Le pareció muy frío que le
dejaran en aquella encrucijada. El guarda dijo:
-
Cace las laderas a ambos lados de ese camino y, luego,
el cerro a su espalda. Cupo: tres perdices; el pelo ni tocarlo.
El todo terreno se alejó y allí
quedó el Pela, como un tonto, mirando a ambas laderas.
Al verse solo y sin perro, se le
antojaron demasiado extensas las laderas y casi inaccesible el cerro puntiagudo
a su espalda, con más de cien metros de altura sobre su horizontal. Supuso que
aquel cerro era demasiado para él, y ya veríamos si podía con las dos laderas.
Echó de menos entonces la
compañía de un perro. No importaba que fuera bueno o un simple chucho. El mirar
a un animal te distrae del esfuerzo y te hace sentir, aunque no sea el caso,
que vas encaminado, que tienes una referencia más fiable que la de tu mero
pensamiento.
Por otro lado, si allí había
perdices, las imaginaba ajenas a él, casi inalcanzables y, si acaso se quedaba
con alguna, no sabía dónde imaginarla ni qué estaría haciendo. Tal vez tan
tranquila como estaría él si no supiera que iba a ser cazado. Tienen suerte los
animales de no sentir temor ante el futuro, se dijo.
Por las pocas referencias que
tenía del coto, sabía que tenía una linde al final de la ladera derecha y otra
al fondo, en el alto entre ambas. Así que emprendió una subida en zig-zag entre
los olivares, los barbechos, los rastrojos y los campos de girasol recién
cosechados del costarrón que quedaba a su derecha.
La niebla no se despejaba. Ya le
advirtió el guarda:
-
Con esta niebla si le pilla la Guardia Civil va uste
arreglao.
Pero él asumió que, como mucho,
en una hora levantaría.
Tras media hora de ascensión topó
con las tablillas del coto lindante. No había visto nada en la subida, así que
siguió la linde asomándose a cada barranquera, a cada desnivel, a cada ribazo,
con la esperanza de sentir volar o de ver correr o saltar alguna pieza. Pero
nada, ni un aleteo, ni un movimiento. Sólo la niebla escupiendo en su ropa con
su hisopo invisible y constante.
Al asomar a una barranca, entre
la niebla, vio deslizarse una especie de sombras enfrente, como conejos que se
desplazaran rápidos a su vivar.
-
Ya me han advertido que no puedo tirar al pelo, que es
para los del pueblo.
Pero casi al instante advirtió
que no eran conejos, pues saltaron tres o cuatro perdices vibrando como balas
del supuesto lugar de los vivares.
-
Mi vista no es lo que era, ¡puta niebla!
Intuyó que cruzaron a la ladera
de enfrente. Tontería seguirlas en la niebla y por derecho. Seguiría su camino
y bordearía por la linde aunque tardara una hora en cogerles el pico.
Descendió un poco y, de entre
unos olivares, volaron otras dos en la misma dirección.
-
Bueno, al menos sé que llevo alguna por delante, se
consoló.
Pero a la perdiz, se dijo, le
gusta apeonar y, si me están sintiendo, seguro que alguna se esta yendo hacia
arriba, para cruzarse por el alto al otro coto. Y, con esta idea, subió de
nuevo al olivar más alto y, sin dejar de mirar las asomadas, lo fue siguiendo.
Terminaba el olivar en un gran barbecho que hacía linde con el camino que lo
bordeaba. El Pela se dijo, no debo cortar, no me debo dejar la última punta. Y
recordó al viejo de su primera cuadrilla, al Tajadilla, que siempre le dijo que
no se caza la perdiz por derecho, que hay que mirar todas las asomadas. Y, la
verdad, sin mucha fe, se asomó a la última linde del olivar con el camino.
Del mismo lindero herboso, junto
al último olivo, saltó la perdiz con su batir metálico de alas. Salió a tiro y
el Pela con un encare instintivo la dejó seca al primer tiro. Pero, al ruido de
éste, volaron otras dos y, con el interés en cobrar la primera, falló el
segundo tiro.
-
¡Maldita sea! –pensó.
Pero, al instante, recapacitó.
-
Va uno desesperando de alcanzar alguna y luego se
cabrea por no hacer un doblete. Somos insaciables.
Y se dijo que le sobraba campo y
que mejor haría con conformarse y seguir, paciente y concienzudamente, su
rutinaria búsqueda con mayor humildad.
Con gran esfuerzo, por lo
embarrado del terreno, cruzó los campos grandes de terrones que le llevarían,
siguiendo la linde, a la otra ladera. En algunos lugares se clavaba hasta los
tobillos. Así, hasta alcanzar el olivar donde se iniciaba la cabecera de la
otra cuesta.
La niebla se había disipado
dejando al descubierto los cerros, los altos y todos los puntos donde convenía
asomarse para sorprender a las astutas aleteadotas. Sin embargo, el día estaba
gris y el zarzagán se había levantado.
