Hubo lluvias durante varios días
y, para aquel, también se anunciaban. Pero como uno raramente tiene ocasiones
especiales de cazar, no quise desaprovechar aquélla. Tenía muchas
probabilidades de terminar calado y tener que volverme y, también, la certeza de
caminar por mal terreno. Así que la noche anterior llamé al encargado de la
finca:
-
Luis, intentaré cazar mañana.
-
¿Mañana? Tú verás, pero el campo está como un aguazal.
-
Lo intentaré. Subiré a los sardones de Morente.
-
Ni se te ocurra, que el jefe lo caza el sábado y el
domingo. Si quieres, vete al Acebuchal.
-
Vale.
Los sardones es una zona de monte
bajo que, aún mojada, da base firme a los pies. El Acebuchal son tierras de
labor salteadas con olivares y sabía que el suelo estaría como una esponja. Así
que, en vez de malo, el terreno sería pésimo. Pero, quien caza comprometiendo a
otros, no debe exigir. Bastante tiene con poder ir.
Dejé el coche donde pude. Sobre
todo no quería atascarlo en el barro.
Con mi revesino cambiado y el
ánimo bajo y difidente, salí camino de las vaguadas pequeñas. Éstas se
alternaban con sus respectivos caballones atravesando el Acebuchal de norte a
sur. Haría lo posible por no tener que embozarme en las hazas de terrones, de
tierra blanda como el requesón. Éstas se alternaban con los cuadros de oliveras,
abajo y arriba, formando una jarapa irregular de ocres y verdes bajo un cielo
escupidor y encapotado.
Llovía suavemente. Una lluvia
menuda que se pegaba a la ropa sin calarla. Eché la capa de agua a sabiendas de
que, para cazar, es una prenda que sólo contribuye a la torpeza. Pero sólo me
la pondría en caso de aguacero.
Caminaba sin interés bajo la
monótona llovizna. Al cabo de media hora me paré. Me sentía en mitad de un
sinsentido. Era uno de esos días en que uno se pregunta: ¿Qué coño hago aquí?
Sin embargo, bien por la afición
a lo inesperado, bien por ese extraño sentimiento de unión con uno mismo que da
la soledad, seguí caminando. Iba como un
majagranzas, esquivando las escorrentías que jalonaban de surcos el poco suelo
que se podía pisar sin clavarse hasta el tobillo. Me reconcilié con la torpeza
que el barro ponía a mis pasos y, al fin, me dije con modestia: “Mataré la
mañana, si un aguacero no me echa antes, y les daré un lento picadero a mis
fuerzas en este lodazal”.
Y seguí caminando, casi contento
con mi suerte, porque no se podía decir que, en esas condiciones, la
experiencia de caza fuera frecuente. Pero, como la caza, tiene mucho de
imprevisto, decidí disfrutar de las condiciones adversas y encararlas con ánimo
tranquilo. Porque, de no hacerlo así, lo mejor hubiera sido volverme al coche y
dejarlo.
Llevaría una hora cuando, al
asomarme a una de las vaguadas que casi era barranco, saltaron cinco perdices
de un abrigaño, un yeco poblado de maleza que había en su fondo. Vi que volaron
a una costanilla bordeada, arriba y abajo, por olivares.
Rodeé, describiendo una
semicircunferencia, para, entrando por el olivar de la parte superior, asomar justamente
a la laderilla en que se echaron. Muy atento me bajé unos metros del borde y
caminé muy despacio, con todos mis sentidos alerta, para no resbalar. Pero sólo
una saltó casi fuera de tiro. Tras soltarle el cañón izquierdo, me quedé fijo
en su extraña trayectoria, porque enseguida noté como empezaba a remontar. Su
vuelo derivó hacia el olivar que tenía por encima y, de repente, comenzó a
subir perpendicularmente al suelo hasta una altura que la distancia no me
permitía calcular. Estaba haciendo la torre. Todos los cazadores saben que ese
vuelo es un vuelo de estertor. En su agonía la perdiz asciende verticalmente,
muere en el punto más alto de su ascenso y luego cae, ya sin vida, quedando
yerta donde da con el suelo.
Inmóvil desde donde disparé,
estaba observando su caída, cuando la liebre me arrancó a cuatro metros. La
mota móvil de la liebre, en su carrera, me distrajo de la caída de la perdiz y,
curiosamente, quedé paralizado. Al segundo la liebre traspuso el lomo superior
de la cuesta y se perdió en el olivar. Ni siquiera tiré, me quedé alotado.
Entre las dos atenciones: la de la lejana perdiz cayendo y el abrupto y cercano
desencame de la liebre, ni acerté a tirar a la segunda ni me quedó referencia
exacta de la primera. Y cuando volví a mirar al cielo, todo había desaparecido.
A veces, tanta buena suerte es contraproducente y todo aparece y desaparece en
un segundo, como si no fuera real, como si hubiese sido un sueño.
