El promotor de todo fue el Pinchiquito.
Hay que reconocer que era un liante. Al Pirracas y al Mocazos les daba un poco
de grima y un algo más de prevención, pero aquel embaucador les convenció. No
se atrevieron a manifestar su miedo.
Cuando se es joven, poco baqueteado por la vida, todo parece
diáfano. Es así, todo se ve claro. Y hasta se piensa que no está mal, si no
tomarse la justicia por la propia mano, sí poner en ridículo a ciertos
personajes odiosos.
Los tres conservaban sus motes de
la infancia, pero ya no eran niños y quizá la ilusión por seguir siéndolo hizo
que urdieran todo aquello.
Y, seguramente, si aquella noche
no le hubiera dado al Sangresucia por meter las cabras en la pradera de la casa,
todo habría quedado en una broma. Un poco salvaje, sí. Pero una broma incruenta
de la que hubieran podido reírse con los años.
Habían comprado unas cuantas
ristras de petardos, unas bengalas que ardían durante un par de minutos y
cuatro bombas de retardo. Las bombas de retardo eran simples petardos grandes
que estallaban al apagarse las bengalas. Así que, cuando parecía que la traca
había terminado, éstas estallaban produciendo un ruido imprevisto y
ensordecedor que pillaba por sorpresa. Un verdadero sobresalto. Un vuelco
inesperado al corazón.
El Pirracas y el Mocazos pensaron
que sería mejor no poner aquello de las bombas, era demasiado apabullante y
nadie merecía un susto tal. Pero el Pinchiquito, más decidido y menos
tiquismiquis, insistió y dijo que, si querían darle un escarmiento, tenían que
asustarle de verdad, hacer que se fuera de vareta, vamos, por las patas abajo.
-¡A ver si sale trasquilado alguna
vez!
A regañadientes los otros aceptaron
el exceso. Hicieron unas pruebas en un descampado y, cuando les pareció que
tenían todo calculado, prepararon el material necesario.
Habían descubierto que la última
amiga que tenía también era casada, como él. No se explicaban qué tenía con las
casadas aquel hombre. Parecía sentir una especial predilección por ellas, como
si el riesgo de burlar al marido le diese más aliciente o morbo a sus desmanes
o fuera para él otro motivo más de excitación. Aunque, bien mirado, algo tenían
que tener también aquellas mujeres con marido para echarse en los brazos de aquel
perseverante mujeriego. Pues no se entendía como, teniendo buena vida, se
echaran a la mala sin pestañear.
Pero dejemos en paz a las mujeres
que, las más de las veces, bastante tiene con aguantar a sus cónyuges. Y,
aunque algunas suelen decir que todos los hombres son iguales, bien saben ellas
que hay unos peores que otros con mucha diferencia. Y, aunque todas sean
honestas como madres, pues siempre se ha dicho que “Una madre es para cien
hijos y cien hijos no son para una madre”, es difícil de explicar la razón por
la que algunas antes, como mujeres, gocen tan alegre y voluntariamente con
estos tarambanas.
Primero fue la mujer de un
molinero consentidor e interesado, luego la de un borrachín ausente siempre,
después la de un viajante casi nunca presente, la de un enfermero… Bueno, ya no
llevaban la cuenta de aquellos números tan naturales, entre los que
evidentemente también había alguno primo. Y eso solamente desde que ellos
tenían uso de razón, que es uno de los usos que, a poquito que se piense, más
disgustos termina por dar al pensador.
Su preferencia por las casadas,
no excluía a las de otra condición. Pues lo cierto es que tampoco en su casa,
aquel individuo, dejaba parar a las criadas que, confinadas en ella, internas
como se decía entonces, sólo tenían dos posibilidades: o se despedían o
terminaban por sucumbir al tenaz acoso del rijoso. Porque ninguna, desde luego,
se atrevía a irle con el cuento a la señora y añadirle más dolor del que ya
soportaba por las veleidades de aquel doméstico rufián. En eso todas, y algunas
también en otras cosas, fueron solidarias.
