11 octubre 2016

La Ladera Mala

Deja la última carreterilla que le ha llevado al pago siguiendo el cauce del río Salado. La desviación a la izquierda le lleva a Rienda. Uno más de los antiguos pueblos salineros que, en el área de Imón, surtían a Madrid. Eran tiempos en los que ese producto tenía un valor estratégico. Hoy, aunque en los cuarterones de sus albercas brillen los cristales de sal que la lluvia saca del subsuelo, todas las salinas están abandonadas y en ruinas. Alguna noria podrida y desvencijada da testimonio de unas explotaciones que iniciaron los romanos.
Pasado el verano, apenas quedan vecinos en el pueblo. Ahora, desierto, cruza entre sus veinte casas, de norte a sur, a la luz sucia y grisácea del alba. Ni un vehículo, ni una luz, ni una puerta abierta. Sólo ladra un perro mientras los pájaros despiertan.
Conduce lentamente por la pendiente suave de un vial de tierra. Para el motor a trescientos metros del pueblo, en un rellano de la cuesta, junto a una taina. Desde allí la pista se convierte en un vericueto breñoso lleno de riscos, con sonruedos tan profundos que el coche, de seguir, daría con los fondos en el suelo.
No contaba con cazar ese día. Era el primer domingo de la temporada. Un día templado, casi caluroso para la sierra.
La Sierra Ministra une el Sistema Ibérico con el Central, deslinda Guadalajara de Soria y es como un tejado que, por el Norte, vierte aguas al Ebro y, por el Sur, al Tajo. En algunos lugares los montes parecen un gigantesco caballón entre las dos vertientes.
Las nubes están arrebolándose en el horizonte por la aurora que ya se descara.
Se apea. Lentamente se pone el chaleco. Comprueba que lleva veinte tiros. ¡Qué ilusión más vana!, se dice sonriendo. Duda de que dispare algún cartucho. Sabe que las invitaciones en días de desvede, y más para que vayas solo, no auguran que la caza abunde en el paraje. De hecho, no ha visto a nadie, ni un coche a lo lejos. Invitaciones a desiertos: cumplir y mentir. Son raros entre cazadores los gestos generosos.

Monta la escopeta, la carga y suelta al perro.
Mientras da los primeros pasos, ladera arriba, recuerda que anduvo por allí dos años antes y se fue de bolo y sin ver nada. Pero el perro, mucho más optimista que él, zigzaguea delante con un empeño y unas ganas que contagian. Ver trabajar al animal le anima y, observando su inquietud y sus gestos, desea empaparse de esperanza.
Se enfrenta a la ladera que queda sobre el pueblo. Es suave y larga, sin apenas lucios. Tiene una hierba rala, cardos corredores y algunas aliagas, aquí y allá unos pocos gamones y alguna que otra atocha en las vaguadas. Si hubiera llovido, sería zona idónea para setas. Apenas se divisan algunas carrascas diseminadas y, ascendiendo, grupillos de pinos junto a las bardas medio desmoronadas de las cerradas. Al conjunto de la ladera le llaman La Lastra. Su lomo romo, ancho y pelado, culmina a unos 1200 metros de altitud.
Cuando lo alcanza, otea desde allí, hacia el Norte, la raya con Soria, la amplia ladera de Paredes sesgada por la senda Galiana que, en la trashumancia, fue ruta de las merinas procedentes de la Sierra de Cameros; al Sur, una gran depresión, un cotarro imponente, que por contraste asusta, desciende abruptamente a los 900 metros y, siguiendo el arroyo Valdearcos, llega a La Riba de Santiuste, con su castillo árabe del siglo IX.
Desde el teso más alto del lomo observa ensimismado las dos laderas:
La una es por la que ha ascendido, la suave, la de vegetación rala, la de curvas onduladas, la cómoda de andar, la que termina en Los Arroturos de Tordelrábano con sus huellas fósiles de arcosaurios en la roca que asciende.
La otra es la escabrosa, la que da cara a La Riba, la conocida, en su conjunto, con el descriptivo topónimo, en su sencillez, de La Ladera Mala. En su extensión tiene tres puntales: San Martín, La Muela y La Cabeza de Guíjar. Está constituida por un conjunto de pronunciadísimas vertientes rocosas que, en la mayor parte de su longitud, son precipicios. Todos éstos acaban abajo en oscuros arroyos cubiertos de vegetación a cuyo fondo la luz del sol no llega, como no sea en forma de penumbra. La Ladera Mala tiene una vegetación exuberante e intrincada.
A esas horas el fondo de La Ladera Mala no es visible. Una niebla pesada y espesa lo cubre y se hace jirones ascendiendo. De ella, a la izquierda, emerge a lo lejos, abajo y a contraluz, la silueta oscura y tenebrosa del castillo.
Recuerda entonces que, tras los muchos avatares de la Historia, el castillo fue adquirido, en el siglo pasado, por una asociación que lideraba un argentino, un discípulo de Madame Blavatsky. Eran un grupo algo inquietante, dedicado al esoterismo y a la teosofía. Y piensa que el paraje que observa concuerda muy bien con el misterio de todas esas teorías. Un conjunto sumamente bello, atractivo y agreste, pero peligroso y desconcertante. Los heterodoxos han amado siempre parajes como éste. Y aunque sus ideas hacen sonreír con ironía a algunos, a otros les sobrecogen y hasta les asustan. En la historia del pensamiento, estas gentes suelen ofrecer ideas turbadoras que, a la vez que seducen, aterran.

