado
con ellos y, cada cual en su lengua, los habían nombrado. Así, le aseguró, existía
una zona indeterminada, que algunos llamaban país y otros isla, sin que unos y
otros llegaran a un acuerdo. La tal demarcación había sido nombrada desde
antiguo como: El Dorado, Scharaffenland, Luylekkerlant, Pays de Cocagne, Paese de Cuccagna, Tierra de Pipiripao, Nueva
Arcadia… Pero los españoles, desde tiempo inmemorial, habían bautizado a ese
lugar arcano como el País de Jauja. Y le aseguró que estos conocimientos se
guardaban en romanceros y refraneros viejos y que no eran ninguna ocurrencia
suya. Y, para que Rafafá le creyera, le dijo que él tenía aprendidos de memoria
algunos versos de los que dichos libros contenían y, sin más, subiéndose en lo
alto de una mesa, el Maestro Corporín declamó a grandes voces entre el regocijo
y la atención de la nocturna concurrencia:
“Jauja, ciudad
celebrada y nunca bien ponderada.
En Jauja no
hay pordioseros, que todos son caballeros.
Los árboles
dan levitas, pantalones y botitas.
Se apedrean
los chiquillos con bollos y bartolillos.
Los lunes
llueven jamones, perdices y salchichones.
Los martes
pescados fritos, albóndigas y cabritos.
Los miércoles
chocolate y pollitos con tomate.
Los jueves
pavos asados y pasteles hojaldrados.
Los viernes
queso, manzanas, higos, pasas y avellanas.
Los sábados
caen manguitos y cigarros exquisitos.
Y los domingos
chuletas, panecillos y libretas.”
-Si así son
las semanas, bien entiendo que no hayan vuelto mis padres en el año largo que
llevamos sin ellos –dijo Rafafá, interrumpiendo al declamador, con la cara
golosa.
-Pues hay más,
señor Rafafá. Escuche lo que sigue –dijo el Maestro Corporín que, tras dar un quedo
y largo beso al tinto y aclararse la garganta, prosiguió:
“El que prueba
la verdura, lo cuenta en la sepultura.
Los chicos y
los ancianos se acuestan calamocanos.
El perro, el
ratón y el gato comen en el mismo plato.
Hasta de las
mismas peñas brota el tinto y Valdepeñas.
Como no hay
que trabajar sólo piensan en bailar.
Las mujeres,
no os asombre, hacen el amor al hombre.
Si alguno
busca trabajo, le zurran con un vergajo.
Cuando alguno
come poco, todos le tienen por loco.
Se castiga con
rigor al que tienen mal humor.
Cuando llega
un forastero le agasajan con esmero.
Hay
manantiales preciosos que dan vinos generosos.
Los gusanos
son morcillas y las arenas rosquillas.
Las casas de
azúcar son y las calles de turrón.
Las gallinas,
ellas solas, cantan en las cacerolas.
La risa es la
enfermedad que lleva a la eternidad.
Acompañan los
entierros con panderas y cencerros.
No hay lazos
que eternamente hagan del hombre un paciente.”
-Bien cierto,
Maestro Corporín, es esto último. Que pacemos eternamente como animales en
nuestras pesebreras –dijo el ventero.
-Ciertamente,
amigo Rafafá, hasta el punto de que confundimos el pacer con el padecer. Pero
escuche, amigo, y seguirá sagazmente sacando conclusiones:
“Cada cual
busca pareja y cuando quiere la deja.
La principal
diversión es comer a discreción.
A manos de los
chiquillos se vienen los pajarillos.
Llevan en las
procesiones, en vez de santos, jamones.
Si alguno
mandar desea, sin piedad se le apalea.
Hasta en el
monte las fieras saben bailar habaneras.
Se bañan
cuando hay calor en estanques de licor.
La leyenda más
divina es el libro de cocina.
De resultas de
la holganza todos tienen grande panza.
El más ilustre
blasón es morir de un reventón.
Los quesos y
los melones abundan por los rincones.
Amenizan los
festines con bandorriones y violines.
Como no tienen
cuidados se duermen muy sosegados.
En invierno
los granizos son de huevos y chorizos.
Cuando nieva
son buñuelos, bizcochos y caramelos.
Sin conocerse
la gente se regala mutuamente.
Tienen coches
muy bonitos tirados por corderitos.
En los
huertos, sin disgusto, nunca se agota la fruta.
Son de Jauja
en el vergel fuentes y ríos de miel.
Esto y mucho
más se encierra en tan rica y fértil tierra.”
Y Rafafá quedó boquiabierto por
el feliz destino que, según los versos, podían haber alcanzado sus queridos
padres. Y, sin dudar de la religiosidad de los religiosos, de la sapiencia de los
sabios, de los estudios de los estudiosos, ni quitarles a ninguno de ellos
ningún misterio, dio por mil veces más cierta la bellísima versión del Maestro
Corporín.
Pero el enano, luego de que
Rafafá le hubiera hecho repetir los versos media docena de veces, pensó que sus
palabras habían producido en el ventero una euforia excesiva. Y, para que su fe
en ellas no fuera tan desmesurada, le dijo:
-Pese a ser
muy cierto lo que le he contado, no olvide, señor Rafafá, aquel refrán que
dice: “De las cosas más seguras, la más segura es dudar.”
A lo que el ventero, con la
ilusión en la cara, contestó:
-Si dudé de lo
que daban por seguro, sobre la desaparición de mis padres, porque nadie lo
probó, por tener dudas más ciertas, me quedo con lo inseguro.
Pero, sin embargo, a partir de
ese día, a Rafafá le cupo la duda de que alguna vez regresaran de tal lugar sus
padres, ni siguiera por él.
2 comentarios:
El pobre Rafafá, que teme que sus padres no van a volver. Y seguramente es porque piensa que él tampoco volvería de ese lugar, claro.
O puede que la vida, en conjunto, sea un viaje continuo a lugares de los que no podemos regresar. A pesar de nuestras buenas intenciones.
Saludos, Ángeles.
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