Quedé desconcertado y aturdido. Luego pensé: “Lo que acaba de pasarme. Y
luego dicen que los cazadores contamos mentiras”.
Sabía que la perdiz había caído
y, más o menos, tenía la dirección pero, tapada por la fronda de olivos, a qué
distancia estaría.
Fui a buscarla. Me interné entre
la olivera. Zurcí el olivar con mis pasos, en la zona donde presumía su caída,
a lo largo y a lo ancho. Estuve allí más de media hora deambulando como un dundo
entre olivos, exasperándome al cruzarme una y otra vez con mis profundas
huellas bien marcadas en lo blando del terreno. Pero no me sirvió de nada la
búsqueda. Me dije que la caza era así: difícil de encontrar hasta muerta.
Cuando me cansé, subí hasta la
linde del olivar con el camino del Perdedero. Allí comenzaba una vasta
extensión de terrones y se divisaban las tablillas de la Madre Niña, la finca
de al lado.
Volví adonde tiré a la perdiz. En
mi bajada, volví a mirar obcecadamente el mismo olivar. Pero llegué al sitio y
lo único que encontré fue la cama de la liebre.
Continué, desesperanzado, la
laderilla que traje y seguí mirando cada vaguada y su caballón contiguo, pero
nada.
Cercano ya al último pedazo de
olivar, ya pegando a las tablillas, sentí cantar. Seguramente había un bando en
él. Me interné hacia arriba, me pegué a las tablillas para que, si volaban, lo
hicieran hacia mi terreno. Bajé despacio, clavando mis botas en el blando suelo
y con la vista y el oído atentos. Pero, contra mi creencia, en el último olivar
no saltó ninguna. Sólo me quedaba una asomada, donde los olivos acababan y
comenzaba un aliagar en la terrera. Allí saltó, pero una sola. La vi caer
retorciéndose en el aire, tras los tiros, en los terrones que había setenta
metros más abajo. Bajé corriendo pero, al llegar, no encontré nada. Sólo al
volverme, la vi fugazmente apeonar entre los terrones y meterse en una broza
enorme que había cien metros abajo, llenando el terreno de un olivar viejo, abandonado
y perdido. Corrí por aquellas gachas de tierra, trabándome en el barro hasta
los tobillos. Sin perro sabía que, a no ser que mediara mucha suerte, la había
perdido. Y la suerte no medió. Y, tras otra media hora de dejarme pinchar por
las aliagas y los espinos, comprendí que la había perdido en la maleza. Había
veces en que hasta a los perros les costaba cobrarlas, con que no sé qué
esperaba yo dando vueltas como un payaso que no se resignaba a perder la
segunda perdiz del día. Pero, bien perdida estaba.
Como no había cobrado sino más
desánimo y fatiga, decidí mirar aquellos bajos, más bajos aún que el sitio
donde había perdido la segunda perdiz.
Me iba diciendo que era lo que
tenía el tirar a las perdices largas pero, por otro lado, si no tiras a las
largas, hay días que no tiras a ninguna. Y según lo pensaba, iba metiéndome por
aquellos olivares viejos, abandonados los más y llenos de maleza. Y, así, sin
albergar esperanzas, iba llegando al otro camino que atravesaba los sembrados y
conducía al caserío.
Allí, cuando menos lo esperaba,
tapado por alreras y retamas, a cien metros del camino, saltó la tercera. Tiré
lejos pero afinando cuanto pude, con la esperanza de volver con una a casa. Se
encogió al segundo, pero siguió volando. Seguí la trayectoria con la vista y,
por extraño que parezca, al cabo de unos segundos hizo la torre. Si no me
engañó la vista, mucho más alta que la primera y, al caer, los espinos me
taparon la referencia exacta del lugar. Pero yo sabía que ésta había tenido que
caer en mitad de los terrones, sin olivos, ni matas, ni maleza, y salí
corriendo en la dirección que no había perdido, con la seguridad, esta vez, de
dar con ella.
Al llegar al camino, olvidando el
barro de la cuneta empinada, resbalé y me fui a dar de bruces contra el
desnivel de tierra que el camino tenía al otro lado. Me levanté, ajeno al
dolor, y enseguida asomé para observar desde el alto del camino la terronera
donde la perdiz había caído. En tres años ninguna perdiz me había hecho la
torre y, en ese día, dos. Me daba vergüenza que volviera a sonar a mentira. Pero
así era.
No podía creerme que no la viera.
Estaba a cinco metros de altura y dominaba toda la terronera. Había que mirar
con atención. Tenía que estar allí. Al no verla, bajé a los terrones del haza.
Me embarré como pocas veces en la vida y di vueltas y más vueltas pensando que
era imposible no encontrarla. No sé el tiempo que estuve. Dejé la zona como un
picadero de caballos y, a mis pantalones, el barro les llegaba a la rodilla.
