Dormí de un tirón y, en cuanto me levanté, comprobé que la
noche de enero le había dejado al día pies de hielo. Ya en el campo, un suave
zarzagán prendía la llama gélida del aire, transparente como la de un soplete.
Su soflama helada y persistente fundía en lágrimas los ojos, soldaba los dedos
y soasaba las sufridas mejillas. Era el alba del domingo 12 y el lento levantar
del sol en el horizonte pronto iría elevando los seis grados bajo cero con que
se despidió la noche negra.
Este servidor de ustedes barzoneaba lentamente, con la
humildad que la justeza de fuerzas imponen al que es viejo. Únicamente la
voluntad galvanizaba mis músculos, sacando fuerza de algún combustible secreto
que se esconde en la mente. Ansiaba que el sol terminara de salir e irisara de
color y de calor el día. La cabeza buscaba un artificio que pusiera alas a las
piernas plomizas. Mi cuerpo quería huir del frío, pero seguí adelante, con la
certeza de que la poesía (o al menos, la belleza) me pisaba, como otras veces,
los talones. La poesía es, en los campos que piso, más abundante y segura que
la caza menor.
Inspiro, a tragos pequeños, el aire helado de los montes. Con
él, a veces, pienso que me alimento. Sé que en estos desiertos perviven trozos
de soledad arrinconados, olvidados por desconocidos que pisaron estos pagos
antes que yo. Y busco, casi sin fe, restos perdidos y animales que surjan
milagrosamente del seno helado de la tierra.
Mis pies, dos cansados ya crónicos, de vez en cuando hacen
crujir las matas. En el silencio, escucho ese ritmo crepitante con los ojos,
curiosos de nacimiento y avizores siempre por costumbre. Pero el viento silba y
me distrae. Estas auras sonoras son ásperas caricias que queman la piel y, en
las noches que suceden a estos días, al caer derrotado en la cama, las escucho
de nuevo y me arrullan con la nana sin letra del misterio. Pero, durante el
día, envuelto por las mantas verdes y ocres de los montes, me crean conciencia
de aventura, de ser en ellos la pieza atrapada y nunca, jamás, el cazador que
la espera a tiro fijo.
A primera hora dejé atrás los infames Centenales, he cruzado
el Barranco de la Franciscona y llego al Arroyo del Hontanar. El pilar del
mismo nombre tiene los pilones llenos, pero están helados. Con una piedra de un
par de kilos necesito media docena de golpes para partir el hielo.
Continuo, como si no tuviera piedad de mi mismo, subiendo por
el Barranco de los Arcos. El ascenso se convierte en el gran espectáculo del
día. Sólo falta la caza y sobran esos grupos de corzos de culo almidonado, que
se escabullen brincando como sombras locas, saltando los espinos con agilidades
que los viejos envidiamos.
Al fin llego a la cima.
Estoy en la linde con el Serrallo, palabra que significa
harén. Es una zona de antiguos vestigios que ya hacia 1923, cuando hicieron la
carretera que, atravesando el Barranco del Hierro, conduce a las Minas
(Hiendelaencina), excavó algo el Marqués de Cerralbo. Abajo, cerca de la ermita
de Santa Lucía, hay una hermosa fuente romana.
Desde el alto me quedo extasiado mirando tanta maravilla. El
tiempo del día naciente comprime la luz y dilata las sombras. Las hondonadas mudan
el sonido del viento. Estrenan, cada año, alfombras nuevas. Cobijan igual a la
oropéndola, a la víbora, a la liebre, a la becada, a la perdiz, al jabalí, al
cuervo, al avanto o al zorro. Acompañan en la soledad. Dan al sol flores y a la
sombra líquenes y hongos. Prestan crujidos a los pasos, ecos a los sonidos,
misterio al canto de las aves, agua a los manantiales, apoyo al suelo, calor y
sombra al mismo tiempo.
No te molestarán, amigo, estos parajes con su conversación,
pero te sugerirán miles de pensamientos silenciosos. Nunca te reprocharán tu
ausencia y rociarán de seda refrescante tu mirada.
Me conmuevo y me dan ganar de quedarme para siempre en la
cima del Serrallo. Hacía muchos años que no subía allí y, al dejar el lugar, me
asaltó la duda de si no sería la última vez que lo pisara. Ya sabes, las cosas
esas de Machado: “…al volver la vista atrás verás la senda que nunca vas a
volver a pisar…”
Ahora el hombre que
soy, ya viejo (apuesto a que ya lo he dicho), pondera, como si fuera un niño
que cuenta sus monedas, el esfuerzo que su cuerpo puede administrar. Pretende
calibrarlo, no quiere desfondarse. Delante tiene, como tantas veces, el campo
abierto: los barrancos umbrosos y amenazadores, las solanas retadoras de los cerros
altivos, allá abajo, la llanura ondulada del páramo y, más lejos, la espesura
verde del pinar y el pardo alobado del Marojal. Teme que su ánimo, que se opuso
a pasar de los años jóvenes, camele a su mente caprichosa y, el uno por la
otra, terminen deslomándole en una caminata fácil para el ávido ojo pero
temible ya para las piernas.
