Cantalojas (Guadalajara).- 1314 metros de altitud // 172
habitantes
Majaelrayo (Guadalajara).- 1185 metros de altitud // 62
habitantes.
Distancia entre ambos pueblos.- 23 kilómetros.
Duración de la marcha.- 6 horas.
Fecha de la marcha.- 11 de Septiembre del 2012
Temperaturas.- Entre 10 y 26 grados
Cantalojas (⇨ 3) Casa forestal
(⇘ 1,9) Río Lillas (⇗ 2,7) Pradera (⇘ 1,3) Puente (⇗ 2,9) Pradera (⇘
2,5) Río Sonsaz (⇗ 1,5) Última subida (⇘ 7,2) Majaelrayo
Canta el gallo, pero el bisbiseo
del despertador se le ha adelantado. Nos vestimos y organizamos la furgoneta
con la torpeza de la somnolencia. Luego nos lavamos en la diminuta pileta del
fregadero. Hacemos café y desayunamos lentamente para que nos dé tiempo a
volver a la vida y, al día, le dé lugar a empezar a clarear.
A las siete menos diez dejamos el pequeño hogar motorizado, donde hemos dormido, cerca del hostal que hay a la
salida de Cantalojas. Aún es de noche. Los ojos se nos irán haciendo a la luz
creciente del amanecer que nos iluminará por la espalda.
Al principio el camino es una
carreterilla que va en dirección al hayedo de la Tejera Negra. Asciende ésta
tan lentamente como la luz del nuevo día le araña el sitio a la oscuridad.
Algún mastín de los vaqueros sale al paso, pero nuestra impavidez y el garrotón
que cuelga de mi muñeca le hace entender, sin más señas, que sólo somos
caminantes decididos pero inofensivos.
Las extensas praderas, moteadas
de pinos gruesos y retorcidos y tapizadas de pasto crujiente por lo seco del
verano, nos ofrecen las vaharadas del olor profundo y resinoso de las coníferas
viejas. Son algo más de tres kilómetros hasta las casa de los forestales. Aquí
la carretera muere. La pista de tierra blancuzca que sale a la izquierda va a
Majaelrayo, la de la derecha continúa hacia el hayedo de la Tejera Negra y al
paso viejo de Puerto Infante. En la primera, un pequeño indicador de madera
señala 20 kilómetros
a Majaelrayo. Es la que tomamos.
A partir de este punto la pista
desciende despacio. Con las piernas ya calientes, la suave bajada invita a la
conversación. Reparamos en que hablamos bajo, debe ser para no romper el encanto silencioso del paraje.Tras casi dos kilómetros llegamos al río Lillas que, pese a la
sequía, baja agua y que cruzamos por el bonito puente de pizarras. Queda a
nuestra derecha un conglomerado de tainas viejas con una punta de vacas coloradas
y negras que se desperezan.
A la izquierda de la pista
dejamos un viejo campamento, en desuso, que tiene las cocinas y los servicios
abandonados en una vieja casa rectangular, aún en pie y con cubierta, y el
comedor al aire libre sin techo y con las mesas y bancos de madera retorcidos,
negruzcos y combados. Más arriba una casa de la misma hechura es, en realidad,
un viejo depósito de agua que surtía al campamento.
Comienza la primera subida. El
apeonar de un bando de perdices nos sorprende en la primera curva y, enseguida,
titubeantes, vuelan y se desperdigan ladera arriba entre robles y jaras.
Apresuramos el paso con el aliciente de verlas de nuevo más arriba. Así es.
Pero la segunda vez, una tras otra, apeonan y saltan en vuelos cortos siempre
ascendiendo.
La subida se va poblando de
espinos, de pirliteros, de jara, de estepas y de pequeños grupos de árboles. El
suelo está tapizado de vegetación. El olor de las plantas se mezcla y, el
conjunto, produce un aroma tan fresco y sutil como inefable. El paisaje, el silencio y la brisa perfumada sobrecogen. La pista serpentea
para ganar altura. Tras más de dos kilómetros y medio de ascensión, y antes de
iniciar una nueva bajada, paramos a contemplar el mágico paisaje que tenemos
ante nosotros. Es una pradera ascendente. Junto a una pequeña caseta de pizarra
un camino sale a la derecha. Un nuevo bando de perdices se escabulle raudo
trasponiendo una loma a nuestra izquierda. Ninguna salta, pero apeonan con gran
prisa hasta que la ladera les tapa nuestra vista. Calculamos que llevamos
andados entre siete y ocho kilómetros.
Al descender de nuevo hacia el
siguiente barranco, dejamos a nuestra izquierda una parte de la pradera
levantada por los jabalíes. Los rodales parece que los ha roturado un tractor.
Tras poco más de un kilómetro
termina la bajada. Lo hace en un puente sobre un arroyo seco.
Comienza otra subida, más
empinada y larga que las anteriores. La vegetación se hace ya espesa y los
pinos se adensan a ambos lados de la pista proporcionando una sombra maciza,
fresca, densa y protectora. Entre las vueltas y revueltas, siempre ascendentes
de la pista, vuelan en algunos recodos las torcaces con gran estrépito y algún
corzo espantado nos regala con su ladra perdida entre la fusca y la masa
impresionante del pinar.