Bueno, se dice, ¿Has venido a cazar o a imaginar historias y leyendas?
Se espabila, se sacude de la cabeza todas las fantasías, se fija en el perro y, sin dudar, se mete en La Ladera Mala.
Elige el promontorio de La Muela. Para llegar a él, atraviesa un arcabucal cuya espesura le hace dar vueltas hasta encontrar pasos practicables. Llega al puntal. Con precaución y pasos muy medidos, delicados, como de ballet, se asoma lentamente a la visera. Al divisar paulatinamente el precipicio a  sus pies, siente un vacío en las tripas y en el bajo vientre. Es el vértigo que la pared vertical le sube luego a la garganta. El perro, a su lado, mira, alargando el cuello, con codiciosa atención. Al animal le palpita delicadamente la trufa en la punta del hocico. Un águila real arranca veinte metros abajo, de un saliente de la pared. Planea sin mover las alas, luego del arranque, y, en semicírculos, sobrevuela la niebla de la que sólo surgen, a lo lejos, las copas de los pobos más altos.
Mientras observa el vuelo de la rapaz, dos torcaces saltan de la pared batiendo con estrépito las alas. Se sobresalta, apunta, tira del brazo siguiéndoles el vuelo pero, a tiempo, se reporta. No dispara. Si les hubiese acertado, se pregunta, por dónde habría bajado a recoger las piezas.
Decide seguir la ladera, evitando la línea de los precipicios. Entre éstos y la cima, el terreno es un mohedal y, a veces, se atolla entre la espesa fusca. Pero otras veces, tras salir de los breñales, topa con pequeñas vaguadas más claras, circundadas de retamas, con algo más de visibilidad y donde, si sorprendiera a una pitorra, podría cobrarla si conseguía abatirla.
Repara en que va sudando. Lleva ya dos horas sorteando manchas de espesura, rocas pulidas por el viento y la lluvia. A veces ha sentido el vuelo de alguna de las palomas bravas, su estrépito, pero sólo eso. Sólo sonido, ni siquiera las ha llegado a vislumbrar.
Así que mantiene su atención y mira de continuo a lo alto. Repentinamente repara en que el perro está parado, atento, con la mirada fija. Le imita y se previene. El perro, sin moverse, da un ladrido bronco. Uno sólo, pero no se mueve. Está fijo en lo espeso. Se da cuenta de que no es una muestra, al menos, no es una postura normal de su perro a la caza menor. Al instante, siente muy próximo el gutural rebudio del jabalí, sorprendido en la espesura donde encama, y escucha nítidamente sus pisadas presurosas y el violento tronchar de las matas. No ha visto al cochino. Ni ganas de verlo, porque la caza mayor a él no le gusta. Pero el corazón se le ha subido a la garganta. Llama con energía al perro que se ha metido inquieto en la espesura. Ni por asomo quisiera que se llevara un verrojazo. Pero no, el perro obedece y el sonido de las pisadas y el del áspero roce de las matas se pierden entre los ecos del barranco que baja. El perro viene y él le acaricia la cabeza. No quiere que se pique a los cochinos. Pero reconoce que el encuentro le ha alterado. Y no sólo al perro.
Sube un poco más y va buscando, en la medida que puede, los parajes menos tupidos. Únicamente en ellos sabe que podrá sorprender a la torcaz. Vuelve a llevar alta la mirada y el oído atento al menor inicio de aleteo.
A punto está de cruzar una torrentera estrecha flanqueada de finos marojos a ambos lados. Nota que el perro se lanza con decisión al otro lado. Baja la vista y apenas puede ver entre las matas, o más que verlo, intuye por la mota móvil el torpedo de pelo de una liebre. Ya no puede soltar el tenazón, mueve en cambio la mano intuyendo la trayectoria. Suena el tiro, que retumba como un latigazo seco entre las cárcavas. Cruza presuroso la torrentera. El perro ha llegado veinte metros abajo y se precipita sobre la liebre que, herida, aún tiene fuerzas para intentar la huida. Al poco, ufano, la levanta en la boca y se la lleva.
Si hubiese escogido la ladera de La Lastra no le hubiera extrañado levantar alguna liebre pero, en aquel arcabuco en mitad de la varga, no la hubiera buscado. Es una liebre vieja. Seguramente por eso había encamado en un lugar tan agreste y tan seguro. El azar quiso que se la topara. Bueno, una liebre, se dijo, ya había echado el día. Y palpó su bulto, pesado y caliente, en el bolsón trasero del chaleco.