Pero él, con mucha dignidad y
como si fuese ajeno al trasiego constante de doncellas, cocineras y mujeres de
la limpieza, solía decir con mucho aplomo y con la grandilocuencia que gastaba:
- ¿Cómo que se
despide otra muchacha? ¡Santo Dios! No sé qué tiene esta bendita casa, que
siempre ha sido seria, para que no pare quieta una criada. Cualquiera diría que
se les da más carga aquí de la que soportan en otros lugares.
Su mujer, harta de sus artimañas,
callaba. Había volcado su amor en los hijos y, cansada ya de discutir con él,
lo dejó por imposible. Pero, eso sí, ante la menor discusión matrimonial, el
apoyo de los hijos era unánime, inmediato y rotundo hacia la callada madre. Eso
al padre le desquiciaba, pues aquel hombre no entendía que pudiendo amar al
fuerte se adorara al débil, pues por fortaleza y no debilidad tenía sus
andanzas. Se ve que los hijos enseguida intuyeron, con la edad, que su padre
era listo y artero y por eso le temían; pero tan voluble y tan poco de fiar,
que jamás lo respetaron. Y, aunque la sombra de su autoridad planeó siempre
sobre la familia, el cariño en aquella casa fue monopolio de la madre. Mujer a
la que no se conocía otra tacha que la continencia que mostraba ante la falta
de ella que el marido de continuo demostraba.
Y nadie plantaba cara al truhán.
Aquel hombre era persona de respeto y principios y de vida aparentemente
sosegada. Un hombre de carácter, que parecía querer perpetuar por doquier y a
toda costa, si no la semilla de su ejemplo, sí, al menos, la de su casta. Y,
aunque casi todos se olían tanto los huevos como la tostada, ninguno tenía aquéllos
tan bien puestos como para echárselo en cara.
Los tres compinches indagaron
sobre su última amante. El marido era bombero y el matrimonio vivía en una
finca aislada con su huerta, corral y gallinero. Una casita solitaria donde, en
las noches en que el incauto bombero se daba al servicio, su esposa, con más
cautela que él, se daba al vicio. Que ya era pena que a un experto en extinguir
incendios le ardiera de aquella manera la mujer en casa. Pero no pongamos en
tela de juicio a las mujeres, siempre víctimas en un sentido o en otro, de la
perversa conducta de algunos hombres. Que aunque algunas tengan también lo
suyo, no dejan de ser el permanente objeto de deseo. ¿Qué culpa tienen ellas?
Por eso la sociedad, siempre
misericorde, de ordinario acostumbra, por poner un ejemplo, a apiadarse más del
inocente conejo que del astuto e insaciable zorro que sin piedad lo atrapa.
El Pinchiquito descubrió los
horarios del marido y las noches que pasaba en el parque de bomberos; al
Pirracas y al Mocazos les fue fácil determinar las que el adúltero fingía ir al
casino.
Aquella noche un taxi, que
despidió al instante, dejó al interfecto a las puertas de la finca de su
amante. Era noche cerrada.
Los tres mozos, ocultos tras una
espesa zarzamora, para cuando él entró, ya habían instalado los fuegos de
artificio con sigilo. Los habían disimulado entre la parra y habían colocado
las bombas sobre las ventanas. Todo quedó a la perfección. Iban a reírse
aquella noche. Sin duda aquello iba a ser la traca.
Apenas llevaba un cuarto de hora
dentro, prendieron la mecha. Fue entonces cuando oyeron las esquilas de las
cabras.
Ahora, sentados ante el juez,
comprendían que no habían previsto ninguna coartada y mucho menos que las cosas
se complicaran hasta aquel extremo. Habían dormido en calabozos separados y,
uno por uno, fueron llamados a declarar. Esposados se miraban entre sí sin
saber lo que decirse con los ojos.
Al principio todo fue bien.
