Mientras caminaba miró sus
zapatos. Habían sido unos zapatos suaves, flexibles, de un cuero finísimo
parecido a la cabritilla, ese género que se solía emplear para guantes por su
extremada blandura y flexibilidad. Fueron, y aún lo eran, unos zapatos
confortables, elegantes y, sobre todo, cómodos. Pero habían pasado dos años y,
en los contenedores, no había encontrado mejores sustitutos. Por el extremo
cuidado de su curtido, el cuero, ya tan sobado y fino como una badana, no había
llegado a romperse pero, sin embargo, aparecía ajado allá donde el pie doblaba
y mostraba un sinnúmero de arrugas, casi simétricas que, llenas de mugre por la
falta de limpieza, les daban una apariencia más desastrada y sucia que si
acabara de cogerlos de un cubo de basura.
Mirando las arrugas de aquellos
zapatos finos les encontró, o quiso imaginar en ellas, cierto paralelismo con
las del pellejo rugoso de su cara. Era fino también y ya tiraba a viejo, y
estaba resecado por la intemperie, amén de áspero, casi de continuo, por lo
irregular de los ocasionales afeitados. Recordó entonces el espejo de casa,
aquel espejo amigo que tantos años le acompañó día tras día en la agradable
calidez del cuarto de baño. Supo entonces que, por el roce, aquél estaba
compinchado con él y por eso le devolvía, al afeitarse, imágenes amables del
inapreciable deterioro diario. Aquella hermosa luna, halagadora cotidiana, tenía
la virtud de volver imperceptible el avance del tiempo. Era aquél un espejo
afín a él, continuamente frecuentado, que le devolvía una imagen amorosamente distorsionada
de sí mismo, así que, en él, se contempló siempre con benevolencia. Fue, sin
duda, uno de los muebles de la casa a los que más cariño profesaba y a los que
más tiempo dedicó. No se dio cuenta hasta ese día.
Ahora, a decir verdad, no eran
muchas las ocasiones que tenía, viviendo en la calle, de mirarse detenidamente
en un espejo. Además ya no era igual, eran espejos ajenos, desconocidos,
comunes, espejos de urinarios públicos, de malolientes retretes de tabernas, de
los servicios sucios de las estaciones, de letrinas hediondas y olvidadas, que incluso
solían, además, estar empañados, mohosos, arpados, rotos o eran espejos
enfermos que, con el azogue carcomido por los años, mostraban un cristal con
aspecto de cancerosa podredumbre. A nadie podían gustarle aquellos espejos
ordinarios, evidentemente sinceros, que, en su grosería, te devolvían una
imagen no deseada, una imagen que no querías ver, como si te lanzaran un
escupitajo descarado desde la otra parte del cristal. Así de soez era la
realidad.
Parecía mentira que se hubiesen
pasado un par de años. Él no lo había notado, pero los zapatos sí y no hacían
sino recordárselo desde que, sentado en un banco del parque, había reparado en
ellos y los miraba tan detenidamente como si fueran la cara familiar de un
pariente estropeado por los años. Eran zapatos de tafilete, algo que ya no se
hacía o, que si se hacía, se hacía para cuatro caprichosos dispuestos a pagar
por un par una fortuna.
Fue lo último que compró antes de
que muriera su mujer. Y el recuerdo le llenó de ensoñación. La muerte aquella
fue una muerte mentirosa. Al menos, a él, le engañó. Fue repentina, como cuando
a un niño se le revienta un globo. Tan asustado como sorprendido, tardó en
entender.
Él era por entonces un hombre de
fortuna. Su negocio marchaba. Hasta el punto de que, con unos cuantos becarios,
gobernados por otros pocos contratados, con contratos basura, le bastaba para
que aquello prosperara. Sólo pagaba un sueldo en condiciones: el de aquella
gerente pelirroja, tan espabilada que era la única que percibía, en puridad, lo
justo por llevar el peso del negocio. Él ya llevaba años dedicándose al ocio.
Pero, luego de entender la
magnitud de aquel adiós inesperado, supo de sí mismo que ya no se necesitaba.
La simpleza del asunto se le hizo evidente. Ya no quiso más aquel espacio que
había sido su casa suntuosa. Abandonó el negocio en manos de la gerente jara.
Dejó todo y se dio a la renunciación, que venía a ser igual que el ocio, sólo
que sin dinero ni propiedades de consideración.
4 comentarios:
Un abandono en espera de la muerte, parece. Entonces fue una renuncia apolítica. Sin idealismos trasnochados. Solo renunció.
La voluntad de cada uno es... a veces inexplicable.
(-_-)
Sí, Insumisa, una especie de renuncia laica, sin creencias, sin posturas definidas. Algo así.
La idea:
"Era aquél un espejo afín a él, continuamente frecuentado, que le devolvía una imagen amorosamente distorsionada de sí mismo, así que, en él, se contempló siempre con benevolencia".
Todos, Zeltia, nos contemplamos en el espejo de nuestra benevolencia.
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