Macario Prosopón era un hombre al
que no le gustaban los otros hombres y menos las mujeres y, para no faltar al
igualitarismo en sus desprecios, tampoco los niños. No escapaban a su desapego,
por decirlo de una vez, entidades, corporaciones, sociedades, asociaciones,
sindicatos, partidos, gobiernos, ni cualquier otra forma política o social
conocida en el presente o en el pasado. Bueno, había llegado a tal punto, que
despreciaba hasta a las Oenegés. Eso, ya daba una idea. Macario Prosopón
aborrecía, por principio, todo aquello que pretendiera inspirar solidaridad, civismo
y, en general, todos esos nobles y altruistas comportamientos a los que hoy el
gentío pomposamente llama políticamente correctos. Tampoco era menor su desdén por
todas esas delicadas cosas que enaltecen, promueven, potencian, dignifican,
desarrollan, realzan y hasta se atreven a decir que ansían poner en valor,
nuestros modernos ministros y gurús de las políticas culturales, sociales,
medioambientales, etc. y a los que todo el mundo aprecia por, verbigracia, su
capacidad de trabajo, su honradez, su talento y su acertada visión de futuro.
Qué poca consideración guardaba,
aquel hombre, hacia las sutilezas de sus semejantes, por justas, oportunas y
acertadas que aquéllas fueran.
Macario Prosopón, desde ahora MP,
gastaba pocas bromas y menos palabras y, las que empleaba, no dejaban lugar a
dudas sobre sus pensamientos.
- Don Macario, ¿ayudaría usted a
aquella venerable anciana, que va en silla de ruedas, a cruzar la calle por el
paso rebajado, anejo al de cebra, a salvo de todo vehículo motorizado inmerso
en el proceloso tráfico rodado de la moderna urbe?
- No.
- Pero, don Macario, ¿y si la
anciana, tullida por el paso de los años, ajada por haber traído al mundo una
docena de hijos, estuviera perdida y no recordara siquiera quien era, por obra
de ese mal que, con los años, a todos puede hurtarnos la memoria?
- No.
- Pero, perdone que insista. ¿Y
si la anciana de escaso y níveo pelo, caquéctica, tiritando, con lágrimas en
los ojos, posara éstos en los suyos y le confundiera con uno de aquellos
vástagos que tuvo, y que ahora andarán, por mor de la competitividad, diseminados
por esas comunidades históricas nuestras, y le dijera: “¡Hijo mío, ayúdame!”?
- No.
- ¿Ni siquiera en este caso
mostraría usted su lado más eminentemente solidario y filial?
- No.
- ¿Y no cruzaría, llevándole
amablemente del brazo a la otra acera, a ese pobre invidente, a ese
discapacitado visual, o a ese cieguecito de nacimiento que va
tropezando, el pobrecillo de Dios, torpemente con tanto obstáculo y mobiliario
urbano de última generación como encuentra a su paso?
- No.
- Sr. Prosopón, ¿daría usted un
donativo para la lucha contra esa enfermedad que a todos nos acecha,
consistente en la propia rebelión celular anárquica e incontrolada, y que
vuelve nuestro cuerpo contra nosotros mismos en forma de neoplasias tumorales, y
que se llama cáncer por ese mal gusto que tenemos y ese afán tan nuestro por
abreviar?
- No.
- ¿Ayudaría usted, don Macario, a
una persona caída en la calle, con probables síntomas de hipotermia,
desnutrición y dipsomanía, que estuviera en un estado de desvanecimiento y que,
presumiblemente, pudiera llegar a presentar una o más lesiones realmente incompatibles
con la vida?
- No.
- ¿Y a un discapacitado físico, a
su vez desfavorecido económicamente y consiguientemente discriminado
socialmente por ello, con problemas psíquicos sobrevenidos a causa de una
incipiente disfunción eréctil y agravados por una desventaja capilar producida
por la alopecia androide? ¿No le prestaría su ayuda de alguna manera puntual?
