14 febrero 2020

Con el sol


Dormí de un tirón y, en cuanto me levanté, comprobé que la noche de enero le había dejado al día pies de hielo. Ya en el campo, un suave zarzagán prendía la llama gélida del aire, transparente como la de un soplete. Su soflama helada y persistente fundía en lágrimas los ojos, soldaba los dedos y soasaba las sufridas mejillas. Era el alba del domingo 12 y el lento levantar del sol en el horizonte pronto iría elevando los seis grados bajo cero con que se despidió la noche negra.

Este servidor de ustedes barzoneaba lentamente, con la humildad que la justeza de fuerzas imponen al que es viejo. Únicamente la voluntad galvanizaba mis músculos, sacando fuerza de algún combustible secreto que se esconde en la mente. Ansiaba que el sol terminara de salir e irisara de color y de calor el día. La cabeza buscaba un artificio que pusiera alas a las piernas plomizas. Mi cuerpo quería huir del frío, pero seguí adelante, con la certeza de que la poesía (o al menos, la belleza) me pisaba, como otras veces, los talones. La poesía es, en los campos que piso, más abundante y segura que la caza menor.

Inspiro, a tragos pequeños, el aire helado de los montes. Con él, a veces, pienso que me alimento. Sé que en estos desiertos perviven trozos de soledad arrinconados, olvidados por desconocidos que pisaron estos pagos antes que yo. Y busco, casi sin fe, restos perdidos y animales que surjan milagrosamente del seno helado de la tierra. 

Mis pies, dos cansados ya crónicos, de vez en cuando hacen crujir las matas. En el silencio, escucho ese ritmo crepitante con los ojos, curiosos de nacimiento y avizores siempre por costumbre. Pero el viento silba y me distrae. Estas auras sonoras son ásperas caricias que queman la piel y, en las noches que suceden a estos días, al caer derrotado en la cama, las escucho de nuevo y me arrullan con la nana sin letra del misterio. Pero, durante el día, envuelto por las mantas verdes y ocres de los montes, me crean conciencia de aventura, de ser en ellos la pieza atrapada y nunca, jamás, el cazador que la espera a tiro fijo. 

A primera hora dejé atrás los infames Centenales, he cruzado el Barranco de la Franciscona y llego al Arroyo del Hontanar. El pilar del mismo nombre tiene los pilones llenos, pero están helados. Con una piedra de un par de kilos necesito media docena de golpes para partir el hielo.

Continuo, como si no tuviera piedad de mi mismo, subiendo por el Barranco de los Arcos. El ascenso se convierte en el gran espectáculo del día. Sólo falta la caza y sobran esos grupos de corzos de culo almidonado, que se escabullen brincando como sombras locas, saltando los espinos con agilidades que los viejos envidiamos. 

Al fin llego a la cima. 

Estoy en la linde con el Serrallo, palabra que significa harén. Es una zona de antiguos vestigios que ya hacia 1923, cuando hicieron la carretera que, atravesando el Barranco del Hierro, conduce a las Minas (Hiendelaencina), excavó algo el Marqués de Cerralbo. Abajo, cerca de la ermita de Santa Lucía, hay una hermosa fuente romana.

Desde el alto me quedo extasiado mirando tanta maravilla. El tiempo del día naciente comprime la luz y dilata las sombras. Las hondonadas mudan el sonido del viento. Estrenan, cada año, alfombras nuevas. Cobijan igual a la oropéndola, a la víbora, a la liebre, a la becada, a la perdiz, al jabalí, al cuervo, al avanto o al zorro. Acompañan en la soledad. Dan al sol flores y a la sombra líquenes y hongos. Prestan crujidos a los pasos, ecos a los sonidos, misterio al canto de las aves, agua a los manantiales, apoyo al suelo, calor y sombra al mismo tiempo. 

No te molestarán, amigo, estos parajes con su conversación, pero te sugerirán miles de pensamientos silenciosos. Nunca te reprocharán tu ausencia y rociarán de seda refrescante tu mirada. 

Me conmuevo y me dan ganar de quedarme para siempre en la cima del Serrallo. Hacía muchos años que no subía allí y, al dejar el lugar, me asaltó la duda de si no sería la última vez que lo pisara. Ya sabes, las cosas esas de Machado: “…al volver la vista atrás verás la senda que nunca vas a volver a pisar…”

Ahora el hombre que soy, ya viejo (apuesto a que ya lo he dicho), pondera, como si fuera un niño que cuenta sus monedas, el esfuerzo que su cuerpo puede administrar. Pretende calibrarlo, no quiere desfondarse. Delante tiene, como tantas veces, el campo abierto: los barrancos umbrosos y amenazadores, las solanas retadoras de los cerros altivos, allá abajo, la llanura ondulada del páramo y, más lejos, la espesura verde del pinar y el pardo alobado del Marojal. Teme que su ánimo, que se opuso a pasar de los años jóvenes, camele a su mente caprichosa y, el uno por la otra, terminen deslomándole en una caminata fácil para el ávido ojo pero temible ya para las piernas.

Así que voy bajando. La caminata ya dura unas horas. Naturalmente, regreso por otros parajes distantes de por los que subí. Son casi las doce cuando llegó al páramo. Busco mis pasos de otras veces y en ellos me recreo. Pero no veo nada, ni en los sitios más querenciosos. 

El Tango, perro temoso, que no conoce el desaliento, quiebra los hielos con las patas y se bambolea sobre los témpanos que cubren los charcones hasta sacar de ellos el agua que bebe con ansia. Su fe en dar con la caza es mayor que la mía, pues no para un momento de zarcear tozudamente.

Es cierto, el Tango encandilado, palpita y tiembla, enardecido y vibrante de la nariz al rabo, es uno de esos perros borrachos, embriagados especialmente por aquellos olores del campo que a los humanos nos están vedados. El Tango habla continuamente con un lenguaje gestual, de posturas, de aceleraciones y paradas bruscas, de saltos, de muestras persistentes o cambiantes y, a veces, aunque parezca inverosímil, hasta se olvida de ladrar. Traduce, instintivamente, una lengua muda, de aromas, tufos y rastros caprichosos, que, invisible, está escrita en la tierra, en el aire y en la vegetación. Se afana el Tango en recordarme un lenguaje, imposible para mí: el idioma invisible que está escrito en el viento.

A la una estoy junto a los prados más próximos al monte. Y a la vista de ellos, que están hoy ocupados por las vacas, voy recorriendo los terrenos linderos. Con método, busco los lugares donde otros años se desencamó a mi paso alguna liebre. Pero este día los encuentro todos hueros, algunos con una cama bien sobada pero sin inquilina.

Llego a los prados más altos y me meto por ellos, a veces, de entre la media cuarta de hojarasca que los robles tienen a sus pies, me ha sorprendido el salto de la rabona, levantándose, como una aparición, bajo el sil de las hojas que ocultaban su cama. Pero hoy no es el caso.

El Tango, al fin, ha cogido una pista fiable, pero se enfrenta a una gran masa de retamas de la que entra y sale como un loco, marcando una y otra vez aparatosamente, hasta que en la última postura, inmóvil junto a mí, le siento gruñir. Me alarmo. Eso no es normal. ¿Será un zorro, acaso un jabalí?

Al fin, resuelto, se lanza entre la fusca. 

Veo la silueta salir pero, el cuerpo moteado y las rayas de la larga cola, me hacen bajar al instante la escopeta. Una gineta, la primera que veo en varios años. Apenas quedan. Están protegidas y me alegro de verla y de que se vaya sin hacerle frente al perro. El año pasado en el pinar vi también un tasugo (tejón) que se enfrentó con furia al Tango y al que también dejé marchar. Es una sinrazón disparar a estos escasos ornatos de la naturaleza. Pero tampoco es normal encontrarlos durante el día, pues son de costumbres nocturnas. Apuesto a que la caza masiva de los vascos en el monte, ha echado a la gineta de allí.

Pero son las cuatro y media de la tarde y no me explico cómo no he visto perdiz ni liebre y continúo hacia arriba tirando del cuerpo más con la voluntad que con los agarrotados músculos.

El paraje al que llego me resulta propicio pero, al tiempo de atravesarlo, me doy cuenta de lo agotado que estoy, de mi poca capacidad de reacción. Supongo que el cansancio atrofia, además de los músculos, los sentidos.