Apenas salió del olivar, una
perdiz se deslizó desde mitad de los terrones a la ladera que acababa de cazar.
-
Bien, se dijo, el viento les hace volar al sitio de su
querencia, al de donde salieron.
Comprendió que no podía seguir
esa ladera abajo, que debía cruzar por lo alto y adentrarse para luego volver
en dirección inversa y sorprender de pico a las perdices que encontrara y
hacerlas volar a su querencia. Así lo hizo.
Enseguida, en la primera asomada,
dos se le volvieron entre los olivos esquivando el tiro con un quiebro entre
ellos. Otras cuatro o cinco más hicieron lo mismo sin darle oportunidad a
disparar.
-
Bueno, las tengo otra vez en la otra ladera. Hay que
empezar de nuevo.
Y, con tranquilidad, buscó el
modo más suave de bajar. Iba observando la distribución de la ladera que antes
la niebla le impidió ver completamente. Subiría por el extremo de los últimos
olivares.
Cruzó nuevamente el camino y,
apenas alcanzado el olivar, una liebre se le desencamó a quince metros. Por
instinto la escopeta se le vino a la cara. Pero no tiró.
-
Un trato es un trato. El pelo es para los del pueblo.
Enseguida volaron de nuevo cinco
o seis perdices de entre los olivos. Intuía que podría tirarles si, en lugar de
seguirlas, cortaba hacia arriba y luego se iba asomando a la cuesta. Así lo
hizo.
Apenas llegó al punto más alto,
con los pulsos acelerados, hizo la primera asomada. Pero, un instante antes,
vio por un momento salirle de la misma cresta una hacia atrás. Casi sin
encarar, al mismo tiempo en que la iba a ver desaparecer, le disparó. La
experiencia le dijo que la había pegado, así que rompió a correr hasta la
cresta. Corría herida rastrojo abajo. Menos mal que la vio. La alcanzó sin
dificultad. Era un macho viejo. Así saltó donde saltó. Pero reconoció que se
quedó con él de milagro.
Dos perdices, era más de lo que
había imaginado. Pero estaba en el alto y el trabajo duro estaba hecho. Las
demás tendrían que andar cerca.
Así fue pero, las muy tunantas,
esperaron en un claro, ladera abajo, y, en cuanto el Pela asomó el morro,
volaron tan campantes a la otra ladera.
-
¡Maldita sea, vuelta a empezar!
Y sin embargo sabía que no podía
ir directo tras ellas. Tenía que terminar de recorrer la ladera antes de
cruzarse de nuevo a la otra por el alto. Otra hora de caminar atento entre
brozas, olivos y terrones.
De nuevo en el último olivar
intuyó que podía haber alguna.
-
¿Lo cojo por fuera o por dentro?
Lo cogió por dentro. Y,
efectivamente, oyó como la patirroja salió bufando por la parte de fuera. Aún
corrió para verla alejarse entre dos olivos.
-
Hay que joderse, si lo cojo por fuera la hubiera
tirado.
Pero aquí no hay consejos que
valgan. Tú aprendes de ellas al perseguirlas y, a la vez, les enseñas a
esquivarte. Eso pensaba el Pela cuando de nuevo se cruzaba por los blandos
campos de terrones a lo más alto y alejado de la otra ladera.
Cuando le faltaban cien metros
para llegar al punto deseado, se paró a recuperar el resuello. Se dio cuenta de
que iba empapado en sudor y se dijo que ya no tendría fuerzas para darles otra
vuelta. La parada y la idea le hicieron serenarse. Subió arriba como si todo le
importara un bledo, con los pulsos relajados y sin urgencia por hacer más carne.
El viento le sorprendió en cuanto descumbró. Una perdiz fuera de tiro voló a
favor del aire como si fuera un reactor.
Sabía que saltarían, a tiro o no,
de nuevo. Se relajó antes de asomar al siguiente morro.
Salió de abajo, se cruzó, cogió
el aire y viró como una exhalación hacia la otra ladera pero, el Pela, para
entonces, la tenía bien enfilada y, al primer tiro, la patirroja giró en el
aire y dio un buen pelotazo contra el suelo.
El Pela quiso hacer memoria.
¿Cuántos años hacía que no cobraba tres perdices?
Renunció a recordarlo. Pero, se
dijo, ¿a lo mejor no estoy tan viejo como me imagino?
Según volvía a la encrucijada
prefirió no hacerse ilusiones y pensar que, simplemente, tuvo un día de suerte.
2 comentarios:
Buena descripción de la jornada de caza, doblemente disfrutada, por ser cazador y escritor.
Gracias, Isidro. Aunque seguramente estos relatos sólo interesan al que sabe de qué va la maniobra. Pero bueno, me entretengo escribiéndolos.
Saludos.
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