Ya, desesperado de encontrarla, volví al camino y lo seguí hasta unas retamas
que estaban a cien metros de donde busqué. Cruzándolo, a la derecha, estaban
las últimas puntas de olivares y por ellos, que siempre tienen la tierra más
apelmazada, quería volver al cazadero alto que dejé.
Pero, casi con rabia, al llegar a
las retamas del camino, decidí echar desde ellas un último y añorante vistazo a
los terrones, donde sabía que se quedaba mi perdiz.
Fue casi como una aparición
cuando la vi. Estaba más de cien metros más lejos de dónde la estuve buscando.
Me acerqué despacio a ella, como si fuera una visión, como si aún pudiera
desaparecer. Pero no, allí estaba, con las alas abiertas y la pechuga
incrustada en la tierra esponjosa por el impacto de su inercia desde la gran
altura que cayó.
Con el hermoso macho cobrado me
sentí contento por primera vez en la mañana. Y me di cuenta de lo mucho que la
vista engaña en las perdices que hacen la torre. Y, enseguida, me dije: “Igual
la de esta mañana ha caído también bastante más lejos de lo que pensabas”. Y
decidí, tras cazar los bajos por donde forzosamente tenía que pasar, volver a
ascender a las oliveras altas, donde la perdiz de marras cayó, y buscarla más
lejos.
En mi ascenso, volaron las otras
cuatro perdices que perdí de vista en la mañana pero, aunque tiré a una, larga
como de costumbre, la marré.
Con mi mente ocupada en cobrar la
perdiz de la mañana subí al olivar y me metí más lejos, en otra zona de
terrones blandos. Todo fue inútil. Y, obstinadamente, volví de nuevo al olivar.
Aquello ya era una obsesión. Miraba casi olivo por olivo. Dejé atrás la zona
más probable de caída pero, acostumbrado ya a caminar tan lentamente, continué
del mismo modo. Los olivares parecían no terminar nunca. Y ya iba contentándome
con haber cobrado una perdiz, cuando la liebre me saltó sesgada, hacia atrás,
presta a perderse llegando a la espuenda de un camino entre olivos. El tiro
hubo de ser rápido, al sentido, tanto que me sorprendió verla pataleando a
treinta metros sin haber tenido tiempo de apuntar. Era grande, tanto que tuve
dificultad para meterla en la trasera del chaleco. Bueno, por buscar la perdiz,
maté la liebre. Y, aunque el agua no había parado, ni al día ni a la caza se les
podían pedir más sorpresas.
Derrengado llegué al coche a las
tres de la tarde. Me cambié de botas pues, con aquellos tomos de barro pegados,
no se podía conducir. Y, con la mala conciencia de haber perdido la mitad de
las piezas que abatí, regresé a casa más triste que contento. Había repartido
la caza con el campo. Mal socio, pero no tengo otro.
6 comentarios:
Aunque tuvieras mala suerte, tienes que reconocer que la mañana estuvo entretenida.
Y bueno, lo que me has dejado claro son las facultades que tienes.
Mano Santa.
La caza, además de afición, es constancia, paciencia, aguante y como dices en este relato, obsesión. Tú tienes todo eso y algo más, disfruta y sigue deleitándonos con tus historias.
Gracias, Isidro, por tu amable comentario. Sí, para lo que hoy da de sí la caza, la mañana estuvo entretenida.
Pero no te engañes con respecto a mis facultades. Voy lento como un cangrejo, bufo como una cafetera cuando remonto las cuestas y, lo único que me salva, es que yendo solo puedo ir a mi lento ritmo, administrar las pocas fuerzas y, gracias a todo eso, aguantar unas horas. Si me metieran en una mano normal, a la hora me mandarían a mi casa.
Pero gracias por creer que aún me quedan facultades.
Oye, qué es eso de "Mano Santa".
Saludos.
Amigo Anónimo, lo cierto es que uno elige las historias dónde sale mejor parado y, en general, omite esos días yermos en los que se recorre campo y más campo y se vuelve a casa sin ver nada. Pero esos días también son necesarios porque la caza es imprevisible y, sabiendo esto, uno aguanta lo que puede con la esperanza que en cualquier momento el día pueda alegrarse.
Gracias por tu amable comentario.
"Mano Santa", Soros, es Juan Antonio Molina Santillana. A que ya lo entiendes. Por eso me he alegrado tanto del derroche de facultades que narras en tu relato que, como siempre, tomo buena nota.
Pues, ya que lo dices, Isidro, Mano Santa me colocó la ingle derecha y el dedo gordo de la misma pierna al principio de la temporada. Y ten en cuenta que cuando acabo mis jornadas de caza paso un par de días hecho polvo, que me duelen hasta las pestañas. Porque los años no perdonan, sólo te indultan de momento. Y yo llevo unos años indultado.
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