31 octubre 2012

Enseñando a la garabita



Las cuatro horas seguidas de frenética caza por barrancos, laderas, quebradas y masas compactas de aliagas, espinos, rocas y retamas, no sirvieron sino para romper los riñones y las piernas del voluntarioso trío. Al cabo de ese tiempo, sudados y derrengados, los tres cazadores pusieron en su cuenta otro fracaso. Habían espantado a la media docena de perdices aisladas que, a duras penas, consiguieron levantar fuera de tiro.
Dos de ellos lo dejaron. El tercero tomó un café en el pueblo y salió de nuevo. La afición es una vieja compañera que se empeña en hacer creer a los ilusos que puede triunfar maña donde fracasó fuerza.
Se llevó a la perra nueva. La pequeña Tiqui, una renacuaja garabita, salió ufana, sintiéndose protagonista; la Fary, madura y poderosa braca, se quedó aullando rencorosa y lastimeramente su desprecio. Pero el cazador viejo quería llevar un animal sin avance, porque él tampoco lo tenía ya, y menos tras la jupa desde el amanecer.
Eligió una vieja acequia ancha y herbosa que venía a morir junto a la carretera. A los lados, terreno limpio: rastrojos y barbechos. Subía lentamente acequia adelante, con la ilusión de que la liebre se hubiera refugiado en ella de la primera helada contundente del otoño. La garabita, al sentirse centro de atención, movía hierbas, matojos y junqueras a seis u ocho metros por delante de él, y hasta daba la impresión de que cazaba o, al menos, parecía que lo hiciera.
A la media hora, la perrilla levantó la cabeza y simultáneamente un perdiz voló, cruzándose, treinta metros delante a la derecha. El cazador, en un acto reflejo, tomó los puntos, tiró de la mano y la perdiz cayó al segundo tiro en el extremo del rastrojo. La Tiqui corrió hacia ella, la persiguió un par de metros en el suelo, la atrapó y la sujetó entre sus fauces pequeñas contra la tierra, en parte dudando de su fuerza y, en parte, de su inexperiencia, porque era la primera perdiz que cobraba. El cazador cargó rápidamente, por si la acequia se hubiera convertido en el refugio de alguna otra patirroja. Al ver que no salían, no se movió del sitio y esperó que la perra no hubiera olvidado lo que aprendió en la codorniz. La menuda garabita no cesaba de mordisquear la perdiz, sin soltarla un momento de la boca ni moverse del lugar donde la había cogido. Para provocar la reacción del animal, el cazador, sin quitarle ojo a la perra, echó a andar. La Tiqui con la perdiz en la boca comenzó a venir hacia él. Él siguió andando y sólo cuando la perra estaba a un par de metros se paró. La perra hizo lo mismo y, acercándose a ella, la acarició y felicitó por su faena y le tomó lentamente la perdiz de la boca. Mientras guardaba el ave, la perra no paraba de saltar a su lado, intentando mordisquear nuevamente la pieza. Luego, volvió a su puesto, cazando con tal brío y con tal dedicación como su rabillo enhiesto demostraba. La Tiqui estaba tan orgullosa de su triunfo, que sus cinco kilos le cundían más que si tuviera la estampa y la estatura de un poderoso pointer. El cazador se sonreía al verla tan ocupada y con tanta incumbencia.
Siguieron un par de horas de recorrer praderas juncosas, chorreras húmedas, acequiones profundos, pobedas pequeñas y fondos de barrancas perdidas, con un paso tan terco como poco fructífero.
Entre las aliagas aparecieron setas de cardo. Dedujo el cazador que muy despacio debía de ir, más de lo que pensaba, para haberlas descubierto al paso. Y, como no tenía prisa, fue llenando los bolsillos con ellas. Siguiendo más el rastro de las setas que el de una caza, que se había mostrado tan esquiva, llegó casi sin pensarlo al punto de descumbrar una buena ladera. La vieja costumbre le hizo ponerse en guardia y, sujetando a la perrilla, asomar juntos al otro lado. De veinte metros más abajo, entre dos encinas, saltaron dos torcaces con el estrépito propio de su sorpresa. Los disparos fueron rápidos. La primera cayó aleteando fieramente en el suelo diez metros por debajo de una encina, la otra remontó y, con un giro veloz e inesperado, eludió el plomo que la buscó en vano.
La Tiqui localizó en una aliaga a la torcaz caída, pero era tan vigoroso en tierra su inútil aleteo que la perrilla, nunca puesta en tal trance, no le quitaba ojo, pero no la cogía, temerosa sin duda del estrepitoso aleteo de un ave que para ella era aún animal desconocido.
Volvió con las dos piezas y sus bolsillos de setas y con la perra garabita rellena de nuevas experiencias. Al otro lado de la balanza, cuatro horas a destajo y otras cuatro cazando mansamente.
-        ¿Qué, vende usted esas piezas?
-        No señor, la caza es para casa.

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