Las cuatro horas seguidas de
frenética caza por barrancos, laderas, quebradas y masas compactas de aliagas,
espinos, rocas y retamas, no sirvieron sino para romper los riñones y las
piernas del voluntarioso trío. Al cabo de ese tiempo, sudados y derrengados,
los tres cazadores pusieron en su cuenta otro fracaso. Habían espantado a la
media docena de perdices aisladas que, a duras penas, consiguieron levantar
fuera de tiro.
Dos de ellos lo dejaron. El
tercero tomó un café en el pueblo y salió de nuevo. La afición es una vieja
compañera que se empeña en hacer creer a los ilusos que puede triunfar maña
donde fracasó fuerza.
Se llevó a la perra nueva. La
pequeña Tiqui, una renacuaja garabita, salió ufana, sintiéndose protagonista;
la Fary, madura y poderosa braca, se quedó aullando rencorosa y lastimeramente
su desprecio. Pero el cazador viejo quería llevar un animal sin avance, porque
él tampoco lo tenía ya, y menos tras la jupa desde el amanecer.
Eligió una vieja acequia ancha y
herbosa que venía a morir junto a la carretera. A los lados, terreno limpio:
rastrojos y barbechos. Subía lentamente acequia adelante, con la ilusión de que
la liebre se hubiera refugiado en ella de la primera helada contundente del
otoño. La garabita, al sentirse centro de atención, movía hierbas, matojos y
junqueras a seis u ocho metros por delante de él, y hasta daba la impresión de
que cazaba o, al menos, parecía que lo hiciera.
A la media hora, la perrilla
levantó la cabeza y simultáneamente un perdiz voló, cruzándose, treinta metros
delante a la derecha. El cazador, en un acto reflejo, tomó los puntos, tiró de la
mano y la perdiz cayó al segundo tiro en el extremo del rastrojo. La Tiqui
corrió hacia ella, la persiguió un par de metros en el suelo, la atrapó y la
sujetó entre sus fauces pequeñas contra la tierra, en parte dudando de su
fuerza y, en parte, de su inexperiencia, porque era la primera perdiz que
cobraba. El cazador cargó rápidamente, por si la acequia se hubiera convertido en
el refugio de alguna otra patirroja. Al ver que no salían, no se movió del
sitio y esperó que la perra no hubiera olvidado lo que aprendió en la
codorniz. La menuda garabita no cesaba de mordisquear la perdiz, sin soltarla
un momento de la boca ni moverse del lugar donde la había cogido. Para provocar
la reacción del animal, el cazador, sin quitarle ojo a la perra, echó a andar.
La Tiqui con la perdiz en la boca comenzó a venir hacia él. Él siguió andando y
sólo cuando la perra estaba a un par de metros se paró. La perra hizo lo mismo
y, acercándose a ella, la acarició y felicitó por su faena y le tomó lentamente
la perdiz de la boca. Mientras guardaba el ave, la perra no paraba de saltar a
su lado, intentando mordisquear nuevamente la pieza. Luego, volvió a su puesto,
cazando con tal brío y con tal dedicación como su rabillo enhiesto demostraba.
La Tiqui estaba tan orgullosa de su triunfo, que sus cinco kilos le cundían más
que si tuviera la estampa y la estatura de un poderoso pointer. El cazador se
sonreía al verla tan ocupada y con tanta incumbencia.
Siguieron un par de horas de
recorrer praderas juncosas, chorreras húmedas, acequiones profundos, pobedas
pequeñas y fondos de barrancas perdidas, con un paso tan terco como poco
fructífero.
Entre las aliagas aparecieron
setas de cardo. Dedujo el cazador que muy despacio debía de ir, más de lo que
pensaba, para haberlas descubierto al paso. Y, como no tenía prisa, fue
llenando los bolsillos con ellas. Siguiendo más el rastro de las setas que el
de una caza, que se había mostrado tan esquiva, llegó casi sin pensarlo al
punto de descumbrar una buena ladera. La vieja costumbre le hizo ponerse en
guardia y, sujetando a la perrilla, asomar juntos al otro lado. De veinte
metros más abajo, entre dos encinas, saltaron dos torcaces con el estrépito
propio de su sorpresa. Los disparos fueron rápidos. La primera cayó aleteando
fieramente en el suelo diez metros por debajo de una encina, la otra remontó y,
con un giro veloz e inesperado, eludió el plomo que la buscó en vano.
La Tiqui localizó en una aliaga a
la torcaz caída, pero era tan vigoroso en tierra su inútil aleteo que la
perrilla, nunca puesta en tal trance, no le quitaba ojo, pero no la cogía,
temerosa sin duda del estrepitoso aleteo de un ave que para ella era aún animal
desconocido.
Volvió con las dos piezas y sus
bolsillos de setas y con la perra garabita rellena de nuevas experiencias. Al
otro lado de la balanza, cuatro horas a destajo y otras cuatro cazando
mansamente.
-
¿Qué, vende usted esas piezas?
-
No señor, la caza es para casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario