Como los más reconocidos
pacifistas, su respeto a la vida desde el “minuto
cero”. Pero, como hombre cabal, reclamaba su derecho, también desde el
famoso minutito, a defenderse y, si fuera necesario, a morir matando. A qué
otra conclusión podía llegar un hombre de provecho más que a ésa. Que nadie
confundiera la buena voluntad de una persona bien nacida con la debilidad o la
renuncia a las ideas que ésas, ¡vive Dios!, bien claras las tenía.
A las personas conocidas, me
refiero a las que lo son bastante, se les suele adobar con algunos nombres que,
para descanso de todos, los clasifican. Porque tenemos la costumbre de querer
saber qué juego realiza cada pieza del ajedrez. Y, para eso, no queda más
remedio que encasillar a cada quien en ese espectáculo diario que,
desinteresadamente, los medios de comunicación han hecho de nuestra vida. Que
una cosa es ser tolerante y huir del sectarismo y otra, muy distinta, es no
saber con quién se juega uno los cuartos.
Así que supone un descanso mental
poner a cada cual en su sitio. Que, las más de las veces, es cosa propia y
singular del mejor periodismo. Oiga, que para eso está. Definir sin ofender,
calificar sin prejuzgar, informar sin opinar. A no ser que participes en
debates, claro. Entonces hay que formar opinión. ¿Cuál? La más honrada, la más
ecuánime que uno lleve dentro, ¿cuál si no?
Conocedor de estas cosas, Doroteo,
cuando se consideró en el cénit de su carrera, se clasificó a sí mismo como escritor, periodista y viajero. Eso le gustaba porque, en sí, ninguno de esos
nombres le calificaba, pero tampoco se podía decir que no le describieran y de
este modo salvaguardaba la independencia que quiso siempre dar a su persona. Y
quien se atreviera, que añadiera los adjetivos que quisiera que, si no le
petaban, con su lengua o su pluma se los haría tragar. Porque el desparpajo no
estaba reñido con la fama y, en su caso, ambos formaban pareja amancebada.
Bueno era él para tolerar idiotas o titubeantes.
Nació en un pueblo del centro que
distaba del mar igual por todas partes. Parábola, ésta de la equidistancia, que
él gustaba de usar para mostrar al mundo su terca independencia incorruptible.
Sin acabar su infancia su familia se desplazó al norte. Allí tuvo la suerte de
que los curas le educaran, dentro de lo posible, no sólo en cuidar formas y
maneras, que le vino bien, sino también en el arte del razonamiento. Trabajos
que agradeció al clero de por vida, si no por los logros, sí por el empeño que
en ello pusieron. De bien nacido es ser agradecido.
De carácter extrovertido, cordial
y, hasta cierto punto, algo alborotado, enseguida entendió que podía, si era su
voluntad, arrastrar fácilmente voluntades ajenas. Y ya, de adolescente,
encabezaba pequeñas protestas y, a veces, hasta gamberradas, que le hicieron
muy popular entre la gente de su edad. Pues en aquel entonces, y puede que
siempre, la protesta por las cosas más nimias era bien recibida entre la gente
joven, decidida, como toda la vida, a cambiar el mundo. A ser posible,
deprisita.
Cuando manifestó su decidida
voluntad de hacerse periodista, algunas de sus amistades le sugirieron,
viéndole tan voluble, locuaz y vocinglero, el compromiso que esta profesión
tiene. Le advirtieron que era cosa muy seria tanto con el respeto a la verdad
como con la resistencia a doblegarse ante los intereses partidistas o de
cualquier otro género. Ante estos comentarios, Doro, como entonces le llamaban
los amigos, fruncía el ceño y miraba aviesamente al interlocutor. El otro,
intimidado, observaba que Doro le miraba como si le odiara, pero, generalmente,
no contestaba una palabra. Eso era extraño en él, casi contra natura. Y su
interlocutor quedaba perplejo, pues no sabía si es que a Doro le había ofendido
el que un conocido se atreviera a dudar de su integridad o si el joven ya tenía
muy claro de qué iba el juego sucio, en cuya maraña de intereses pensaba
internarse con decisión, liderazgo y ganas de triunfar.
Como era de esperar, apenas
llegado a la Universidad, se hizo militante de la izquierda más roja y en
aquellos sublimes ideales vivió sus años universitarios. Asambleas, propaganda
clandestina, lecturas de obras prohibidas, amistades y enemistadas, fobias y
filias, conciertos, juergas, manifestaciones, odios y lealtades, amoríos,
carreras ante los guardias, ilusiones, a veces, palos de ciego en los debates y,
otras, de la policía en las costillas y, sobre todo, ese sentimiento de creerse
alguien importante, trascendente, casi decisivo, un testigo vivo de la historia
y, a la vez, una pieza que hacía rechinar al sistema, un disidente altivo en el
manso rebaño de una nación paciente.
Se hizo periodista. A lo largo de
los años fue pasando de unos periódicos a otros. Aunque empezó por algunos
íntimamente vinculados a la izquierda y al rojerío más explícito y sincero, no
tardó en moderarse pues en cualquier transición se requiere un poco de
contención, sobre todo, verbal. Pero, entre diatribas y cambios, triunfos y
fracasos, atrevimientos y prudencias, fue pasando por diferentes medios de
comunicación hasta cobrar fama y verse cotizado en toda clase de tertulias,
diarios, radios, televisiones y debates. A partir de entonces, llegado a la
cima, lo tuvo todo mucho más claro. Y no podía decirse que, cada vez que
hablaba o escribía, dijera algo que no sintiera. Daba gusto tanta sinceridad y
tanto sentimiento. Un don que pocos periodistas regalaban.
Doroteo Gómez Ungría, conocido
coloquialmente por Doro, era un periodista del momento. Pese a los años
trascurridos y a la evolución que había experimentado, seguía declarándose de
izquierdas sin ninguna adscripción pero, eso sí, con ética y principios. Pues
había asumido que la palabra rojo implicaba, a los ojos de algunos, la carencia
de ambas cosas. Al menos, se trataba de imbuir eso a la gente. Y él, sin ser ya
rojo rojo, continuaría fiel a sus principios e, hiciera lo que hiciera, los
respetaría hasta la muerte. Y es que, ni que decir tiene, que también se había
despojado del sentido del ridículo, como todo el mundo podía comprobar. Había
perdido el pudor sin darse cuenta. Una cosa indolora. Ni se enteró. Tal vez
fuera el peso de la fama.
A lo largo de los lustros había
viajado por muchos lugares. También había escrito muchos libros. Era un
personaje tan fecundo que tanto podía hablar de política, de historia, de una
isla del Pacífico, de un país de Sudamérica, de poesía, de guerra, de amor, de
pintura, de mujeres, de toros, de galgos, de caza y de cualquier cosa que
saliera a debate. Desde la utopía, ¡oh, qué loca juventud!, se había convertido
en un periodista todoterreno que podía dar juego en todo paraje rural o urbano,
público o privado, alpino, costero o del interior. Su crédito le daba para
todo. Adaptabilidad. Y, sobre todo, ¡qué capacidad para profundizar!
Reunía el periodista, escritor y
viajero en su discurso varias facetas, todas muy notables. Una era la de
parecer siempre muy confianzudo, como ese amigo que te encuentras en un bar y
te cuenta su verdad irrefutable; otra era el alarde de sinceridad llana que
empleaba y que aderezaba de continuo con las expresiones más castizas de la
calle; otra más, era que solía tratarse con todos los que ostentaban el poder
sin perder por ello un ápice de humildad, distancia ni de imparcialidad. Ésta
última era muy destacable pues, si lo hacía, no era por ninguna connivencia con
ellos, sino por el respeto que debía guardarse hacia los representantes de las
instituciones que, antes que a sí mismos, nos representaban a todos. ¡Qué arte
para justificar tal maravilla!
Más que educación, gustaba llamar
a lo suyo cortesía, término que le parecía más distante y, sobre todo, más caballeresco
e imparcial: un respeto al más elemental civismo, por favor. Las formas habían
de guardarse en cualquier democracia civilizada. Las formas eran esenciales,
así lo trasmitía Doro con esa cercanía que le caracterizaba. Ya sabía él
aquello tan viejo de que “manos besa el hombre que quisiera ver cortadas” pero,
eso sí, después de saludarse, darse un abrazo y preguntarse por la familia. Que
los buenos modales abren muchas puertas y ayudan a los hombres a entenderse.
Le iba bien en la vida. Por lo menos
aparentemente. Y la palabra España estallaba en su boca con tal brillo que era
la envidia de los patriotas más acrisolados. Era la piedra clave del periodismo
diáfano, activo y sin dobleces, combativo, azote de disolventes y disolutos,
vertebración de las esencias patrias, ni crudo ni muy hecho: en su punto de
rojo pero sin echar sangre, que es muy desagradable. Porque un profesional de
izquierdas, que además tenía ética y principios era un coloso temible al que el
poder, curiosamente, en vez de temer, agasajaba. ¡Tal respeto le tenían! Su
fórmula anonadaba a los políticos de todos los signos y tendencias. ¿Dónde se
había visto cosa igual?
Los poderosos, cortesía obligaba,
le solían respaldar con su presencia cuando él la requería y, a la vez, le
invitaban a los eventos políticos donde la valiente prestancia, de un campeón
del periodismo independiente, elevaba a los cielos el tono moral de sus
doctrinas y la sensatez de sus discursos.
Ni que decir tiene que Doro se
había convertido en uno de los pilares periodísticos de la unidad de España, de
la rectitud en la política y de la honradez en general. Sus diatribas orales o
escritas, contra cualquiera que pusiera en cuestión sus certezas, eran de una
contundencia tan indiscutible que, aunque se dudara de su acierto, nadie podía
discutir su sincera y apasionada beligerancia. Pues un periodista independiente
lleva siempre sobre sus espaldas ese deber inexorable.
Alguien le preguntó si no le
importaba que la gente de la calle recelara de su cercanía a los políticos en
el gobierno.
-Ah, sí, por supuesto, pero sólo la opinión de los que sepan leer. A los que no son sordos me los llevo de calle. Están conmigo. Mire usted las audiencias.
-Ah, sí, por supuesto, pero sólo la opinión de los que sepan leer. A los que no son sordos me los llevo de calle. Están conmigo. Mire usted las audiencias.
7 comentarios:
¡¡¡¿¿¿Dónde trabajaba Doro???!!! ¡¡¡¿¿¿En Tele 5???!!!
Ya lo dice el refrán: "Buen porte y buenos modales abren puertas principales"; pero esto, normalmente, va en detrimento de la autenticidad, que es lo que le falta a Doro.
Muy buen artículo, como siempre.
Saludos.
No, Sara, como de costumbre todo es ficticio.
Pero muchos vemos cada día la guerra de opiniones que unos y otros se traen.
Un relato con un poco de sátira.
Nada más.
Gracias por tu comentario.
Como la vida misma!. Me parece haber visto algún Doro en ciertos canales de televisión, opinando en programas cualquiera sobre temas cualquiera con un verbo florido e inquieto pero que hace tiempo perdió la vergüenza.
Describes a la perfección la generalidad de ciertos "periodistas" que se dan en llamar a si mismos "de raza".
Estupenda lectura la que no regalas.
Besos.
Hay muchos "regalos de Dios", Eme, en la gran red de canales de esta Venecia de la información en la que vivimos.
No se si la lectura es o no buena, pero regalarla sí que la regalo. :-)
Besos.
Gracias, ANNA, por visitar este blog.
Ya me paso por el tuyo.
Así se hace un tertuliano. En general me da miedo la gente que está muy segura de lo que dice.
Muy buen relato, irónico y muy agudo.
Me alegra que te guste el relato, Paloma, pero sé que carece de la frescura y la aparente intrascendencia de los que tu escribes. Creo que muchas veces mi modo de escribir resulta pesado y pomposo. Así que admiro de ti cuanto a mí me falta.
Te agradezco que pases por mis artículos así, voluntariamente, sin mediar provocación. Mi idea de los blogs no es la actualidad sino la permanencia de lo que queda escrito.
Por eso no sólo leo entradas recientes, también las anteriores (en los blogs que me gustan, claro.)
Muchas gracias por tu comentario.
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