Con los brazos y piernas cosidos a puntazos de aliagas y por los rasgones de pirliteros, salió como pudo de La Ladera Mala. Estaba cansado tras tres horas de deambular, casi cegado y atarantado, entre aquellas espesuras.
Apenas llegó a la línea donde lo espeso rompía hacia lo claro, y cuando más ocupado estaba en salir de entre las últimas matas sin dejarse un ojo en ello, notó que el perro se lanzaba. Apenas vio trasponer una sombra y soltó el tenazón. Precipitadamente salió al claro y sintió latir al perro tras el conejo que ya se perdía hacia el bardo. Había marrado. Por consolarse se dijo que el calibre 20 no era para trabajarse un monte tan espeso y menos para tirar a bocajarro. Luego se sonrió pensando que los cazadores siempre se justifican y, cuando aciertan, se jactan justo por aquello que, cuando marran, les sirve de disculpa. Él no era una excepción.
Decide desandar lo andado pero por lo alto, por la línea donde el monte se difumina con la ladera limpia de La Lastra. Es un sardón que le parece bueno para la caza al salto y que, a la derecha, tiene bardas de piedras grandes y de chantos clavados en el suelo formando cerradas que un día guardaron el ganado; a la izquierda, aparecen de continuo las grandes rocas que, entre encinas, rompen sobre esa Ladera Mala, tan bien adjetivada.
Contra sus pensamientos el perro se empeña en derivar a la derecha, con difidencia decide seguirle. El can husmea cada vez más picado y, abiertamente, se tira hacia La Lastra. Pese a su desconfianza, el perro da signos de buscar la muestra. Por la velocidad a que ambos van, tienen que ser perdices. ¿Perdices en La Lastra? El cazador quiere creer al perro, aunque le cuesta. Nota que el zarzagán se ha levantado y que, quizás por eso, al perro los vientos le llegan de largo. Pero no tarda en asombrarse al ver saltar cinco perdices desde una cerrada con un muro caído. Toman el zarzagán de cola y se descuelgan a La Ladera Mala. Naturalmente saltaron fuera de tiro y hacia el lugar menos conveniente, como suelen.
Se asoma a la ladera por dónde las patirrojas desaparecieron. Ante aquel abismo se desazona. Decide tirar por el borde, ladera adelante, y luego dar la vuelta algo más bajo. Pero sabe que si se han dejado caer por derecho nunca dará con ellas y la maniobra no valdrá para nada.
Sigue hasta el puntal de San Martín. No va deprisa. Quiere envolverlas pero sabe que no las lleva delante. Si están en la ladera, mejor que se confíen. Les entrará por donde no lo esperan.
Encuentra unas tainas hundidas. Es un conjunto en el que algunas fueron hechas aprovechando los antros de los techos rocosos para que les sirvieran de techumbres naturales. Al lado del conglomerado de tainas descubre una gran losa. En ella, con letras de un palmo, hay algo grabado: “Torivio Hedo. Año 1939”
Él piensa que Toribio se escribe con “b”, pero imagina que el autor del petroglifo escribió aquello por haber acabado la guerra civil con vida y, tal vez, por no haber perdido sus rebaños. Había de estar muy ufano para haber escrito algo como eso.
Como no hay prisa, pues las perdices, si es que se han quedado por arriba, las echará al volver, se sienta un rato a observar la inscripción y, enseguida, encuentra dos grabados más en la gran roca. Son mucho más antiguos. ¿Serán acaso prehistóricos? Se dice si no serán los símbolos, esquematizados, de una mujer y un hombre. Los observa un buen rato.
Cuando da la vuelta, un poco más abajo, descendiendo de nuevo a los tramos peligrosos de los precipicios, tiene la intuición de que va a dar con las perdices. A medida que se acerca a las viseras de roca más peligrosas sabe que le van a saltar. El perro también está seguro, lleva ya un minuto loco con el rastro. Llegan los dos al unísono hasta la punta de la roca. Saltan deprisa sobre ella, como dos exaltados. Arrancan hacia arriba las perdices. Dispara, vuelca una. Quiere doblar con el segundo, pero la roca se desgaja con estruendo y cazador y perro caen con ella al vacío. Oyó al perro chillar según caían y él, soltando la escopeta, cerró los ojos con fuerza y esperó con angustia y a ciegas la inminente llegada de la muerte bruta.

