A la ocho en punto llegó el
Choti. El Tomasín y yo teníamos listas las perras en su jaula, así como las escopetas
y los avíos de la caza en el coche.
-
¿Qué? ¿Al final te has traído al Jumbo?
-
A regañadientes se ha venido –dijo el Choti, y añadió
con seriedad- No sé qué le pasa al jodío perro. Yo creo que está deprimido.
-
¿Igual le has tenido que dar un Lexatín?–contestó el
Tomasín con una sorna que se le salía de la boca.
Mientras enfilábamos para el alto
de la antena con el coche, le pregunté al Tomasín:
-
El Choti habrá dicho lo de la depresión del perro en
plan de cachondeo.
-
Que no, que se lo cree, que lo ha dicho en serio.
Me callé el “no me jodas”, pero
no me hubiera pesado el pronunciarlo.
Dejamos los coches junto a una
pila de pacas de paja a un kilómetro del alto de la antena. Éramos los primeros
en llegar y enseguida nos dispusimos a iniciar la mano, tomando la suave ladera
que llevaba a rodear el cerro de la antena por detrás. El último día de la
codorniz habíamos visto un número inusual de perdices en aquel paraje, así que
fuimos diligentes a pesar de que, casi seguro, lo de las perdices ya lo sabría
medio pueblo.
Apenas iniciada la caza por
aquella ladera suave pero poblada de espinos y manchada de macizos de aliagas,
que nos rozaban al pecho, chilló el Choti:
-
¡Me cagüen… que ha transpuesto la liebre ahí delante!
-
Y pa qué no la has tirao –gritó el Tomasín.
-
Si es que llevaba el seguro puesto.
-
¡Hay que joderse!, ¡bien empezamos!
Al llegar al cerro de la antena,
me tocó la parte baja y las dos perras, que no se separaban de mí, empezaron a
picarse, especialmente la Fary, la braca de seis años de toda confianza. La
Tiqui, una perrilla negra garabita de casi el tamaño de una liebre, la imitaba,
pero eso, la imitaba, porque no es perra fogueada ni de fundamento.
Enseguida, el Choti, que iba a
media ladera, avisó de que el bando había saltado. El Tomasín lo corroboró
desde arriba, pero yo no pude ver nada.
Con toda cautela terminamos de
rodear el cerro y nos encaminamos a la abrupta ladera que da sobre la huerta
del Juan Ramón, allá, en vertical, cien metros más abajo. Al asomar las
sentíamos seguras. Pero nada, ni verlas, ni un aleteo, ni un movimiento
extraño.
¿A derecha o a izquierda?- me
dije.
Pero la duda la resolvió el Choti
que, con autoridad, nos gritó:
-
¡Bájate tú, que el Tomasín se quede arriba y yo iré a
media ladera! Vamos hacia la taina la Mimbrera.
Íbamos hacia la derecha. Teníamos
por delante los dos kilómetros de linde que, terminando en el paraje de
Cantaperdiz, nos unían con el término de Cinco Villas.
El de arriba no iba mal, pero el
Choti y yo, que llevábamos la media y la baja ladera, nos abríamos paso entre
la fronda de matorral bajo como podíamos. Al rato el sol salió del todo y,
caminando hacia el Este, nos ofendía en los ojos como un rayo. Sacamos los
sobreros, arrugados desde agosto. La mañana se había quedado calma y soleada
cuando llegamos sobre Cantaperdiz pero, de caza, ni verla.
-
Pero, cómo se van a meter aquí las perdices, en esta
puta espesura. Seguro que han cruzado sobre la huerta del Juan Ramón y se han
dado en el Calvario- dijo el Choti.
-
Sí, pues ya son las diez y, si queremos volver allí,
otra hora tenemos de camino- puntualizó el Tomasín.
-
Pero, ¿os habéis fijado en la mañana que se ha quedado
y en el paisaje? –dije yo por decir algo y porque, además, era verdad.
-
Eso sí, a lo mejor con este panorama, este día y esta
calma, se le pasa la depresión al perro del Choti- dijo el Tomasín burlonamente
mientras se encía un cigarrillo.