- No.
- Pero, ¿y si además estuviera el
suelo cubierto por el albo sudario de un palmo de nieve y la temperatura, por
debajo de cero, unida al helado céfiro del norte hicieran insoportable la
sensación térmica ambiental?
- No.
- ¿Y si se tratara de un gatito
perdido, famélico, excluido de la acción benéfica y social de las distintas protectoras
de animales, a punto de ser aplastado por las ruedas de cualquier vehículo a
motor, no lo socorrería usted? ¿No brotaría de usted, espontáneamente, su lado
más humano? ¿No saltarían en su cerebro todas las alarmas que rigen la ternura
más básica?
- No.
- Pero, ¿y si además fuera
Navidad y estuvieran sonando, de música de fondo, esos villancicos de toda la
vida con los que nos regala la megafonía parroquial o municipal, recordándonos
nuestros orígenes cristianos mientras amablemente nos incitan a ese consumo
generador de empleo? ¿No brotaría de usted su lado más espiritual y
trascendente? ¿No se desbordaría ese torrente de calor humano que hasta el más
insensible de los hombres alberga en sus entrañas?
- ¡Que no, coño!
- ¿Qué haría usted don Macario con
esas personas que, ajenas a la condición de sus semejantes, bien disminuidos
físicos o psíquicos, o con hándicaps de distinta índole, aparcan en las plazas
reservadas para ellos o suben sus coches en las aceras haciéndolas inviables o
los dejan tapando los pasos rebajados para sillas de ruedas o incluso en los
mismísimos pasos de cebra?
- Condecorarles por su adaptación
al tráfico urbano.
- Entonces todas las personas
enfermas o discapacitadas, ¿no podrían salir a la calle?
- Exacto, lo mismo que los coches
no entran en sus casas.
- ¿Y qué haría si topara con un
cérvido herido en el bosque y éste, el cérvido, le mirara con esos ojos tan
humanos, tan tiernos, tan brillantes, que dicen que hasta lágrimas echan,
implorando su socorro y su solidaridad animal?
- Rematarle.
- No me diga que anda usted
armado a todas horas a lo largo y ancho de este pacífico país. No me diga que
no dudaría usted en mostrar su lado más violento.
- ¿Armado?, con un golpe de faca
en el cuello bastaría para despenarlo.
- ¿Pero no me diga que sería
capaz de comerse luego a un animal así, a una joya de la naturaleza, a una
alhaja de nuestro ecosistema, a un ser que vio vivo y al que pudo ayudar en su
propio biotopo? Repita conmigo que se lo comería, he de oírselo decir para
creerlo. Dígalo.
- Pues claro, a fuerza de pan.
- Y, ¿qué me haría con esos
automovilistas que no respetan a los peatones y que no paran en los pasos de
cebra y que incluso llegan a atropellar viandantes en los citados pasos
causándoles desde distintos traumatismos hasta lesiones de tal incompatibilidad
con la vida que terminan real y literalmente muertos?
- Pagarles el chapista o, en su
caso, coche nuevo. Y a los reincidentes, ¿cómo le dicen? Ah, sí, uno de alta
gama, a elegir.
- ¡Oh, don Macario!, sin duda es
usted un bromista,
- Si usted lo dice.
- Hoy en día, don Macario, está
de moda el revival de las viejas tradiciones, de la recuperación de las cosas
de antes, del recuerdo de cómo se vivió en tiempos pretéritos. ¿Sería usted tan
amable de contarnos algún juego de cuando usted era niño? Por favor, muéstrenos
su lado más infantil y desenfadado. Usted, tiene que tenerlo.
- Pues claro. Cazábamos una hurraca
viva. La pelábamos por completo a excepción de las alas y luego la soltábamos.
Había de verse cómo el resto de las aves la tomaban con ella. Debía ser porque
no le perdonaban el ser distinta. Como la vida misma, no le digo.