Es en ese momento cuando el Tango se desvía a mi derecha y sale entre las matas tras una liebre que le saca veinte metros de ventaja. Atarantado por el cansancio me doy cuenta, nada más disparar, que ni siquiera he apuntado. Ha sido como si esperase que el estampido fuese mágico y sólo con su eco rodara la rabona. El tiro no ha hecho sino espantarla y se pierde cuesta arriba, tapada por las estepas, como un rayo.

Tengo que esperar al Tango que la corre hasta perderla.

A las cinco  y media doy vista a la furgoneta. El sol se está poniendo y me doy  cuenta de que es un error apurar tanto los días. He cazado más de ocho horas y, al final, el único tiro ha sido prácticamente al vacío. Me digo que fue un tiro hecho desde el agotamiento. Pero no me consuela la idea aunque sea cierta.

Ceno poco. Caigo rendido en la cama. Al despertar, el lunes, no son agujetas lo que tengo, sino dolor por todo el cuerpo. El ánimo, que no conoce edad, y la mente, que se alimenta de ilusión, me la habían jugado, como temí aquella mañana. Medir el día por su sol.

08 octubre 2019

La España tribal



Estoy contento de vivir en España. No es que sea mejor ni peor que otros países (al menos de entre los europeos), pero me encanta su clima y la familiaridad y simpatía que usualmente tienen mis compatriotas. Por otro lado, el derrotero homogeneizador de la Historia hace que la mayoría de los países democráticos tendamos a parecernos cada día más. Y, tal vez, también los que no son democráticos, pues da la impresión que iguala más el capitalismo que la democracia. Y, además, está más extendido que ésta.

Creo que hemos tenido suerte, al menos durante los últimos 80 años, pues no hemos sufrido guerras. Aunque también es cierto que de estos años vivimos 35, aproximadamente, en una dictadura y los 45 restantes en una democracia en constante desarrollo (sino, por otro lado, de toda democracia). Probablemente la paz que disfrutamos durante la dictadura fue a costa de “no meternos en política” y vivir en un estado de sumisión y acatamiento para evitar males mayores. En los años de democracia hemos podido tener partidos, sindicatos y un conjunto de asociaciones que nos han permitido ser más libres, dentro de la relativa libertad que permiten los complejos equilibrios de los Mercados, el Estado propio y los Estados próximos y lejanos.

También nos integramos en la Unión Europea, cosa que ha aumentado nuestro nivel de vida y ha mejorado nuestras instituciones a la vez que, necesariamente, ha limitado nuestra autonomía como país soberano pues, a nuestras propias leyes, hemos añadido la legislación europea y la moneda única. Y ahora, además de nuestro Estado, tenemos también que estar pendientes de las decisiones de los otros Estados socios. Pero parece que, para bien o para mal, el mundo se está globalizando paulatina e inexorablemente, sin que las reticencias de algunos Estados puedan, al parecer, evitarlo. Puede que la economía global haya engullido el poder de los Estados y les haya convertido, de mandatarios, a simples y tímidos reguladores de la relación entre los Mercados y los ciudadanos.

En España, al llegar la democracia, que hago coincidir oficialmente con la Constitución del 1978, abandonamos la organización política centralista que había sido un eje de la Dictadura. Y, los partidos y personalidades que elaboraron la Constitución en aquel año, decidieron estructurar España en 17 autonomías y algunas ciudades autónomas. Al parecer, esta manera de organizarse pretendía evitar los viejos conflictos de partes de la Nación con el todo y de éstas entre sí. A cambio se establecían unos principios de solidaridad y de lealtad entre las partes de ese conjunto y hacia el Estado español, como entidad unificadora y común de las diversas autonomías.

Probablemente, hoy en día, no se necesitarían 17 parlamentos y el aumento proporcional de personas dedicadas a la política que esto lleva consigo. Pero, sin embargo, la nación española ha funcionado bien hasta hace poco y ha podido soportar económicamente esta estructura, tal vez desproporcionada para un país relativamente pequeño que, con los medios actuales de comunicación, podría gobernarse con efectividad desde un solo gobierno. Pero, como actualmente, se considera bueno lo que funciona y España en su conjunto ha progresado, el Estado de las Autonomías que se configuró en la Constitución sigue vigente.

Cada autonomía ha desarrollado sus lenguas, su cultura, sus tradiciones, sus costumbres… y todos parecíamos felices en nuestras pequeñas patrias que rememoraban, en cierto modo, la estructura de los reinos en el siglo XV (aunque esto históricamente no sea exacto).
Sin embargo hoy, siendo fiel a mis observaciones de décadas viajando por España y por Europa, no creo que ninguna de las autonomías españolas presente características que la diferencien esencialmente de otras. Es más, la mayoría de las ciudades europeas han cobrado una similitud repentina en cuanto al comercio, la industria, la estructura social y política y hasta en el pensar y sentir de las personas.

Pero esta es una observación subjetiva que seguramente a algunos de mis compatriotas hoy les ofendería gravemente. Porque una cosa es la realidad y otra el sentir imaginario y colectivo (me refiero a esa especie de credo nacionalista tan intangible y sagrado como los dogmas de las religiones en los que muchos creen irrefutable y ciegamente porque constituyen su fe.)

Al parecer actualmente unos dos millones de personas en Cataluña se sienten tan alejados y distintos de la realidad del conjunto de España que desean constituir una nación distinta, cosa sorprendente para los que conocemos el grado de autonomía del Gobierno de Cataluña y los del resto de comunidades españolas. Y, queriendo pedir independencia, gritan, sin embargo: ¡Libertad! (Como si no tuvieran la misma que tienen el resto de las autonomías españolas y el autogobierno del que carecen otras muchas regiones de Europa).

Los representantes políticos de estas personas en el año 2017 intentaron saltarse la Constitución y su propio Estatuto de Autonomía y organizaron un referéndum ilegal, unilateral y sin garantías. Hubo una lógica intervención policial con violencia un día y en algunos lugares, pero tal vez mucho menor si se compara, por ejemplo, con la que ejercieron sucesivos gobiernos británicos en el Ulster durante años (con entrada del ejército), o simplemente la que ejerce el actual gobierno francés con los chalecos amarillos o hacia la total oposición a la autonomía de Córcega (que demanda algo muy inferior al grado de autonomía que poseen las distintas comunidades españolas).

Pero, a raíz de estos hechos, comenzó una guerra de propaganda en la que el separatismo pretendía  mostrar como intolerante y fascista al gobierno que pretendió salvaguardar la ley frente a los que la vulneraban. Se calificó a los que escapaban de la justicia al extranjero como exiliados políticos y a los detenidos, resultantes de las distintas actividades contrarias a la ley, como presos políticos. También se criticó, como persona no neutral, al Jefe del Estado por ponerse al lado de la Constitución, como, por lógica, parecía obvio que debía hacer.

En descargo de los separatistas hay que decir que, salvo en contadas y particulares excepciones, no utilizaron la violencia física, aunque sí provocaron disturbios, cortes de carreteras, intentos de ocupar el Parlamento catalán, pintadas en sedes de instituciones contrarias a sus pretensiones y uso de símbolos independentistas en entidades públicas pertenecientes a todos y también acosos a algunas personas. Es decir, distintos tipos de coacción, sólo destinados a amedrentar a los demás, pero sin llegar a herirles físicamente.

Hoy continúan defendiendo que el separatismo no es violento y que, por lo tanto, la preservación de la unidad de España tampoco debe serlo. O dicho de otro modo, sostienen que si la legalidad se rompe sin violencia, la ley no tiene derecho a usar la violencia contra ellos. Y, por tanto, consideran represivo incluso el juicio que se está haciendo contra los implicados en los hechos de 2017. Es decir que si alguien, por ejemplo, te roba sin violencia, amablemente, en plan lúdico, no sólo no tienes derecho a defenderte, sino ni siquiera a llevarle a los tribunales. Un modo de criminalizar la ley. Si este criterio triunfa, tal vez la delincuencia alcance innovadores métodos en el futuro cercano.  Puesto que se da por sentado que todo lo que se hace pacíficamente es lícito.

