Anoche nos dijeron los del Bar
Plaza que la pista que deja a la izquierda el Castillejo es la que va a Grado
del Pico. También nos dijeron que tiene unos ocho kilómetros y que, en tiempos,
en Grado del Pico se hacía la remonta. Esto de la remonta era un servicio que
se hacía con sementales del ejército, traídos de Alcalá de Henares, para
mejorar la raza de la ganadería caballar de la zona. Pero todo eso ya es
historia porque en Grado del Pico sólo quedan cinco habitantes fijos.
Parecen serios los parroquianos
del Bar Plaza si no fuera porque todos se ponen de acuerdo para iniciar a un
albañil rumano en la caza del gamusino, cuya veda según ellos se acaba de
abrir. El rumano atiende muy atento a las explicaciones de los viejos que le
documentan sobre el animal.
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En esta zona es de las pocas de España en las que aún
quedan gamusinos autóctonos en terreno abierto –le dicen con mucha autoridad y
orgullosos de haberse aprendido la difícil esdrújula.
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Hay que aprovechar estos pocos días porque enseguida
les nacen las alas y ya no hay quien los agarre. Echan luego una concha más
dura que la de los galápagos, se arrancan en los demonios y entonces no los
bajas ni con plomo zorrero.
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Me han dicho que en los Montes de Toledo quedan todavía
algunos ejemplares como los de aquí.
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Quiá. Esos son de repoblación. Los únicos gamusinos
buenos, pero buenos buenos de verdad, son los gamusinos comunes. Los de aquí de
toda la vida. Por ahí echaron gamusino japonés que es mucho más pequeño y,
aunque es más trabajador y cría bien, no sabe a lo que tiene que saber y tiene
mucha merma. Dónde va a parar. Y además, en el campo, creo que son una cosa
tonta, que los coges hasta sin perro ni garrote. Vamos, a mano, que es que no
tienen ni un mal cantazo.
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Bueno, en el Pirineo creo que hay otra variedad del
terreno y también muy apreciada: el gamusino becado. Que allí la conocen desde
siempre.
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Sí, eso es verdad. Pero ése se cría a más de tres mil
metros de altura, en la linde con Francia, y claro, no compensa, porque si te
pegas la pechá de subir y luego, por un casual, no ves ninguno, pues has echao
el día de cojones.
Tras cenar en el bar, dejamos a
los parroquianos del pueblo documentando al rumano sobre la caza nocturna del
gamusino. Como de costumbre nos vamos a dormir a la furgoneta y dudamos de que
nos hayan dicho la verdad sobre la pista que lleva a Grado del Pico y su
distancia.
A la mañana siguiente no
madrugamos porque la distancia a recorrer no lo merece. Al salir del pueblo,
por si acaso, preguntamos a dos mujeres si por la pista que vamos a coger vamos
bien a Grado.
-
Huy, ya lo creo. No tienen más que seguirla y en cuanto
lleguen a aquel monte no hay más que bajar.
-
Muchas gracias.
-
No se merecen.
La pista de tierra, al poco, está
cruzada por una cancela. Abrimos y cerramos, como es la costumbre y continuamos
por una pista que ahora está alfombrada de cascajo de piedra para que el agua,
cuando caiga, no interrumpa el paso rodado por ella. Hay decenas de vacas en
las praderas.
Poco a poco vamos dejando el
pueblo atrás y el cerro pelado del Castillejo a la izquierda. Topamos con un
conglomerado de vacas en mitad de la pista. Hay dos vaqueros, al otro lado de
una alambrada, que acaban de separarles de sus terneros. Las vacas mugen sin
consuelo llamando a éstos y se agrupan obstinadas junto al alambre espinoso que
les separa de ellos.
Uno de los vaqueros, al ver que
nos acercamos, sale del cercado y, girando la garrota en una mano, amaga a las
vacas y hace que éstas lentamente abran paso. Como toda precaución es poca
entre gente tan burlona, repetimos la pregunta.
-
Nos podría decir si vamos bien a Grado del Pico.
-
Claro, hombre. Claro que se lo podría decir.
-
Pues, hombre, díganoslo. ¿Vamos bien o no?
-
Si no dejan la pista, sí.
-
Es que hay más pistas.
-
Sí, por allá salen varias, pero ustedes no dejen esta.
No tiene pérdida, siempre subiendo. Luego ya, más que dejarse caer y a Grado.
-
Muchas gracias.
-
No corrían prisa.
Seguimos la pista y vamos dejando
atrás espléndidas praderas y más vacas. Las praderas se van estrechando y
llegamos a un paso en forma de embudo, arriscado a la izquierda y con una ladera
muy pina a la derecha. Hay una subida fuerte pero que no parece muy larga.
También aparece otra cancela que abrimos y cerramos al pasar. Al cabo de un cuarto de hora descumbramos y
damos con la otra vertiente. El campo cambia y ahora la vegetación apelmazada y
agreste puebla ambos lados del camino que baja a Grado. Al fondo se ve la gran
montaña que da apellido al pueblo.