- ¿Y no recuerda algún otro? No
sé, algo, algo que mueva a la ternura, algo que nos hable del desamparo, de la
inocencia, del candor de aquel niño que, sin duda, debió ser usted algún día.
- Sí, otras veces le sacábamos
los ojos y luego la echábamos a volar. Había de verse como se daba de porrazos contra todo, la muy handicapada.
- ¿Y a qué otras cosas se
dedicaba usted de pequeño, don Macario?
- A tirar piedras a los otros, a
matar pájaros a cantazos, a coger nidos, a ver capar los cochinos, a asfixiar
pichones, a sangrar pollos, a cazar lagartijas y otros reptiles a chinazos, a
coger murciélagos, a apedrear gatos, a cortarles el rabo a los perros, a
ponerles lazos a los conejos, a hacerme panderetas y zambombas con los pellejos
de distintos mamíferos y, también, a hacer de monaguillo.
- ¿Nos está usted diciendo que
sólo disfrutaba produciendo esos graves desórdenes en el ecosistema
medioambiental a la par que torturaba a los seres vivos del entorno? ¿Es ese,
realmente, el alcance final de sus palabras, don Macario?
- Pues sí. Y a hacer de
monaguillo. ¿Pasa algo?
- Y entonces, usted, cuando ve
uno de esos autocares en los que realizan excursiones personas de avanzada edad
o con distintas discapacidades, disfrutando así de los años de vida que les
restan pese a sus muchas mermas, ¿qué es lo que usted siente? ¿Qué sentimientos
afloran a su mente? Díganos don Macario.
- Pienso que no me extraña un
pelo que tantos dictadores se liaran, en su día, la manta a la cabeza y cortaran
por lo sano.
- Pero no me diga que comparte
usted esas ideologías extremistas, que apoya sus ideas, que se atrevería usted
a abogar por la implementación de tales comportamientos, amén de inhumanos,
significativamente extremos.
- Yo ni comparto, ni apoyo, ni
abogo. Sólo he dicho que no me extraña.
- Pero, ¿cómo puede usted decir
eso? ¿No le preocupa que se malinterpreten sus palabras? ¿No le importa que le
puedan tomar a usted por un, no sé cómo decirlo, un extremista, un loco, un
fanático?
- No. Lo que yo tengo son las
ideas claras y voy por la vida sin complejos. Eso es lo que molesta.
- Por favor, una última pregunta…
- No señor. Ya estoy harto de oír
gilipolleces.
5 comentarios:
Muy bien redactadas las preguntas al de las ideas claras:
"problemas psíquicos sobrevenidos a causa de una incipiente disfunción eréctil y agravados por una desventaja capilar producida por la alopecia androide"
:)
dios santo!... que es esa cosa de la foto? y esa carnicería y ese niño comiendo el bocadillo? y esas risas y ese ambientillo?
que macabro todo.
(bueno, perdón si ofendo, quizá son escenas de caza ... y claro, que sé yo, a mi me parece terrible)
Hay que reírse de lo que se oye por ahí, sobre todo porque el día que menos pensamos nos sorprendemos a nosotros mismos hablando de ese modo.
La foto es actual. No es mía pero sabía que iba a sorprender a quien la mire con atención. En los pueblos la mezcla de la vida y la muerte se sigue observando con la misma naturalidad de un niño que se come un bocadillo. En nuestra alta sociedad somos espectadores impasibles de escenas más crueles pero son pocos los que se alarman ante lo cotidiano. No nos consta.
Ese "que no, coño" me ha hecho reír.
Hombre, el Macario Prosopón buena persona, lo que se dice buena persona, no me parece.
Diría yo que el Toni es un poco más humano. Aunque las preguntitas se merecían el no.
Vale, Palomamzs, acepto al Toni como animal de compañía.
Publicar un comentario