Era un placer dormir en el coche.
Habitualmente dormía en aquel fonducho que tenían los viejos. Pero nunca le
gustó. Allí concurrían un puñado, poco variable y menos fiable, de personajes desgraciados.
Eran individuos sucios y chocrosos que nunca habían conocido otro oficio que no
fuera el de mendigo, pordiosero, guitón, gallofero o landrero, teniendo, en todos ellos, bien recorridos los grados del
escalafón.
Así que aquel atardecer, cuando
sintió caer las primeras gotas, levantó la cara al cielo, miró las nubes grises
y deshilachadas y se alegró.
Aún tenía el coche, un modelo
antiguo, pesado y amplio, en el corral del Mondacimas. Dos años antes, cuando
se dejó arrastrar por su vocación a la renuncia, que así había dado en llamar a
lo suyo, había intimado con Gregorio el Mondacimas. Éste le permitió meter el
coche en el corral que tuvo destinado a las ovejas y que la venta del rebaño,
tras su jubilación, dejó sin uso. El recinto aún tenía el suelo tapizado de
sirle y conservaba todo él, y también el aire aledaño, el olor acre del ganado.
Dejaba colgadas las llaves del
coche en una escarpia clavada en la pared, junto a la puerta, al lado de otras alcayatas
de las que pendían cordeles semipodridos y herramientas recubiertas de orín por
la intemperie. Al pie de la pared estaban todavía los viejos recipientes
oxidados, hasta casi la descomposición, por el agua de lluvia, ya rojiza,
depositada en ellos. Mirando el abandono de aquel corral desocupado, tuvo la
certeza de que el coche, sin aquel cobijo, sería ya una carcasa irreconocible y
retorcida, sin ruedas ni cristales, achicharrada en mitad de algún descampado,
o perdida entre las tierras removidas de cualquier vertedero.
Entró. Y, como siempre, sintió
añoranza. Era el único objeto que le recordaba el tiempo pasado. Sonrió
pensando que el viejo coche, que le mudó tantas veces de lugar, ahora,
conservando algo de su utilidad, le seguía trasladando en el tiempo y que, al
abrir su puerta, era su chirrido el inicio de una metáfora, aquélla del
transporte solitario y singular que siempre experimentaba en su interior.
Tenía los asientos tumbados desde
la primera noche que le cobijó y ya no se molestaba en devolverlos a su
posición. Había rellenado los huecos, para alisar la superficie, con sacos,
trapos y trozos de lona y arpillera que encontró en el zaguán de la ruinosa
casa contigua. La noche se había cerrado sobre él mientras estaba distraído. Se
tumbó en aquel improvisado lecho, se arrebujó bajo el par de pesadas mantas
heredadas del pastor y recibió, en el silencio oscuro de la noche, el tintineo,
primero tímido y luego continuo, de la lluvia sobre la chapa. Se sintió acogido
en el pequeño espacio. Luego se acomodó y se imaginó náufrago en medio de aquel
arrabal perdido, troglodita desamparado en una prehistoria a la moderna, con
grutas hechas de quincalla y detritus de escombrera.
El interior cerrado de aquella
promesa de chatarra era su santuario. Desde que llegó, las noches que llovía,
venía al coche. El resto de las noches no tenía sentido y dormía en el fonducho
del tío Simancas. Pero no le importaba, porque las noches sin lluvia eran mudas
y solitarias, no tenían nada de atrayentes y daba igual donde pasarlas. Eran
noches anodinas.
Sus ocasionales noches en el
coche eran, si es que meditar, dormir, dormitar o semivelar en él podía serlo,
el único placer antiguo. Y no quería romper esa costumbre, porque representaba
el vínculo de lo que fue con lo que era. El viejo trasto, enraizado ya en el
corral del Mondacimas, apenas con aire en las ruedas, era el recordatorio
tangible de su vida anterior. El coche,
varado en el corral, era su referencia del tiempo anterior a la renuncia.
Un fedatario de presente y pasado.
Bajo el ruido de la lluvia solía
soñar con cosas agradables, ajenas al pasado y al presente, y que se le antojaban adelantadas entregas de
otros mundos por ver, si no en su futuro, sí cuando la puertecilla de la existencia
se le cerrara en éste.