Así que voy bajando.
La caminata ya dura unas horas. Naturalmente, regreso por otros parajes
distantes de por los que subí. Son casi las doce cuando llegó al páramo. Busco
mis pasos de otras veces y en ellos me recreo. Pero no veo nada, ni en los
sitios más querenciosos.
El Tango, perro
temoso, que no conoce el desaliento, quiebra los hielos con las patas y se
bambolea sobre los témpanos que cubren los charcones hasta sacar de ellos el
agua que bebe con ansia. Su fe en dar con la caza es mayor que la mía, pues no
para un momento de zarcear tozudamente.
Es cierto, el Tango encandilado,
palpita y tiembla, enardecido y vibrante de la nariz al rabo, es uno de esos
perros borrachos, embriagados especialmente por aquellos olores del campo que a
los humanos nos están vedados. El Tango habla continuamente con un lenguaje
gestual, de posturas, de aceleraciones y paradas bruscas, de saltos, de
muestras persistentes o cambiantes y, a veces, aunque parezca inverosímil,
hasta se olvida de ladrar. Traduce, instintivamente, una lengua muda, de
aromas, tufos y rastros caprichosos, que, invisible, está escrita en la tierra,
en el aire y en la vegetación. Se afana el Tango en recordarme un lenguaje,
imposible para mí: el idioma invisible que está escrito en el viento.
A la una estoy junto
a los prados más próximos al monte. Y a la vista de ellos, que están hoy
ocupados por las vacas, voy recorriendo los terrenos linderos. Con método,
busco los lugares donde otros años se desencamó a mi paso alguna liebre. Pero
este día los encuentro todos hueros, algunos con una cama bien sobada pero sin
inquilina.
Llego a los prados
más altos y me meto por ellos, a veces, de entre la media cuarta de hojarasca
que los robles tienen a sus pies, me ha sorprendido el salto de la rabona,
levantándose, como una aparición, bajo el sil de las hojas que ocultaban su
cama. Pero hoy no es el caso.
El Tango, al fin, ha
cogido una pista fiable, pero se enfrenta a una gran masa de retamas de la que
entra y sale como un loco, marcando una y otra vez aparatosamente, hasta que en
la última postura, inmóvil junto a mí, le siento gruñir. Me alarmo. Eso no es
normal. ¿Será un zorro, acaso un jabalí?
Al fin, resuelto, se
lanza entre la fusca.
Veo la silueta salir
pero, el cuerpo moteado y las rayas de la larga cola, me hacen bajar al
instante la escopeta. Una gineta, la primera que veo en varios años. Apenas
quedan. Están protegidas y me alegro de verla y de que se vaya sin hacerle
frente al perro. El año pasado en el pinar vi también un tasugo (tejón) que se
enfrentó con furia al Tango y al que también dejé marchar. Es una sinrazón
disparar a estos escasos ornatos de la naturaleza. Pero tampoco es normal
encontrarlos durante el día, pues son de costumbres nocturnas. Apuesto a que la
caza masiva de los vascos en el monte, ha echado a la gineta de allí.
Pero son las cuatro
y media de la tarde y no me explico cómo no he visto perdiz ni liebre y
continúo hacia arriba tirando del cuerpo más con la voluntad que con los
agarrotados músculos.
El paraje al que
llego me resulta propicio pero, al tiempo de atravesarlo, me doy cuenta de lo
agotado que estoy, de mi poca capacidad de reacción. Supongo que el cansancio
atrofia, además de los músculos, los sentidos.
Es en ese momento
cuando el Tango se desvía a mi derecha y sale entre las matas tras una liebre
que le saca veinte metros de ventaja. Atarantado por el cansancio me doy cuenta,
nada más disparar, que ni siquiera he apuntado. Ha sido como si esperase que el
estampido fuese mágico y sólo con su eco rodara la rabona. El tiro no ha hecho
sino espantarla y se pierde cuesta arriba, tapada por las estepas, como un
rayo.
Tengo que esperar al
Tango que la corre hasta perderla.
A las cinco y media doy vista a la furgoneta. El sol se
está poniendo y me doy cuenta de que es
un error apurar tanto los días. He cazado más de ocho horas y, al final, el
único tiro ha sido prácticamente al vacío. Me digo que fue un tiro hecho desde
el agotamiento. Pero no me consuela la idea aunque sea cierta.
Ceno poco. Caigo
rendido en la cama. Al despertar, el lunes, no son agujetas lo que tengo, sino
dolor por todo el cuerpo. El ánimo, que no conoce edad, y la mente, que se
alimenta de ilusión, me la habían jugado, como temí aquella mañana. Medir el
día por su sol.