Prendió la traca y se consumió en cinco minutos. Pero, contra lo que esperaban
y antes de que se consumiesen las bengalas, salió el hombre a las bravas. Lo
vieron a la tenue luz de las bengalas. Parecía fuera de sí, furioso. En
calzoncillos hasta media pierna, llevaba una escopeta entre las manos y a la
cintura desnuda una canana y, con la vista, indagaba más allá de la luz de las
bengalas.
Se apagaron las bengalas y al
segundo estallaron las bombas retardadas. Las cabras saltaron por doquier
espantadas y el hombre disparó a los bultos que notó moverse. Y dos cabras
rodaron por el suelo acribilladas. El otro cargó de nuevo la escopeta, sin
hacer caso de los balidos de agonía, y gritó como un loco:
-¡Venid aquí cabrones, que os voy
a dar traca, hijos de puta! ¡Me cago en el patíbulo y en hasta en la enclavación!
Y, como oyera gritar al
Sangresucia, soltó en la dirección de las voces otros dos cartuchazos.
Fue cuando oyeron chillar de
dolor al pastor, cuando los tres emprendieron la huída a la desesperada.
El Pirracas y el Mocazos iban muy
asustados. Sin embargo, el Pinchiquito casi parecía emocionado y orgulloso.
Pararon un segundo a tomar resuello.
-¡Vaya cojones que tiene mi padre!,
–dijo el Pinchiquito- yo que pensaba que iba a acojonarse y cagarse y mearse en
la cama. ¡Vaya tío más bragado!
Los otros dos le miraron
asombrados. Entonces comprendieron.
-No digas, Pinchiquito, que
también es tu padre.
-Tanto como el vuestro, aunque
sea con vuestra madre con quien esté casado.
6 comentarios:
Magnífico relato, de final sorprendente. Desde luego, quien tiene huevos de verdad aquí es Pinchiquito. Y otra cosa, ¿por qué dices que la sociedad es más indulgente con la infidelidad femenina que con la masculina? Yo creo que es al revés.
Un fortísimo abrazo.
Desde tiempos de Cervantes, y aún antes, ha habido una gran conmiseración hacia las mujeres seducidas y luego abandonadas.
Este asunto, mezclado con el de la infidelidad, hace que se tengan dos varas distintas de medir en una cosa y otra.
En el asunto de la infidelidad estoy de acuerdo contigo, pero en lo de la seducción y el abandono creo que los que siguen saliendo malparados son los hombres.
Y, ambos asuntos, forman una mezcla curiosa que puede ser vista de muchos modos.
Por mi parte, intento urdir historietas, más bien graciosas, y luego que cada cual decida lo que piensa.
Muchas gracias, Sara, por tus comentarios. Me anima mucho el saber que alguien lee mis cuentos.
Pues me he quedado con las ganas de que se le diera su merecido a ese macho de opereta, me han dado pena las cabras.
Estoy de acuerdo en que en cierta literatura parece hablarse con más compasión de las mujeres seducidas y abandonadas que de los hombres, quizás porque se partía de la hipótesis de que acostumbraban a ser ellos eran los que dejaban y porque los casos que seguro que habían se tapaban para evitar resquebrajar esa imagen del hombre seductor, pero llorar se llora igual se sea hombre o mujer, cuando alguien a quien se quiere se larga sin explicaciones.
Un saludo
En esos casos, Conxita, me imagino que quedan ciertas heridas interiores que no suelen sanar.
Muchas gracias por tu comentario.
Gran relato. Mientras lo leía me preguntaba acerca de las motivaciones que tenían para gastar "la broma", se me ocurría que podía ser simple envidia, luego pensé que eran una cierta forma de justicieros... lo que no imaginé fue la respuesta que tu mismo nos das al final.
No solo está bien escrito sino que además está bien construido y, el elemento sorpresa del final, es una guinda perfecta.
Besos.
Me alegro de que te haya gustado, Eme. El origen de muchas "bromas" no siempre está claro ni se llega a saber, como en este caso.
Muchas gracias y besos a la recíproca.
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