En las siguientes elecciones generales hubo, por primera vez, más de 2,5 millones de votantes al partido VOX, que llevaba en su programa algo inconstitucional: la desaparición de las Autonomías. Probablemente, muchos más ciudadanos piensan hoy así, pero esos dos millones y medio lo desean explícitamente. Aunque todos suponemos que, si VOX plantea ese extremo en su programa electoral, se está planteando hacerlo previa modificación de la Constitución y no pacífica, lúdica y unilateralmente como los separatistas reclaman su “derecho a decidir”, no contemplado tampoco en la Carta Magna.

Hasta ahora los hechos dicen que los de VOX, pese a sus pretensiones, no se han saltado la Constitución y, sin embargo, los separatistas, sí.

Aunque me temo que a muchos ciudadanos les den tanto miedo los unos como los otros.

En al proceso global que la Humanidad está experimentando hacía la unificación progresiva, no le encuentro sentido a todo esto. Pero como la Historia es imprevisible, el sentimiento tribal produce miedo.

31 marzo 2019

Último domingo (2018-19)



El viejo, frecuentemente desvelado, se levanta ese último domingo de caza bastante antes de que amanezca. Se sienta en el sillón de siempre y, entre dos velas, se pone a pensar.

El perro gime en la cuadra en cuando le siente:
¡Cállate, Tango, que aún no es hora!

Por primera vez en los últimos años, el viejo, se cuestiona dónde está. Y se refiere a su país. Está cansado de oír, durante lustros, a los vascos y, más recientemente, a los catalanes, reclamar su derecho a ser una nación independiente. Pese a ser las regiones más prósperas, algunos se quieren ir de España. Y el viejo no lo entiende. En España hace 80 años que no hay guerras. Piensa el viejo que, quizás, sea la suya la primera generación en siglos que no ha conocido la guerra, los desastres y las hambrunas. Sus padres las vivieron, sus abuelos también las conocieron y, mirando hacia atrás, no sabe a cuántos siglos se remontan las generaciones que no existieron sin vivir guerras y secuelas de ellas. Posiblemente ninguna. Al viejo le parece que la última Constitución les dio, a todos los españoles, la facultad de tener un gobierno propio, de desarrollar al máximo sus entidades y culturas, de usar y proteger los idiomas propios. Y no entiende que, cuando mejor les va a todos ellos, exista ese afán por la disgregación. A lo peor, es que el mayor problema de los españoles ha sido siempre esa dificultad por reconocerse a sí mismos como tales.

Pero el viejo constata cada día en su propio vivir, cómo hay zonas de España que, aunque no hayan tenido ni tengan ningún afán secesionista, están ya, de hecho, separadas de la nación por el abandono y el descuido. El viejo viaja y, a veces, caza por algunas provincias: Guadalajara, Teruel, Soria, Cuenca… y los expertos dicen que, en conjunto, hay unas diecisiete o más provincias españolas que se están quedando despobladas, olvidadas, vacías. O mejor, vaciadas. Algunos literatos llaman a esa amplia zona “La Laponia Española”. Esas comarcas rurales no quieren separarse de la Nación pero, de hecho, ya han sido disgregadas de ella por el abandono y la indiferencia de la España ciudadana y próspera. Y el viejo se pregunta si, siendo de Guadalajara, una de las provincias más abandonadas, se puede seguir sintiendo español. Llega a la conclusión de que eso no es posible, él ya no es un español de hecho, si acaso, lo será de derecho. Que a los de la provincia de Guadalajara, y de esas otras que padecen idéntica despoblación y abandono, ya les han echado de España a su pesar. Como tantos, el viejo, se siente ajeno a España, no por secesionista sino por excluido. La suerte de España es ajena a su terruño abandonado y él, por tanto, en nada se siente ya partícipe de los intereses de una Nación que ignora su tierra despoblada, en su día, en pro de otras. Las secesiones tienen muchos voceros, pero el abandono no tiene voz y, si la tiene, es tan ronca y tenue que nadie la oye. Y el viejo, en su caletre, dice adiós en silencio a esa España, de las grandes ciudades, que ha vuelto la espalda a los olvidados, cuyos hijos se fueron a levantar otras regiones, y, como trastos viejos, han quedado a su albur en pueblos desolados. Adiós mi España querida, ya no te perdono la ingratitud y la desidia, piensa el viejo, al amanecer en el desolado pueblo castellano que, un día, fuera el más poblado de la sierra norte de Guadalajara, al pie del inhóspito Sistema Central.
Mientras, los algarazos de aguanieve chocan con los cristales del balcón como helados granos de arroz con los que el viento juega. Fuera todo es oscuridad, silencio, ruina, vacío y piedra helada. La España que sólo existe en la memoria.

Los últimos días ha estado nevusqueando y el campo, sin estar cubierto, está relleno a trozos por los torbellinos de viento, de algarazos de nieve helada que se ha condensado en granos de hielo como semillas coriáceas de matalahúva o de mostaza. El viento es más fuerte que ningún día y lanza esos granos helados, revueltos con arena y minúsculas partículas de tierra, en oleadas que levantan todo lo que en los campos está depositado, como si los barrieran sin descanso y movieran todo ese material suelto y ligero de un lugar a otro.

El viejo ya ha notado, cómo no, la fuerte ventisca. Pero, mientras se acerca con el coche al cazadero, observa con alarma como la temperatura es de -6ºC. Se empieza a preguntar si será capaz de resistir esa aspereza, seca y dura, cuyo efecto se potencia por el salvaje vendaval del viento norte. ¿Cuál será en el exterior lo que los meteorólogos, tan cursis ellos, llaman “la sensación térmica”?

Piensa el viejo que, por clima, es el peor día de la temporada con diferencia. Un día de invierno de los de antes, donde lo mejor era quedarse en casa junto al fuego y meterse al cuerpo un par de chorizos de la olla y un buen vaso de vino para desayunar.

Pero, también, es el último día de caza de la temporada y el viejo no quiere rajarse de antemano. Que sea la atrocidad del clima la que le devuelva a casa, si no puede aguantar, pero que no quede por él el intentar cazar.

Cuando el Tango y él salen del coche y se ponen a la tarea, hay un viento que casi les tumba. El avance contra él, a la fuerza, es sesgado. Las manos se hielan, la cara también, los ojos lloran, y la sensación, en todo punto descubierto de la piel, es la de laceración por los materiales que el vendaval arrastra y que, como puntas de alfileres, se clavan en la cara y en las manos. Los ojos han de llevarse semicerrados a la fuerza y mirar de vez en cuando al suelo para no esvararse y romperse la crisma.

Al cuarto de hora el viejo está a punto de volverse al coche y alejarse a toda prisa de la angustia de ese día de perros. Porque, además, y por otro lado, piensa: ¿Dónde coño podrán refugiarse los animales en un día como éste?

Al Tango se le vuelan las orejas pero, pese a todo, se encaminan al Cerro del Repetidor. El cerro está batido salvajemente por el viento huracanado. Nada ven en él ni en sus contornos. El viejo supone que a las perdices se las llevaría, si salieran, el arrastre del vendaval como peleles sin dirección fija.

A las dos horas han regresado al punto de partida. Están de nuevo junto al coche con la tentación, que no abandona al viejo, de marcharse. Se refugian del viento tras de él, dudando entre perseverar o largarse de una vez.

Se le ocurre al viejo que sería bueno bajar a la olla de la Mimbrera, por si allí el vendaval se viera sujetado por las laderas que rodean al bacho. Pero no es así, el viento norte bate la olla de la Mimbrera casi con la misma fuerza que arriba, pues no hay allí ladera que haga de muralla para el potente zarzagán. Por otro lado, no ven nada. Qué coño iban a ver, si bastante tenían con mantener la vertical y los ojos abiertos.

Vuelta a subir y de nuevo junto al coche a la hora y media. De nuevo la tentación de plegar y marcharse a la cálida casa del pueblo. Pero cavila el viejo, y se da cuenta de que sólo hay una vaguada al sur que, por ser muy baja, y estar protegida, por el páramo y los altos del viento norte, podría dar cobijo a la caza. Al fin y el cabo son como nosotros, piensa el viejo, animales de sangre caliente y, puede, que hayan hecho lo que los humanos hubiéramos hecho en su caso: buscar el punto más bajo, dando a la solana, y protegido de los vientos.