Tras unos minutos de descanso
volvimos a desandar lo andado. Ya había un cazador por los rastrojos bajos,
linderos con Cinco Villas, que nos atronó con tres cartuchazos de repetidora y,
por los altos, vimos a otros que aguantaban en ellos, seguramente viéndonos y pensando
que les íbamos a ahuecar las perdices de la malísima ladera que recorríamos de
vuelta. Aquí, cada cual más listo. Como toda la vida.
Fue casi al llegar al sitio donde
habíamos empezado, cuando la Fary coenzó a dar señales inequívocas de rastro de
perdiz. Justo en lo más espeso de los aliagares. Las dos perras estaban a mi
lado, pero la primera perdiz voló de arriba, justo coronando la ladera. Como no
la vi, el tiro del Choti me sobresaltó y sentí los plomos soplar por encima de
mí, a mi derecha. La había marrado y súbitamente, a ras de los espinos, el
animal se me echó encima. No sé adónde mi ansiedad largó el primer escopetazo,
pero la perdiz pasó silbando junto a mí ladera abajo. En un instante me reporté
y pensé que debía tomarle los puntos un poco por debajo cuando ya se alejaba
velozmente de mí, impulsada por la tremenda inercia de la cuesta. Acerté en esa
segunda oportunidad, que la vida nos niega tantas veces, y la perdiz fue a caer
allá abajo, en el primer rastrojo que se iniciaba bajo la broza de la cuesta.
Bajé lo más rápido que pude temiendo que, pese al pelotazo, fuera de ala y
apeonara hasta perderse en la maleza.
Al llegar al rastrojo era la
perra garabita, la inexperta pequeñaja, la única que me acompañaba y la que vio
a la perdiz correr por el rastrojo y, en un momento, se hizo con ella. La otra
perra, la braca, la fiable, había seguido por el alto enfebrecida por el
rastro. Pero, tras mis llamadas, bajó al fin para ver cómo le recogía de la boca
la presa a la perrilla. Le ofrecí la perdiz a la flamante braca para que se
saciara de su olor, pero la perra no hizo ni caso de la oferta y se marchó
altiva de mi lado para irse con el Tomasín. Cosa que me sorprendió.
Reanudamos la mano y sugerí que
la llevásemos hasta el final, mucho más allá de donde la iniciamos a la ida.
Para animar al Tomasín y al Choti
les dije que me subiría a lo más alto y que ellos continuaran por donde íbamos.
Apenas llegué arriba una perdiz
se descolgó, al descubrirme yo, ladera abajo. Les iba a chistar pero eso,
recordé, era cosa de antaño. Así que les grité directamente a pleno pulmón:
-
¡Ahívala! ¡Ahívala!
Sonaron tres tiros y vi
desplomarse a la perdiz en el zarzón largo que hace de lindero de la huerta de
Juan Ramón con el camino de Cinco Villas.
-
Mu güeno, Genry –les grité, rememorando al Colás cuando
veía acertar un tiro difícil, aunque ellos seguro que no entendieron nada.
Tras unos instantes de búsqueda
vi como el Jumbo, el perro depresivo del Choti, la cobraba. Bueno, parece que
éste supera la depresión, me dije.
Terminamos la mano. Y ahora, ¿qué
hacemos?
Yo dije que debíamos subir de
nuevo al cerro de la antena. La idea se aceptó pero, tras subir, nos
encontramos con que había tres tíos en el alto. Sugerí de nuevo volver por
donde habíamos venido, donde habíamos matado las dos perdices. El Tomasín y el
Choti me miraron, mitad escépticos mitad cansados, y, al final, aceptaron
porque no se le ocurrió proposición mejor. Ellos irían altos, por el llano de
arriba, que no habíamos pisado, y sólo yo me metería por la tupida y pendiente
ladera. Sabía que desconfiaban de que se hubiera quedado allí caza, pero yo
estaba casi seguro de que las perdices, acosadas por tantos lados, se estaban
quedando en aquella selva de aliagas. Eché de menos a la braca que, después del
desplante que me hizo con la perdiz que cobró la garabita, se había ido con el
Tomasín. Era la primera vez que me lo hacía tras seis años de ser mi sombra.
Pero no me penó porque, al fin y al cabo, yo la sacaba al campo, pero el
Tomasín era quien la cuidaba cada día y le daba de comer. Caprichos de los animales,
pensé.