Todo es bajada. Al principio muy
pronunciada y luego más atenuada. Hay mucha maleza en el barranco de la
izquierda. Parece una zona de pastos abandonada. Aquí y allá se ven chabolas de
pastores hechas de pizarra y cerradas llenas de aliagas y estepas que
claramente demuestran su falta de uso. Sólo al final de la bajada, ya cerca del
pueblo, hay un par de tainas grandes con cubiertas de teja roja que aún se
mantienen en pie. Hay también algunas praderas. Pero sólo en una de ellas
pastan media docena de caballos. Entre las praderas y el comienzo de las
laderas pobladas de maleza saltan, con su ruido metálico y vibrante, un par de
bandos de perdices. Parece que las perdices sobreviven en estos parajes
aislados y perdidos mejor que en muchos cotos de postín.
Atravesamos el río de agua clara
y abundante, que nace poco más arriba, y no vemos a nadie. Sólo un letrero de
madera indica a la derecha “Senda de los Caracoles”.
Los pitidos estrepitosos de una
furgoneta rompen el silencio e indican que el panadero o algún vendedor
ambulante ha llegado al pueblo.
Atravesamos la desierta población,
cuesta arriba, hasta llegar a la iglesia. Es románica con una bonita arcada
tabicada para hacer una capilla y los capiteles que quedan a la vista nos
parecen hermosos. Las casas tienen las puertas cerradas y casi todas tienen un tablero
adosado en su parte inferior por si baja fuerte el agua por las calles.
Un hombre con un mono blanco está
pintando la puerta de la iglesia y, se conoce que aburrido de no ver a nadie,
nos dice si queremos ver el interior. Todo es un pretexto para echar un cigarro
y charlar un rato.
El pintor resulta ser un tal
Pacomio que vive en Cantalojas y que nos dice que, en realidad, no hay 8 kilómetros sino 10 entre ambas
localidades, que lo tiene bien medido con el cuentakilómetros del coche, y que
más vale que hayamos traído algo de comer porque allí no hay taberna abierta.
También nos dice que lo de La Senda de los Caracoles es un complejo de esos
modernos y que por ahí hay algún folleto del lugar.
Comemos queso con pan al lado de
la fuente que hay en la plaza del pueblo. Luego localizamos uno de los folletos
junto a una puerta y, gracias a él, nos documentamos. La Senda de los Caracoles
se anuncia como un hotel rural SPA con encanto. Hay que ver cómo la cursilería
no respeta siquiera estos desiertos. Qué encanto de mundo.
El negocio ofrece, como su nombre
indica, SPA, pero complementa esta sucinta información con el ofrecimiento de:
hidromasajes, aromaterapia, masaje relax, exfoliante corporal con envoltura en
café, cereza, chocolate, algas o barro más hidratación corporal, circuito
terapéutico, drenaje linfático, tratamiento anticelulítico reductor,
tratamiento de piernas cansadas, reflexología podal y tratamiento facial regenerador
y equilibrante y, además, piscina activa, jacuzzi, nadadores contracorriente, parafango y
cascadas.
El contraste entre estos parajes
desolados y los servicios del hotel hace que nos entre la risa simultáneamente
tras unos segundos de tenerla contenida. Decidimos renunciar a las cascadas y al parafango, y a
todo lo demás. Nos imaginamos a los pastores que un día habitaron el pueblo
disfrutando de estos modernos tratamientos. Aunque antes, a lo que más se
llegaba, en caso de extrema necesidad, era a meter los pies en agua de sal. Qué
ordinariez, por Dios, qué ignorancia y qué falta de refinamiento, qué desdén al
progreso. Así va el país.
Desandamos el camino a Cantalojas
y nos dura otras dos horas, como el camino de ida. Comemos en el bar Plaza, donde
nos dan lo que tienen casi a las tres de la tarde. Las raciones de gamusino se
les acaban de agotar.
4 comentarios:
Esta entrada me provocó sensaciones encontradas. Una, sentí empatía con las vacas mugiendo sin consuelo. Créeme, pude entenderlas. Luego solté la carcajada cuando leí lo de la ordinariez, ignorancia y falta de refinamiento. Menos mal que los masajes del lugar no incluían "final feliz"
Creo, Insumisa, que, al contrario. El final feliz queda empañado por unas tarifas altas, una comida mediocre y que te traten como si hubieras nacido ayer. Sólo los parajes que rodean al complejo hostelero-medicinal ayudan un poco.
oh, yo también caí en la trampa de los gamusinos, cuando era una adolescente. parece que hay gamusinos por toda la geografía española!
;-)
me admira como eres capaz de describir el paisaje, sin aburrir y lo suficiente para imaginarlo... yo eso lo arreglo con dos fotos :-)
Me encantó.
lo de los spá para los de la capital que buscan la tranquilidad del campo envueltos en albornoces y envolviéndose en barro, están a la última
Claro, Zeltia, los gamusinos son uno de los nexos de unión de las Españas. Un patrimonio cultural común, que une a este inmenso país de naciones con identidades propias, distintas y tan bien definidas. El gamusino une mucho.
A fuerza de caminar tanto por el campo, lo que no escribes se te mezcla con otros recuerdos. Y cuando pasa el tiempo tienes ya un berenjenal en tu cabeza que no conoce lindes ni orden.
Si supieras, todo eso de los barros y el parafango cómo me descompone.
Me alegra que te guste el relato.
Bicos.
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