Pero, para llegar donde ha pensado el viejo, hay que atravesar un largo páramo de pequeñas alcarrias, o sea, con llanos superpuestos con pequeñas diferencias de altura. Es una zona descubierta, de yecos y sembrados, con sólo algunos zarzales tupidos y aislados. Y sólo después de atravesar esa zona, el terreno comienza a bajar y a bajar hasta llegar casi a un barranco por cuyo fondo va la carretera. Es el único punto donde, en ese día aciago o “aciágalo” como dicen los del pueblo, se le ocurre al viejo que pueda reinar algo de calma.

Van deambulando por el páramo casi arrastrados por el viento, cuando al Tango le llega algún efluvio y comienza a caracolear siguiendo rastro y a marcar de vez en cuando. El viejo no puede creerse que haya algo por allí. Pero de debajo de un zarzal espeso, sale el bando de perdices que, inmediatamente, se deja llevar por el vendaval. Gasta el primer tiro el viejo en tirar a una que se aleja como un reactor. Marra. Pero, para su sorpresa, cuando cree que han salido todas, una se le mete encima, le sale a la cara. Tal vez despistada por el fragor del viento, le pasa por encima de la cabeza. El viejo sabe que tiene que reportarse que, si la deja pasar y la tira de culo, es fácil que se quede con ella. Pero, ay amigo, los impulsos le traicionan y apenas le ha rebasado, sin dejar distancia, le tira el segundo tiro. Sabe que la ha marrado por precipitarse e, intuye también, que ese día ya no volverá a tirar a perdiz alguna. Se queda mustio porque sabe que ha perdido sus oportunidades y que, días como esos, no suelen ofrecer ninguna otra más. Especialmente a las perdices.

Va mohíno pero, al final, se acaba el páramo. El terreno comienza a descender y, a medida que lo hace, el viento se atenúa. Las previsiones se van cumpliendo. Sigue bajando y, cuando llega a las primeras matas, una liebre se arranca y dobla tras un matojón grande sin darle siquiera tiempo de apuntar. Pero dispara y marra el tiro. La liebre ha sido fulminante, vista y no vista. Pese a marrarla el viejo no se culpa, como pasó antes con las perdices. Esta no le ha dado tiempo ni de darse cuenta de que salía.

Pero le ha parecido un buen síntoma. Ahora tiene todo el barranco por delante. Y, efectivamente, es el único punto donde el viento se encuentra muy atenuado. Pero la ladera es grande para uno solo. Así que sabe que tendrá que recorrerla varias veces, bajando más cada vez y, desde luego, si en ese lugar no ve nada, sólo le quedara ya marcharse a casa.

En la primera vuelta no ve nada. Pero en la segunda le sale una liebre de un surcón causado por la erosión, la ve cuando se le tapa tras una carrasca pero, al vislumbrarla entre sus ramas, tira el viejo sin mucha fe, pero la ve revolcarse al otro lado y el Tango la trinca en un segundo. En un día así, el viejo con la liebre ya se conforma.

Pero sigue y sigue y ya, en la última pasada, la más baja que da, porque le tiene respeto a la zona de seguridad que impone la carretera, entre unas carrascas marca el Tango. La liebre le sale de las narices y tanto que, como en alguna otra ocasión, el perro hace hilo con ella y no puede tirar el cazador. Pero súbitamente la liebre pega un quiebro, deja muy atrás al perro, y se cruza a un sembrado que va en dirección a la carretera. Atravesada y sin obstáculos por medio el viejo la revuelca al primer tiro. Y recuerda a su amigo, el Colás, ya viejito y en una residencia: “¡Papo, Sarvi, atravesá y en una terronera! Sólo la faltao decirte: ¡Sarvi, mátame!”
Son las dos cuando llega a casa. Por último ha terminado la temporada mejor de lo que pensaba. Otra temporada más y, también, otra menos.

28 marzo 2019

Duodécimo domingo (2018-19)



El tercer domingo de enero el término amanece cubierto por cuatro dedos de nieve.
Estando todo el terreno tapado por la nevada, los animales no pueden desenvolverse normalmente, así que, a esos días, entre otros, se les denomina popularmente “días de fortuna”  (para el cazador, claro) y no se puede cazar.
Pero, aunque se pudiera, no se debería, pues los animales dejan rastros notorios y su capacidad para alimentarse, volar, correr o defenderse, en general, se ven mermadas. Especialmente si se trata de caza menor.
Claro que, en aquellos lejanos “años del hambre”, todo el mundo aprovechaba esos días para hacerse con alguna perdiz o alguna liebre simplemente ayudado por perros pues, la mayoría, carecía de escopeta. Y es que, cuando hay hambre, se borra toda noción de deportividad. Por cierto, palabra esta última, que en aquellos años ni se conocía.
Ante estos imperativos, el viejo es obediente y comprensivo y se resigna a perder un día más de caza. O sea, que como todo ser bien alimentado, al viejo  le sobra deportividad.

ÚLTIMO DOMINGO DE ENERO (2019)

Ya, la víspera del cuarto y último domingo de enero, corre un ventarrón recio al anochecer. Un vecino ve al viejo cargar en el coche la jaula del perro y, con la socarronería del labrador que es, le dice:
-Sí, tú prepárate, prepárate. Que, como mañana corra este vendaval, vas a cazar tú “cabecitas de hostias”. Menudo tiempo de asperura está.
-Bueno, mientras no llueva o nieve, saldré por lo menos a dar una vuelta.
El viejo prefiere callarse lo que piensa porque, además, maldito lo que le importa al labrador.

Sin embargo, el viejo en su caletre, contrariamente a lo que muchos cazadores opinan, tiene sus propias teorías sobre los días de viento muy fuerte: Lo primero, es imprescindible tener un perro con tan buenos vientos como el Tango; lo segundo, cazar siempre contra el viento, de modo que éste te dé siempre de cara. Cuando estas dos circunstancias concurren, el perro percibirá la caza a grandísima distancia, pues el viento le traerá los rastros a la nariz.

Se dice que las perdices y, en general, las piezas de caza menor tienen un oído diez veces más potente que el de las personas. En consecuencia, con el viento de cara, los ruidos que puedas producir en el campo se los llevará el viento a tu espalda, si cazas contra él. Los animales puede que no te perciban, al menos con el oído, hasta que te tengan encima. Lo cual te permitirá tiros más cercanos, a las esquivas perdices, que si el día estuviera calmo y de blandura.

Por otro lado, las perdices salen más lentas contra el viento y, si consigues que vuelen contra él, sus vuelos son nesesariamente cortos y enseguida te podrás meter de nuevo encima de ellas.

El único problema es que las patirrojas tratarán siempre de virar cogiendo el viento de cola y, entonces, sólo podrás tirarles una vez, pues cogen velocidades increíbles y pueden llegar volando a vela hasta perderse. Si se te vuelven en un día de fuerte zarzagán, en uno de esos días de asperura, es casi imposible que vuelvas a verlas, al menos, ese día.

Cuando el viejo sale, al amanecer del domingo, el viento arrecia más aún que el día de antes. Ha tirado algún canalón y algún pedazo de cornisa en la calle por la que deja el pueblo. La temperatura es de 0º C y eso, unido al viento norte, le deja al viejo tiritando y con las manos ateridas apenas baja del coche. No usa guantes y sabe que sus manos reaccionarán y se volverán calientes en una media hora. Al menos tiene esa suerte hasta ahora.

Desde el alto donde están amontonadas las pacas de paja, se orienta cara al viento. No ha pasado media hora cuando el perro empieza a marcar pero, de momento, no hay que hacer mucho caso pues los vientos le pueden estar llegando desde doscientos o trescientos metros.

La teoría del viejo se confirma y el Tango le lleva directamente al bando de perdices, Se encuentran éstas en una depresión del terreno poblada de maleza entre dos perdederos, a la derecha, la gran ladera sobre la huerta del Juan Ramón, a la izquierda, el Cerro del Repetidor. El viejo marra los dos primeros tiros, pero la sorpresa hace que la mayor parte del bando arranque directamente contra el viento y van a echarse apenas a ciento cincuenta metros, en unas aliagas densas que hay sobre la pista de tierra que baja a la huerta.