Despertó tendido en la piedra de “Torivio”. Tenía al perro al lado, tumbado, casi cosido a su costado. Se puso en pie. Se tentó el cuerpo. Estaba sudoroso pero indemne. Nervioso tentó el chaleco buscando un cigarrillo. Se espantó, de repente, al no dar con la liebre. No dio con pelo ni sangre en el bolsón trasero del chaleco. Miró la munición con avidez. Llevaba los veinte tiros con los que salió. Palpó el bolsillo donde guardaba las vainas, pero no las había. El perro gimió a su lado y le lamió la mano. Estaba atardeciendo. Los dos regresaron al coche sin volver la mirada. El perro, inusualmente desinteresado por la caza, caminaba a su lado, con la cabeza bajo la sombra alargada que el sol, ya en el Oeste, proyectaba de su cuerpo. Sólo al llegar al coche echó de menos la escopeta. No estaba en la piedra de “Torivio”. Con un escalofrío, no quiso imaginarse dónde podía estar.
Según se alejaba del pueblo pensó con qué precisión y sencillez llamaban las gentes de antes a las cosas terribles: LA LADERA MALA.


14 comentarios:

Sara dijo...

Paradójicamente, aunque hay en el cuento muchas palabras que no entiendo, me ha resultado fácil en el aspecto formal.

El destino del cazador: un hombre, su perro y un puñado de balas... Reconozco que tiene cierto misterio y mucha pasión.

Me ha gustado.

Besitos.

Soros dijo...