Son casi tres kilómetros
ininterrumpidos de subida. Cuando estamos casi arriba, una pradera se abre paso
entre el tupido pinar a nuestra izquierda. Paramos para recobrar el resuello y
allí, a unos cuatrocientos metros, divisamos un imponente jabalí. Por la mota
que hace, pese a la distancia, suponemos que se trata de uno de esos solitarios
que andan por los cien kilos. Husmea por los grandes escarbaderos que los suyos
tienen levantados en la pradera y, luego de un poco, nos enfila con un trote
decidido que me hace suponer que se nos va a meter encima o a pasarnos muy
cerca. Pero, cuando está a unos cien metros, se desvía en diagonal y desaparece
sin pararse entre lo más cerrado de los pinos.
Llegamos al punto más alto. Hay
otra pequeña caseta de pizarra y una pista forestal surge a nuestra derecha.
Pero nosotros continuamos con la pista inicial y nos disponemos a bajar hacia
el barranco del río Sonsaz.
Son dos kilómetros y medio de
bajada pronunciada. En un tramo, ya más de mediada la pendiente, aparece una
pequeña fuente a la derecha. Es una fuente que desprende un hilo de agua del
tamaño de un meñique desde una piedra en cuña colocada con mimo. Seguramente es
obra de un vaquero cuidadoso. Estas fuentecillas perdidas, pero que alguien
mantiene con esmero, siempre enternecen a los caminantes.
Abajo topamos con el cauce
semiseco del Sonsaz que, a estas alturas del verano, no tiene flujo continuo y
sólo pequeñas pozas guardan ranas y truchas poco más grandes que alevines. Hay,
en este punto y junto al cauce del río, una cabaña y tres mesas de pizarra con
sus bancos. Allí nos sentamos a descansar y a tomar un bocado. Nos da pena
dejar el lugar pero, tras media hora de descanso, emprendemos la marcha
nuevamente. Siguen los pinos densos y algunos sumamente esbeltos en la subida.
Tiene ésta aproximadamente un kilómetro y medio y, a su derecha, mediada la
cuesta, sale otra pista forestal que hay que dejar atrás.
Culmina la subida en una señal de
curvas. A partir de ahí, todo ya es bajada. Primero suave, hasta salir del
pinar, y luego ya más pronunciada pero sin grandes desniveles hasta bajar, tras
algo mas de 7 kilómetros,
hasta el pueblo de Majaelrayo.
Esta bajada tan larga se hace
algo tediosa y, el terreno, ya desprovisto de sombras, propicia más calor. Otro
regato de agua ameniza la bajada. Hay una caseta y un horno de pizarra y varias
mesas de idéntica factura a su lado. Descansamos de nuevo pero poco tiempo,
porque nos comen los mosquitos.
Al llegar a una nueva bifurcación
de caminos, se divisa Majaelrayo, un pueblo de pizarras bajo el pico Ocejón, y perezosamente nos
dejamos caer por la cuesta, ya suave, hacia el pueblo. Es la una cuando
llegamos. Mañana desharemos el camino en sentido inverso. Pero mañana ya será
otro día. Hoy hemos sido felices.
9 comentarios:
Me voy con el velocípedo, luego a la vuelta te cuento una historia cuasilegendaria...
dl·S
d:D´
¡Hombre Soros! que sorpresa ver de nuevo tus sabrosos relatos y más por estas tierras tan nuestras.
Que gran idea hacer esa ruta tan agreste y muchas gracias por narrala.
La vuelta, también será muy interesante.
Un saludo
Disculpadme ambos, pero estoy en una época de mucho viajar y poco escribir y esto hace que tenga los blogs algo abandonados.
Un saludo a los dos y gracias por los comentarios.
pensar en esas cuestas se me ponen los pelos de punta, pero pensar en los bosques ahora en otoño... se me esponja todo.
a veces hago un paseíto de una hora aprox. por los bosques de mi aldea, caminos coincidentes con la vía de la plata, y siempre me acuerdo de vosotros, os imagino pasando por allí, los dos, al mismo paso.
Sí, por fortuna, la vida nos permite seguir al mismo paso. Tal vez por eso las cuestas las aceptamos sin mirar arriba y las entretenemos con el paso pequeño y poco ambicioso del que sabe que ha de administrar sus fuerzas.
La Vía de la Plata, qué lejos queda. Se han pasado ya nueve años como si nada.
el paso pequeño y poco ambicioso del que sabe que ha de administrar sus fuerzas.
recordaré esa frase cuando noto que en las cuestas "me quedo"... y se me olvida quie camino por placer, porque se convierte en una pesadumbre, me cabrea y me pone triste a la vez comprobar mi fatiga.
ya tengo muy gastada la frase de "subir como un viejo para llegar arriba como un joven"
ahora pensaré en la tuya, y tu serenidad. quizá ayude.
el finde próximo iré a Samos, aunque no te lo creas no conozco aquello. tengo intención de hacer una, al menos, jornada de caminante.
a ver.
Uno camina porque quiere. Puede que con la ilusión de encontrar algo fuera o dentro de uno mismo o, quizás, por ambas cosas. El tiempo es secundario.
Caminamos desde Triacastela. Pero siempre eludimos la ruta de Samos. No sé porqué.
Esta es la narración de nuestro primer recorrido:
http://www.atienza.info/camino/textos/Etapas32.htm
Bicos.
¡Válgame! una jornada pacífica y feliz, pero imagino que agotadora.
:)
No creas que tanto, Insumisa. Músculos y huesos también tienen memoria y cuando se les acostumbra a caminar durante horas, lo terminan asumiendo y, si no les fuerzas, dan menos dolor que placer las caminatas.
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