En un momento el viejo está encima de las aliagas y marca el Tango y una perdiz, buscando el viento de cola, le sale hacia atrás, al primer tiro no la toca pero, al segundo, suelta un montón de plumas. No obstante, con el viento a favor, no cae y el viejo con rabia la ve perderse, desapareciendo al dejarse descolgar por la ladera. Tal vez no se mueva de donde caiga o tal vez se recupere. El viejo, pese a ver cumplirse su teoría, no ha empezado con buen tino, nunca mejor dicho, la mañana.

Sin embargo, sabe que junto al camino se han echado más perdices y siguiendo la dirección de éste, pero unos quince metros por encima de él, por entre la maleza, sigue al Tango que no deja de picarse ni un momento. Al minuto saltan varias perdices de entre las espesas correviejas y un par de carrascas, donde hace muestra el perro. Y esta vez sí, cae una al primer tiro. Aunque el segundo tiro, ya con las perdices a favor del viento, el viejo lo marra. El Tango cobra enseguida la perdiz. Son las nueve de la mañana y queda todo el día por delante.

Pero ahora las perdices se han desperdigado (que para eso son perdices) y, para volver a ponerse contra el viento, el viejo sabe que ha de desandar lo andado y llegarse a dos quilómetros, hasta el puntal de Cantaperdiz. Allí volverá a coger el viento de cara y tendrá un largo trecho para cazar de ese modo favorable. Pues, como decía su amigo Vicente Pastor, que en paz descase: “Si las coges con el aire a favor ya mejor ponte a cantar jotas también.”
Mientras baja al puntal, el viejo va pensando en las perdices que podría haber matado en un momento. Y se dice que, llevando buen perro, en cierto modo los días de vendaval también son días de fortuna. Siempre y cuando, claro, no falles tú luego con la escopeta.

Con esos pensamientos y con el recuerdo de su amigo Vicente, baja el viejo, a favor del viento, hasta el puntal sobre Cantaperdiz. Tarda un buen rato porque no quiere asomarse a la ladera y va sorteando pedazos y ligeras vaguadas en las que se para de vez en cuando por si la liebre. Pero, finalmente, llega al puntal sin haber visto nada.

En cuanto lo dobla, ya está de nuevo con el vendaval de cara, mirando hacia el norte y con el sol a la espalda. Todo perfecto para empezar a poner al Tango en posición y que su maravillosa nariz detecte cualquier rastro que el viento le traiga.

Enseguida se excita el perro. Pero el inicio de esa ladera, en la dirección que ese día lleva el viejo, es casi un apretón de monte. El perro se mueve, pero las perdices no levantan, apeonan. Siente volar el viejo a dos, una no la ve, y la otra la marra a buena distancia. Recarga le viejo la escopeta y repara que no siente al Tango. Supone que se ha dado una carrera tras de las perdices. Pero tras avanzar y sortear la maleza que rodea un macizo de marojos, se encuentra al perro inmóvil. El Tango sostiene la muestra, y ni sentir al viejo moverse hacia él le hace pestañear. Piensa el viejo en la liebre encamada entre la fusca que, posiblemente, ni vea salir. Pero el perro se lanza y casi en vertical vuela la becada. Piensa el viejo que, en cuanto remonte los marojos, se dejará caer tapándose al instante y, por eso, y porque la ha visto nítidamente despegar, dispara en el instante justo en que remonta las copas y la sorda cae desmadejada entre la broza. Al Tango las becadas le deben dar un tufo muy especial pues, en cuanto la cobra, se revuelca con ella en la boca y parece que no tiene ninguna gana de dársela al viejo. El cazador le deja solazarse y poco a poco, tras unas caricias, el perro deja caer su presa en su mano.

Casi está tirando más tiros el viejo que a principio de temporada. Eso le anima. Además ya lleva un par de piezas. Y una de ellas es una preciada becada. Antes sólo se veían en el monte, pero llevan unos años que, ante la reforestación natural de muchos parajes del término por la disminución del pastoreo, tienen querencia también en esas espesuras. O sea, más claro, que muchos parajes se han llenado de maleza y de broza, pero eso de “reforestación natural” queda mucho más fino. ¡Dónde va a parar!

Al destino le parece que el viejo ya ha tenido demasiada suerte, así que durante el resto del día no vuelve a ver caza. Y eso que se ha recorrido la linde sobre Cinco Villas, la cuesta de la Mimbrera y, por si acaso, se ha cruzado al cerro impresionante del Calvario. Pero se ve que el viento del norte se ha llevado donde nadie sabe a las perdices que voló en la mañana. Y, como las narraciones de caminatas sin fin no le interesan a nadie, el viejo se las guarda junto con el cansancio y el escozor de ojos que le viene proporcionando el incesante ventarrón.

De regreso, al cruzar la huerta del Juan Ramón, tiene que romper el hielo de la alberca para que el Tango beba y se refresque. Coge luego el camino y se mete por la ladera baja que lo sigue. Pasa por donde, a punta de mañana, mató la única perdiz. Zigzagueando, deja atrás los yecos y sube por la linde de la labor hasta el Alto del Repetidor. Pero quién sabe dónde andarán a aquellas horas las perdices. Cómo no ve nada, se queda un rato oteando desde el teso del cerro, más por descansar que con la esperanza de ver algo.
Pero, de casualidad, ve una perdiz muy lejos que viene, atravesando las labores de no se sabe dónde, con el viento de cola y sin que haya sonado ningún tiro. Se ha echado a casi un quilómetro, justo en el macizo de aliagas de la ladera en cuya cima tiene en viejo el coche. Así que la decisión está tomada. Sin mucha esperanza, de que cuando llegue esté la perdiz donde se ha echado, el viejo enebra hacia el sitio, bordeando la ladera contra el viento y con todo sigilo.

Lógicamente, el perro no ha visto la perdiz. Y, cuando llegan al borde del aliagar de la ladera, el viejo teme que sólo encuentre el rastro. Pero el Tango enseguida se queda de muestra mirando hacia abajo, en dirección al viento. El viejo lentamente avanza entre las correviejas en tensión, pero el perro no se mueve. Sigue bajando el viejo y el perro da cuatro pasos y sostiene de nuevo la muestra. Eso es que la perdiz se ha movido, piensa el viejo. Pero no le da tiempo a pensar más porque la perdiz le sale a unos metros, contra el viento y el viejo antes de que la patirroja doble para ponerse a favor del vendaval se la lleva por delante al primer tiro.

Para ser final de temporada, mejor imposible, El viejo a los diez minutos está llegando al coche contra el que silba el viento. Tiene los ojos muy irritados y le lagrimean. Pero está muy ufano de haber sabido utilizar a su favor el meteoro. Las piezas de hoy van por Vicente Pastor, a su memoria siempre grata.

27 marzo 2019

Undécimo domingo (2018-19)



La helada, propia de enero, blanquea el campo y, al amanecer, le da un aspecto gris que, poco a poco, irá cambiando primero a plateado y después a dorado, cuando el sol ilumine y derrita la escarcha. Es un día frío, claro y sin viento.

El viejo ha dejado el coche en los Azules. Remonta la cuesta con el Tango delante que, recién salido del coche, se detiene, como suele, un par de veces, a vaciar las tripas en cuanto empieza a hacer ejercicio. El viejo se para también para que el perro haga lo suyo sin nervios.

Arriba, en el llano, el viejo ha de decidir la dirección a tomar. Pero esta vez no la toma él. El perro mira al llano y, sin llegar a marcar, observa constantemente y con codicia en dirección al páramo. Avisado por la actitud del perro, otea con atención el viejo y ve, muy lejos, apeonar a las perdices en los eriales del llano, cruzando ya, desde los yecos, a una gran terronera.

El viejo no tiene donde taparse o donde descomponer la figura y, enseguida, ve cómo las patirrojas, huidizas y siempre alerta, toman carrera y saltan todas, casi juntas, en dirección a la ladera, aún umbría a esas horas, que da sobre la linde de Cinco Villas.