Sara, gracias por haberlo leído pese a las palabras "raras".
Sin embargo, son palabras que existen y, muchas de ellas, ya fueron muy usadas por Miguel Delibes, entre otros.
En la caza menor no se utilizan balas, sino cartuchos cargados de perdigones cuyo radio de acción es bastante limitado.
En el relato se mezcla lo posible con lo que no sabemos si lo es. Es un cuento, con partes muy reales.
Besos.

Conxita C. dijo...

Me ha gustado ese cuento con partes muy reales y ese rico uso del lenguaje, alguna palabra he tenido que consultar el diccionario pero afortunadamente ahora con un clic se despejan las dudas.
Tus letras transmiten perfectamente ese día de caza y las sensaciones que están sintiendo y sí, hay veces en que es mejor no saber, creo que tu prota y su perro están de acuerdo en eso.
Saludos Soros

Soros dijo...

Gracias, Conxita.
Creo que la caza, hoy, es una actividad muy desprestigiada, puede que con razón, pero a mí me gusta escribir de cosas muy dispares. Creo que cualquier cuento puede sugerir algo. Y también me gusta defender nuestras lenguas o, al menos, una de las nuestras.
Cariñosos saludos.

Conxita C. dijo...

Tienes razón que se puede escribir de cualquier tema, esa es la gracia de escribir. Y sí usar el castellano con todos sus matices como lo haces. Me parece bien usar y defender el uso de las lenguas, todas las que tengamos. Yo lo hago con las mías.
Un saludo Soros

Anónimo dijo...

¡Ay señor Soros!
Había olvidado lo vívido que escribes. Hasta a mi me dolió el mandarriazo. Bueno que el cazador y su perro no sufrieron daño. PERO como decimos por acá: "¡Ándele, pa' que se le quite!"
;)

Soros dijo...

Las lenguas que tenemos, Conxita, creo que muestran lo que somos. No es que seamos mejores ni peores que otros, pero somos lo que decimos y, nuestras lenguas, son las casas de nuestro pensamiento.
Paradójicamente, no oponemos ninguna resistencia al uso de lenguas que nos han colonizado, como actualmente el inglés y probablemente en un futuro el chino, y, sin embargo y por desgracia, somos reticentes y hasta desconfiados ante lenguas hermanas. Te envidio porque, de entre todas esas lenguas que tenemos, tú eres capaz de hablar y de escribir en más de una.
Un abrazo.

Soros dijo...

Ya ves, señora Descalza, lo que vagan las mentes de ciertos cazadores cuando ya no les acompaña el espíritu terráqueo del Colás que, lejos de pensar en zarandajas, despachaba las piezas y, en menos que se persigna un cura loco, las metía con patatas en la olla.
Apapachos.

Ángeles dijo...

Veo que has esperado a que me vaya de viaje para ponerte a publicar como un descosido :D
Iré poniéndome al día (o al mes) poco a poco, que esto no me lo pierdo.
Saludos.

Anónimo dijo...

Otra vez me recuerdas mucho a Delibes. Hoy además de por el lenguaje, por el tema escogido.

Saludos, Soros.

Soros dijo...

Qué bien, Ángeles, espero que lo hayas pasado bien.
A veces se pasan los días sin que se me ocurra nada y otras veces...
Saludos.

Soros dijo...

Seguro que es así, Palomamzs. Probablemente de Delibes y Cela he leído, si no todo, casi todo. Me encanta el lenguaje tan preciso que utiliza Delibes para describir el campo. Esas palabras me parecen un bonito legado. Las utilizo siempre que viene al pelo.
Saludos y gracias.

Holden dijo...

Es que la gente de antes ponía nombres sencillos, no se complicaba como ahora. Y claro, así pasa: que un incauto y moderno cazador cae presa del exceso de confianza, y ahora su escopeta la tiene un fulano que seguro que se dedica a matar niños. Si es que no se puede ir por la ladera mala, hombre de Diox.

Soros dijo...

Llevas razón, Holden, ahora en vez de ese nombre sencillo: Ladera Mala, le habrían puesto algo así como "Ladera de los hombres que entran en pánico".
Y no te haré caso, volveré por allá.
Saludos y gracias por tu comentario.