La intuición no me falló.
Mientras mis dos compañeros pateaban el alto, fuera de mi vista, seguí a duras
penas por la ladera del aliagar espeso.
Apenas había caminado trescientos
metros cuando me voló una perdiz ladera abajo, corrí la mano con instinto y el
tiro casi se escapó haciendo que el ave cayera entre lo más intrincado del
aliagar.
Bajé lo más rápido que pude pero
el macizo era casi impenetrable. La pequeña garabita negra no tenía corpulencia
ni fuerza para meterse allí dentro y yo, que un par de veces oí a la perdiz
moverse dentro de aquella pequeña jungla, no paraba de llamar a la briosa Fary
que sabía que la cobraría al instante.
Al cabo de un rato y de mis
voces, apareció la Fary, seguida del Tomasín y del Choti, que hacían algo de pereza
para bajar al lugar desde donde yo voceaba. Pero lo sorprendente fue que la
Fary, la expeditiva braca, bajó, notó que la perdiz estaba y, para la mayor de
mis sorpresas, se sentó al borde del aliagar y se quedó mirándome impertérrita
a pesar de mis gritos que la animaban a buscar la presa. Era como si me dijera:
“Hala, que te la cobre la perrucha esa que te ha cobrado la de antes.”
No podía creerme lo que estaba
viendo. Había visto a perros rivalizar por cobrar una pieza pero esa actitud
jamás la había presenciado. No podía creerme que un animal llegara a eso.
De nada sirvieron mis llamadas.
Solamente cuando, al final, el Choti bajó con su perro, el depresivo, y éste
hizo intención de meterse en el aliagar a cobrar la perdiz, fue cuando la Fary
se metió dentro, se quedó de muestra y se lanzó atrapando en dos segundos la
perdiz. Luego, me la mostró entre sus fauces, la dejó en el suelo sin sacarla
de entre las brozas, y se salió de allí. Tuve que entrar y cogerla de donde la
dejó.
Cuando terminamos la caza del día
comentamos el hecho. Para los tres el comportamiento de la braca había sido una
cosa singular. Decidí que no volvería a sacar a las dos perras juntas. No podía
imaginarme hasta dónde podía llegar la envidia.
Aquella misma tarde salí, esta
vez yo solo, a dar una vuelta. Solamente me lleve a la Fary. Quería saber si la
braca me seguía siendo fiel.
No tardó media hora en dar con
rastro de perdices. Era un herbazal de fino pasto seco que me llegaba a la
rodilla. Un lugar ideal para que las perdices, hostigadas por muchos lugares
durante la mañana, se hubieran refugiado. Pero, al ser llano, se movían sin
esfuerzo, viendo y sin ser vistas. La Fary hizo un par de muestras largas, al
cabo de las cuales, dos perdices saltaron lejos. Instintivamente solté los dos
tiros a una de ellas por sentirla bien enfilada aunque muy larga. Noté que la
había tocado, porque volaba, tras los tiros, colgada de riñones pero, aún así,
transpuso un cerrete junto a un chaparro y la perdí de vista.
Como no tenía mejor proporción,
llamé a la perra y me encaminé hacia el chaparro por el que la perdiz
desapareció. Luego continué ladera abajo con la perra treinta metros por
delante. Si no había equivocado la dirección, la experta braca la detectaría.
Tras descender unos doscientos metros por la suave ladera, la Fary se quedó
abruptamente de muestra. A los cinco segundos la perdiz herida perdió los
nervios y salió. No podía ya volar. Aún le hizo un par de quiebros a la braca
pero ésta la cobró enseguida y, orgullosamente, vino a mí con ella en boca, me
puso las patas en el pecho y me la dio. Y fue como si me dijera: “Ahora sí,
toma, aquí la tienes.”
Si la envidia podía producir
comportamientos tan extraños en los perros, qué no hará en los humanos. Pensé.
2 comentarios:
Me alegro mucho, Soros, después de tanto tiempo leer un relato de caza.
Gracias, Isidro.
Pero, a ti, qué te voy a decir de perros. Seguro que has visto cosas entre ellos de todos los colores.
Un abrazo.
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