El viejo sabe que, si les entra por derecho, saltarán ladera abajo y se le meterán en el término vecino. Y, por eso, decide recorrer a buen paso toda la ladera, pero sin asomar en ningún momento. Tiene que llegar a la punta rocosa y áspera, que da sobre el cruce de las carreteras, y allí meterse, dando la vuelta, a la ladera donde se han echado las perdices. Y ha de hacerlo por bajo para evitar que se le cuelen al término limítrofe. Sabe que, por donde va a llegarse a ellas, las patirrojas no le esperan, pero también se ha pegado una jupa de más de un quilómetro, a buen paso, para ponerse en posición ventajosa. O sea, para cogerlas de pico, como dicen los clásicos y mandan los cánones.

La ladera, en su comienzo, es una masa muy boscosa. El Tango enseguida saca de su cama una corza que escapa a grandes brincos mostrando entre la fusca, a cada salto, su culera blanca. El perro se sujeta al chistar severo del viejo.

En aquella apretura de maleza el Tango se encrespa y se mueve rápido, pero el viejo no cree que sean las perdices, no pueden estar tan cerca. Apenas vislumbra una sombra fugaz entre las ramas y el viejo arriesga los dos tiros sin saber si ha tocado a la becada. Las sordas son ya frecuentes en aquella zona que parece más una mancha para el jabalí. El perro desengaña al viejo, la ha marrado. Pero el viejo no se desanima por ello, los tiros a la chocha perdiz rara vez se hacen con nitidez, su defensa es salir en lo más espeso. Y los tiros a esas aves, en esas condiciones, suelen ser muy inciertos. Otra vez será.

Al final de la mancha, que casi es de monte cerrado, el Tango topa con las perdices, las levanta y el viejo se ve envuelto en ruidos de aleteos pero, por más que fuerza ansiosamente la vista y se mueve a los lados, no consigue verle la mota a ninguna. Y, cuando ya desespera de tirar, siente un último aleteo y vislumbra, por fin, entre dos carrascas el paso de una, casi como una sombra. Tira un solo tiro, casi a tenazón aunque a distancia, porque no le da tiempo a doblar con el segundo. Pero, si la perdiz ha caído, tendrá que decirlo el perro, porque la zona está poblada de leña casi hasta los ojos y el viejo no la ha visto caer.

El Tango se pierde entre las zarzas donde, se supone, que puede haber caído la perdiz. Pero el viejo no tiene certeza de ello. Espera a que venga el perro. Al minuto, sale el Tango por la derecha del cazador pero no trae la perdiz, ¡maldita sea!, pero, sin embargo viene directo al viejo. Quiere que lo acaricie. Y el viejo se da cuenta de que el Tango quiere jugar, como hace algunas veces, porque trae la boca llena de plumones de perdiz.
¡Pero, Tango, esto no se hace. Venga, dime dónde está!
Y el perro moviendo la cola se mete unos metros en la fusca por donde ha salido, coge la perdiz y se la trae al viejo. El animalito, que ha salido así de guasón.

Justo después de salir de la zona boscosa, ve venir al viejo hacia él, a un joven cazador despistado. El viejo da una voz y se da a ver. Es el Rubén, el chico de José. El viejo sale a su encuentro con la escopeta abierta y el otro le pregunta: ¿Estoy en el término o me he salido de él? El viejo le tranquiliza y le dice por dónde va la linde. Enseguida viene otro joven cazador que dice que son tres los que van en mano. El viejo les gasta alguna broma y les dice que acaba de echar las perdices y que, en su opinión, han tirado para el Calvario y que esa es una buena mano para que la cacen entre los tres.

Ya sabe el viejo que se le ha fastidiado la caza en aquel paraje. Ante la adversidad lo mejor es ir cazando hasta el coche y cambiar de lugar. Así que se sube por la cuesta a la Taina de la Mimbrera, recorre la ladera sobre la huerta de Juan Ramón y, apenas ésta termina, le sale, de los bordes de un sembrado, una perdiz a la que los plomos dibujan contra los terrones pero que, bien por la distancia o por el azar o porque lo que le ha parecido ver al viejo fuese un efecto óptico, escapa sin el menor síntoma de estar tocada.

Llega al coche y el viejo decide irse donde los Centenales. Esta zona tiene eriales y sembrados y, aunque los eriales no tienen mucha maleza, en ellos les gusta amagarse a las perdices. El terreno es casi llano y las patirrojas tienen allí mucha visibilidad, para ver y para, también, ser vistas si apeonan o saltan.

Como no sale nada y el perro va cansado, se acercan al pilar de Las Cuevas para que pueda beber el animal. Pero no puede hacerlo antes de que el viejo busque una piedra de peso y rompa el centímetro de hielo que sella el agua.

El viejo está ya cansado y, como aún queda día, comienza a pensar en buscar la liebre. Y, de las Cuevas, se baja a la linde con el Cerro la Horca y, dice linde, porque el cerro está en reserva de caza y sólo se le puede rodear por los bajos. Como no ve nada, se sube por el arroyo, escaso de agua pero muy poblado de maleza, que llaman el Río y que si hay lluvias encauza las del Barranco de la Franciscona y tierras adyacentes. Pero no hay suerte con las liebres ni con las perdices y sólo una torcaz sale de un álamo casi fuera de tiro y se marcha haciendo virajes, seguramente asustada por el silbido de los perdigones.

Por unas antiguas tuberías quebradas que, en su día debieron surtir de agua al pueblo, llega el viejo a una cerrada cuyas cercanías están pobladas de estepas. Por la actitud del Tango que se vuelve loco con el rastro, el viejo está seguro que es perdiz. Recorre tras el perro aquellos estepares. El perro va rápido, cada vez más seguro. El viejo camina prevenido tras él, pues sabe que las perdices, a estas alturas, no se aguantan y saltan lejos. Y así ocurre, cuando va raleando la maleza, salta una bien larga. El viejo apunta bien y dispara con fe. La patirroja cae y el viejo se alarma porque la ve correr. Va aliquebrada. Pero no hay problema porque el Tango la ha visto y a los pocos segundos la alcanza y tras juguetear con ella, cogiéndola y dejándola escapar de nuevo un par de veces, se pone serio y la cobra como un perro con fundamento.

Como son casi las cinco el viejo da por terminada la jornada y vuelve a paso lento, o más que lento, al coche. Otras dos perdices. No se puede quejar. Pero sí que se queja, porque va derrengado. 


26 marzo 2019

Décimo domingo (2018-19)



Es el primer domingo del año 2019. Y, aunque el viejo se levanta temprano tras la noche de Reyes, éstos no le han dejado nada.
Se sienta un rato en un sillón de la sala, pues es demasiado temprano. Piensa en que ya es suficiente con lo que tiene: poder darse, a sus años, esas palizas andando por el campo, ese perro tan obediente y con esos vientos, pendiente siempre de él y, sobre todo, un día de caza, nuevo, todo entero para él.
El viejo, a veces, piensa que todo día en su vida, que no ha sido de caza, ha sido un día gris, perdido, un día sin memoria. Esto se le ocurre de repente, no lo había pensado antes, pero casi cree que es verdad. Y es que, para el viejo, los días de caza son todos luminosos, ganados a la monotonía, ajenos a las tareas rutinarias que, sin pensarlo, todos terminamos por hacer en la vida. Los días de caza son todos inéditos, ninguno igual a otro o, por lo menos, en su anhelo por salir al campo, eso le parece al viejo. Así que su mejor regalo de Reyes es ese día sin estrenar que tiene todo entero por delante. (Claro que, a lo peor, los Reyes Magos de los animalistas al viejo le habrían echado carbón.)

Desde la cuadra, los tenues quejidos del Tango le sacan de sus pensamientos. El viejo, entonces, mira a su alrededor y piensa en cuántas mañanas más, como esa, podrá disfrutar de ver la aurora despertar en el campo. La incertidumbre le deja triste.
Pero, se dice: suspira por la ilusión de hoy y no pienses en ese mañana al que, como todo el mundo sabe, nunca le ha gustado ver a nadie bien. Se avía, se pertrecha y saca al Tango. El primer regalo del día es su abrazo.

Entre dos luces, haciendo crujir las matas heladas a su paso ligero, se encamina al Cerro del Repetidor. Sabe que algunas perdices andan en esa zona, el domingo pasado se lo dejó claro. Que dé con ellas o no, es otro cantar. La mañana está calma y se prevé un día claro. A ver si las veo, se dice.