Pero, si no dormía, tampoco
importaba. Consideraba el silbido del viento y el arreciar del agua contra la
chapa protectora un monólogo regalado por los elementos y del que, si se
prestaba atención, podían sacarse conclusiones inéditas. También, a veces, el
persistente ruido le suscitaba ideas sorprendentes y, en cualquier caso y como
poco, era un acompañante entretenido, evocador y, a su juicio, hasta mágico o tántrico
por el modo repetitivo, incansable y oculto en que se manifestaba.
Cuando se entregó a la renuncia,
que no a la pobreza, aunque reconocía que la segunda solía acompañar a la
primera, no imaginaba la cantidad de personas que iba a conocer en un estado de
necesidad parecido al suyo. Mas parecido sólo, pues las motivaciones, cuando
existían, eran muy dispares y siempre diferentes a la propia. Sin embargo, en
honor a la verdad, la inmensa mayoría de aquellas personas le decepcionó.
Habían llegado a aquel estado por las circunstancias, los imponderables, la
mala suerte, el delito, la poca cabeza… y no abundaban, ni mucho menos, casos
vocacionales como el suyo. Casos en los que el detonante de aquella inclinación
fuera el convencimiento, revestido con esa fuerza irresistible que, según dicen,
sólo de la verdadera fe proviene. Consideraba a todos sus colegas pobres de
oficio porque, en general, habían hecho uno de su estado y ningún otro, más que
ése, conocían. Había que considerar, sin embargo, la excelente cualificación de
muchos, pues habían aprendido a obtener lo necesario para el sustento cotidiano,
y aún para los vicios, en menos tiempo que suena un cimbel. Mas no les envidaba
por eso. Eran personas sucias, viciosas en general, aunque virtuosas de la haraganería,
y carecían del mínimo sentido práctico que les permitiera, no ya apreciar, sino
siquiera percibir alguna de las hermosas simplicidades que la vida de un pobre,
siendo vocacional, ofrecía a diario.
Él, a través de su renuncia
meditada, había llegado a la pobreza, pero, no siendo la segunda su objetivo,
no era pedigüeño como los mendigos de ciudad o los pordioseros de pueblo. Inherente
a su pobreza era la aceptación de ese estado no buscado y la delectación en el
mismo, ya que le venía dado por añadidura, como un don. También gozaba
recreándose en las muchas reflexiones que proporciona y el largo tiempo libre
que da, así como la gran independencia de la que se disfruta por, como en las
mejores profesiones, no depender de nadie.
Aceptaba su condición sin pedir ni
rehusar, pues su estado no era consecuencia del orgullo ni de su hermana la
soberbia y, menos aún, de la arrogancia que tuvo en otros tiempos y que también
había abandonado tan voluntaria como gustosamente. Simplemente aceptaba lo que
su mirada le permitiera captar de otras voluntades, sin importunarles con la
palabra y sin suscitarles, al menos intencionadamente, sentimientos de conmiseración.
Aceptaba lo que quisieran darle, pensando que los donantes lo hacían
considerando que debían hacerlo, porque se solidarizaban con la grandeza de su
sentimiento y no porque se apiadaran de la miseria inherente al mismo. Lo uno
eran donaciones solidarias, lo otro limosnas denigrantes.
Lamentablemente ninguno de los
que le veían, le auxiliaran o no, pensaban así. Porque tal es y será siempre la
indiferencia del mundo a los más sublimes sentimientos. Sí.
4 comentarios:
Lamentablemente para el personaje, los "mas nobles y/o sublimes sentimientos" ni se ven y si lo hacen, ni se notan.
Seguramente el personaje vivía para sí mismo y, aunque creyese que inducía a los demás a pensar de un modo, en el fondo le diera igual.
"Se sintió acogido en el pequeño espacio. Luego se acomodó y se imaginó náufrago en medio de aquel arrabal perdido, troglodita desamparado en una prehistoria a la moderna, con grutas hechas de quincalla y detritus de escombrera."
Mi párrafo.
Como tantos, Zeltia.
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