Esta vez decide coger el cerro a la contra. Desde la ladera que da a la huerta del Juan Ramón se va acercando lentamente al gran cono del cerro. Por la hora tan temprana, no titubea, hace su entrada al cerro por los bajos, apenas diez metros por encima de donde empiezan los rispiones. Y, esta vez, no se equivoca, enseguida se pica el Tango y, tras un ribazo un poco más abultado y con maleza, se arrancan media docena de perdices desde los rastrojos que están a pie de cerro. Salen muy bajas y vuelan tapándose por los espinos de la parte más baja de la ladera. Está a punto de tirar pero se reporta y sólo cuando ya un poco lejos, giran para remontar, tira apuntando y moviendo el brazo en el sentido de su vuelo. La distancia se ha hecho grande pero, casi sorprendido, ve caer a una. El perro no la ha visto y es fácil que la patirroja cayera de ala pero, corriendo, cuenta noventa pasos de distancia y encuentra a la perdiz muerta donde las pajas se juntan con las primera matas del cerro. Son esos tiros tan largos del 20 los que al viejo le levantan la moral y le hace creer que lleva entre las manos un pequeño cañoncito y no una fina escopeta de calibre pequeño. El día no ha podido comenzar mejor.

Vista la dirección de las perdices, el recorrido tras de ellas lo tiene cantado. Primero a la Taina de la Mimbrera, luego a la ladera sobre lo de Cinco Villas y vuelta, cuando llegue al alto sobre Cantaperdiz. Y tan claro como lo tiene lo recorre pero, para su sorpresa, no salta una sola perdiz.

Como ya está en la ladera, donde la semana pasada, al sentarse sobre la gran piedra blanca, le salió la liebre, decide recorrerla despacio pues en ella tienen querencia las rabonas. Sin embargo, aunque recorre con el Tango la ladera en zigzag machaconamente no salta ninguna ni da con rastro de las perdices.

Aparecen entonces tres cazadores en mano en su dirección. Esta vez no se mosquea el viejo, se baja casi a la zona de la carretera, les deja pasar y les da con la mano. Como tiene el coche a menos de un quilómetro se va hacia él y decide cambiar de lugar.

En cuanto llega a la Cerrada del Abogao, deja el coche y se enfila con el Tango al pilón de las Cuevas. Allí el perro se refresca y se da un baño. Luego, muy despacio, bordean las Cuevas y se internan en los apretados macizos de biércoles que van a dar frente a la ladera del Nacedero. No ve nada. Pero, claro, se hace cuenta de que ya estamos en Enero y que las piezas, que nunca sobran en este término, ya van escaseando y están muy fogueadas. Se llega el viejo hasta el otro pilón que hay bajo el Nacedero pues el Tango no para de trabajar y, aunque no ha sacado nada, lleva un palmo de lengua fuera.

De allí suben a lo alto del Barranco de la Franciscona. Es el último lugar donde suelen refugiarse las perdices acosadas, porque la altura les proporciona un largo vuelo, luego de hacer que los cazadores suban por ellas la agotadora cuesta. Pero nada, tampoco las perdices están hoy allí. El viejo decide no ir más allá. Ya está a una distancia considerable del coche.

Se encamina, entre la linde de las matas con lo limpio, a la zona de las Tres Doncellas. La caminata, salvo algún badén, es de bajada y, así, el viejo va descansado viendo las evoluciones incansables del Tango entre las matas.

Llegando a la cerrada de las vacas, el Tango va muy picado, el viejo le sigue a buen paso procurando que el resuello no le altere los pulsos. Pero no son las perdices, cuando están casi encima del prado, el viejo ve perderse a más de cien metros una liebre huída que descumbra.  Duda en tirar pero al final le suelta el tiro del cañón izquierdo. que es que menos abre. No la toca, claro. Una liebre descumbrando a esa distancia era imposible, pero el viejo cree que su 20 tiene los dedos más largos que su vista. Después de haber tirado se da cuenta de que es un iluso. Pero no tiene tiempo de pensar mucho, porque el mastín que guarda las vacas se aproxima ladrando hecho una fiera. Mucho mejor poner distancia.

Se cruza por el gran erial que rodea a las Tres Doncellas. Ya quedan atrás, afortunadamente, los ladridos del mastín. Y el viejo decide bajar hasta el Prao Juanarrón. Pero por allí el perro no se pica,

Saltan el prado y de repente, a los pies de una cerrada muy larga que tiene las paredes medio hundidas y sube casi hasta la carretera vieja, el Tango se interesa. Sube despacio por mitad de la cerrada, sube sin dejar de marcar. Pero nada sale. Es tan larga la cerrada que el viejo ya va casi aburrido del interés del perro. Pero sabe que no debe quitarle ojo de encima, el perro puede que sea terco, pero es seguro. Lo que pasa es que tanto rato siguiendo pista se le hace al viejo exagerado.
Están aún en la cerrada cuando al final de ella, a unos cien metros, saltan las perdices. El viejo no tira porque no tiene sentido. Sofocado se para. Son las cuatro y media de la tarde. No tiene sentido subir a donde estaban las perdices, ya ha subido el Tango y no hay ninguna más. Piensa el viejo, mientras regresa el Tango, que esas perdices, que él buscó en la mañana habían cruzado la carretera y se habían refugiado allí durante todo el día. Porque ese lugar no es habitual de las perdices, de hecho, si no hubiese sido por el perro no habría el viejo subido allí.

El viejo observa cómo se acerca el Tango cuando, de la mata al pie de un marojo aislado que tenía a un par de metros, se arranca una perdiz como una bala. Se sobresalta el viejo por un aleteo tan fuerte, tan cercano y, sobre todo, tan inesperado, después de toda la operación.
Piensa que esa perdiz no puede escapársele. Se precipita con el primer tiro y la falla, afina con el segundo y no cae. El viejo no se lo cree. No quita ojo a la perdiz que se aleja. Le parece imposible haber fallado. Pero a los trescientos metros la perdiz hace la torre, cae a plomo, y el viejo respìra. Esta vez no tiene pérdida, el lugar en el que ha caído apenas tiene cuatro matas. Va hacia allá sin quitar los ojos del lugar. Sabe que las distancias engañan. Pero según llega la ve muerta, El Tango se anticipa, la marca y enseguida la cobra.

En el regreso al coche nada más ocurrió. Pero el viejo iba ufano con sus dos perdices y tan contento iba que le vino a la cabeza el refrán: “Quien mata perdices en enero, las mata el año entero”. Era un refrán que le halagaba la vanidad, así que decidió creérselo. Su abuela había muerto hacía ya muchos años.

24 marzo 2019

Noveno domingo (2018-19)



Es el penúltimo domingo de diciembre. Las heladas han devuelto un cierto orden al campo. Ya no hay seteros ni niscaleros, las rosadas han sofocado la germinación de cualquier hongo, y sólo el ruido de las matas heladas crepitando bajo los pies acompaña al viejo y al perro en su marcha mientras amanece.
La soledad y el silencio entre dos luces y la mañana sin viento, pero gélida, hacen las delicias del viejo.

De la parte baja del Cerro del Repetidor, vuelan las perdices. Ha tenido suerte al dar con ellas a punta de mañana. El viejo y el Tango las siguen hacia la Taina de la Mimbrera y las vuelven a echar aunque, como antes, sin poder tirarles.
El viejo va contento porque va el bando entero. Pero ahora tienen una ladera amplia y muy boscosa por delante y teme que allí les cueste dar con ellas.
Aunque el último vuelo de las patirrojas parecía indicar que volaron a la parte alta, el viejo prefiere bajar a media ladera intentando que el bando no  se le dé la vuelta.
De abajo a arriba va buscando a las aves entre la espesura que comienza a ser difícil de atravesar y en una parada, siente con nitidez su canto gangoso arriba del todo de la ladera. Las precauciones del viejo han sido vanas, pues las perdices están donde se esperaba.

Sin embargo, en cuanto se acercan al borde alto de la ladera, ve el viejo cómo el bando entero vuela espontáneamente ladera adelante, internándose en la parte más boscosa y tupida de un gran carrascal con el sotobosque lleno de maleza.
Las perdices han volado tres veces sin deshacer el bando, pero también se han guardado de salir a tiro. El viejo está contento porque entre la fusca sabe que van a salir cerca, otra cosa es que, entre tanta maleza, pueda ver a alguna o sólo quedarse con el aleteo de su arrancada en los oídos tapado por la vegetación. Además, en la dirección en que van el sol, a esas horas, pega en los ojos y deslumbra y claro, tampoco ayuda si las perdices salen en dirección a él.

En cuanto llegan a la parte más espesa, el Tango se deshace con los rastros pero a medida que se internan en ella, como temía el viejo, sólo escucha las carreras de un perro que no ve y los frenéticos aleteos de las perdices arrancando a cortos intervalos pero, entre tamaña maraña de matorral bajo y arbolado, no consigue ver una, solo las oye y, por tanto se queda sin tirar. Le parece mentira que entre las 10 ó 12 perdices que ha sentido, ni una haya salido dejándose ver, todas tapadas. Ya es mala suerte, se dice el viejo.
Perro y cazador atraviesan toda la ladera hasta llegar a un claro rocoso a su final. Aún sienten el vuelo de alguna patirroja a la que no ven y al terminar la ladera sin ver ninguna más, el viejo deduce que todo el bando se ha vuelto en dirección contraria. Así que, sin más, toman de nuevo la ladera, esta vez por alto, evitando las fusca, y vuelven en dirección de la Taina de la Mimbrera.

Ahora van con el sol a la espalda, lo que le da al viejo mucha visibilidad desde lo alto. En el último trozo, antes de llegar a la taina, hay un gran pedazo de terrones con un trozo perdido de rocas y zarzales en su centro que los tractores no han podido arrancar. Atraviesan la terronera y, al llegar al perdido, el Tango hace una muestra contundente. No se mueve pese a que el viejo intenta subir por la cuesta para tener la visibilidad que pueda sobre el zarzal. Siente salir una perdiz solitaria que, seguramente, se ha descolgado del bando. Tarda un par de segundos en verla pero, estando a tiro, la marra con los dos cañones. Se ve que aquellas cuestas le alteran los pulsos al viejo más de lo que él cree.
Sin embargo, la perdiz ha volado en dirección a la taina y, seguro, que todo el bando está ahora apeonando entre la taina y la gran ladera que cae hacia la huerta del Juan Ramón.

Sube afanosamente el viejo esa ladera, que se le hace interminable, hacia la taina, y el perro, que va alegre con los rastros que le llegan, va delante pero, de cuando en cuando, se detiene, gira la cabeza y espera al viejo que sube penosamente tras él. Son esas cortesías del Tango las que agradece y admira el viejo pues, como no ha cazado con nadie más que con él, le tiene tomados los tiempos a su fatigoso paso cuesta arriba y, pese a llevar caza delante, siempre le espera y no se adelanta. Parece que tiene conocimiento el animal. Bueno, no es que lo parezca, es que lo tiene.

Justo en la gran ladera que da sobre la huerta del Juan Ramón, y a cuyo límite más alto ya ha llegado el viejo, estaban las perdices. Pero quia, no se dejan acercar y el viejo las ve con desconsuelo saltar chorreadas, enfilar la pendiente acelerando en la bajada, sobrevolar la huerta y dejarse llevar por la inercia hacia la mole imponente del Calvario.
Las perdices en su huída le marcan al viejo el itinerario. Pero son casi las doce, el viejo está sofocado y con sólo mirar la travesía que tiene que hacer para ponerse al pie del Calvario le entra pereza. Duda un instante. Pero, se dice, ¿no venías a cazar perdices? Pues ya sabes donde las tienes.
Y con mucha humildad se pone a bajar sesgando la ladera. Luego atraviesa la huerta del Juan Ramón, donde se detiene un momento para que el Tango se refresque y se dé un baño en la alberca. Y, luego ya, se pone a subir la dura cuesta con la que comienza la gran ladera del Calvario en la parte de la solana. Una vez que alcanza la primera altura de consideración, se sienta en una piedra y sopesa la gran desproporción de aquella ladera para un solo cazador. Tampoco es una ladera con la suficiente vegetación para que aguanten las perdices pero, sin duda, todas las voladas están en ella.

Sigue subiendo y subiendo tras el misericordioso Tango que lo espera de tanto en tanto. Llegan a una especie de descanso o bancal llano, de unos cincuenta metros de largo por veinte de ancho con unos matojos en el centro. Marca el Tango, de inmediato salta la perdiz. Esta vez el viejo le toma bien los puntos, casi con ansia, y se la lleva por delante al primer tiro. El Tango la cobra de inmediato y se revuelca con ella en la boca. Al fin un premio a sus cansadas piernas, piensa el viejo.
Sigue la ladera y de lejos observa cómo algunas perdices desaparecen por lo más alto apeonando, pero ninguna salta hacia adelante. Sabe que tiene que llegar hasta el manantial que hay encima del Molino Blanco y allí dar la vuelta al cerro para volver por el otro lado.
La pendiente, por encima del manantial, es pronunciadísima y al viejo le cuesta subirla agarrándose a las piedras y a las matas. Por arriba, el Cerro del Calvario, es una sucesión de dos mesetas hendidas en su mitad. El viejo coge la meseta de la izquierda que es donde han de andar las perdices que vio subir apeonando. Pero a su vez esta meseta tiene otras dos altura y, a partir de la segunda, cae sobre la huerta de Juan Ramón pero ahora por la umbría y no por la solana que es por donde la encaró el viejo una hora y pico antes.

Al llegar al cambio de alturas, la ladera umbría desciende bruscamente hacia un camino que lleva directamente a la huerta y es justo en ese punto donde el Tango marca las perdices que de inmediato saltan.
Llega en una corta carreta el viejo a la asomada, pero el Tango sube por encima de él y saca una patirroja rezagada que se tira como un rayo ladera abajo, el viejo se esmera, pero marra el primero y sólo con el segundo la tapa y la ve caer a una distancia increíble, entre los cardos de un pedazo perdido. La distancia se ha hecho aún mayor al caer al vacío y recorrer muchos metros la perdiz con la inercia. El viejo baja deprisa sin quitar los ojos del punto donde dio el pelotazo. La distancia es grande y el Tango no la ha visto caer. Pero, para alegría del viejo, cuando se aproxima, distingue a la perdiz inmóvil, patas arriba, y el Tango primero la marca y luego la cobra. Bueno, son dos perdices y el viejo está contento. Aunque la contentura se le pasa al recordar donde tiene el coche.

Baja de nuevo a la huerta del Juan Ramón. Mientras el perro se refresca en la alberca, decide el viejo caminar despacio y evitar las laderas más pinas. Sabe que para ello tendrá que dar un gran rodeo, pero es que el viejo no está ya para subir más cuestas.
Así se pega a la linde de Cinco Villas y va ascendiendo lentamente y sin prisas. Barzonea por si la liebre, pero también porque ese lento caminar la permite ir recuperándose.
Son casi las cuatro de la tarde cuando el viejo llega a la ladera solana que cae sobre Cantaperdiz. A cuatrocientos metros por debajo pasa la carretera. Aún le queda un kilómetro largo hasta el coche. El viejo no tiene prisa, sólo un gran cansancio. El Tango en todo el recorrido, desde la huerta, no ha mostrado interés por ningún rastro.
En mitad de la ladera por la que el viejo regresa al coche, cerca de dos carrascas y treinta metros antes de llegar a un surco erosionado poblado de jaras, hay una gran piedra blanca sobre la que el viejo se sienta rendido.
Está rememorando la zurra que se ha dado tras de las perdices, ensoñado en ello y con la escopeta atravesada sobre las piernas. Pero el Tango le saca de su ensimismamiento. El perro, que por inercia buscó las matas, sube sesgando desde el surco erosionado con una liebre delante. El viejo se pone en pie de un brinco, se hace con la escopeta que casi se le cae, se azora, se hace un lío, el primer tiro no sabe a dónde va, pero por suerte, con el segundo se reporta, afina a la liebre cuesta arriba y la revuelca cuando ya estaba a punto de meterse en la fusca. El regalo inesperado de esta liebre le da nueva energía y, desde luego, puede decir bien alto que es la primera liebre que le sale sentado.
Contento con las dos perdices tantas horas trabajadas y con la liebre que, por el contrario, le salió sentado, llega al coche y vuelve a casa. En la caza, ningún día se sabe lo que va a pasar.