Casi llena está la terraza. También la otra y la otra… Falta poco para comer y unos acuden a ellas al vermú, otros porque tienen la costumbre de leer en ellas el periódico, otros porque es la rutina al salir de misa los domingos estivales, otros porque están cansados, otros por curiosear y otros no saben por qué, tal vez porque les da la gana simplemente…
En la Terraza de Verano, que así se llama la terraza de verano que hay en un jardín del lugar, se sientan cinco hombres y tres mujeres a una mesa larga. Los hombres pugnan cada cual por hablar de los suyo. Parece que escuchan a los demás pero no es cierto, sólo esperan a que terminen para hablar ellos sin contestar a lo que antes se haya dicho. Uno habla de hospitales pues parece médico; otro cuenta anécdotas de su vida de policía local, otro de la enseñanza… A las mujeres no les va ese afán por disputarse el tema de conversación y dos, ajenas por completo a las exposiciones de los hombres y, además, aburridas, toman sus bebidas con indolencia y las miradas perdidas. Se nota que aguantan allí por compromiso. La otra mujer tiene dos hijas pequeñas que, a ratos, atiende ella, a ratos, el marido. Mientras, ella, que es muy guapa, y viste de un modo sutilmente provocativo, se abandona a ser el destino de las historias contadas por los protagonistas masculinos que rivalizan en llevar la voz cantante. Da la sensación de que se conocen todos del colegio, se han empeñado en verse y, ahora, algunos se aburren y, tal vez, se arrepienten.
En la terraza El Tilo toma el vermú una marujota. Sin pasar de los 25 ya se ha ganado el título por la pinta que tiene, por lo muy arreglada y por el modo en que va maquillada, por sus espléndidas carnes rebosantes por escotes y prietas por costuras restallantes, por los comentarios que hace, porque se dedica en exclusiva a llevar en los brazos a su niño de pecho… Ahora pide a la camarera que le caliente un poco de agua y, sacando un conjunto de cataticos de un bolso, se pone a preparar un biberón al bebé.
A la salida de la misa dominical un grupo familiar viene a tomar el aperitivo a la terraza del Tilo. La abuela, que pasa los 80, es algo ríspida.
- ¿Es que aquí no atiende nadie? –se queja de inmediato con la autoridad de quien está acostumbrada a gobernar su casa.
Luego repara en como la marujona del rorro permanente en los brazos le prepara el biberón. Algo se le ablanda a la mujer por dentro. Mira entonces la vieja a sus hijos, que peinan canas, y a sus nietos, ya tan mocetones, y recuerda en voz alta como los crió ella cuando eran pequeños: con leche condensada, puré de patatas asadas y con la única leche artificial que había entonces, que se vendía en botes en las farmacias y que se llamaba Pelargón.
Ya hace rato que se fueron todos. A la tarde, después de comer, ella, la marujota, sigue allí. El niño duerme apaciblemente en su regazo. Ahora está con su marido. Éste tiene pinta de mindundi, algo estrafalario, con tatuajes por todos lados y que, a su lado, parece enclenque, escueto de carnes y desarrapado, con su ajada ropa de faena cubierta de pellas de yeso, grumos de cemento seco y de pintura, manchas de origen diverso, polvo y otros restos de la colorida y sucia albañilería. Pese a la diferencia de cuerpos, que no de ánimos, se les ve felices. Son los únicos usuarios de la terraza, que en ella han quedado, a esta inhóspita hora de la siesta.
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En la Terraza de Verano, que así se llama la terraza de verano que hay en un jardín del lugar, se sientan cinco hombres y tres mujeres a una mesa larga. Los hombres pugnan cada cual por hablar de los suyo. Parece que escuchan a los demás pero no es cierto, sólo esperan a que terminen para hablar ellos sin contestar a lo que antes se haya dicho. Uno habla de hospitales pues parece médico; otro cuenta anécdotas de su vida de policía local, otro de la enseñanza… A las mujeres no les va ese afán por disputarse el tema de conversación y dos, ajenas por completo a las exposiciones de los hombres y, además, aburridas, toman sus bebidas con indolencia y las miradas perdidas. Se nota que aguantan allí por compromiso. La otra mujer tiene dos hijas pequeñas que, a ratos, atiende ella, a ratos, el marido. Mientras, ella, que es muy guapa, y viste de un modo sutilmente provocativo, se abandona a ser el destino de las historias contadas por los protagonistas masculinos que rivalizan en llevar la voz cantante. Da la sensación de que se conocen todos del colegio, se han empeñado en verse y, ahora, algunos se aburren y, tal vez, se arrepienten.
En la terraza El Tilo toma el vermú una marujota. Sin pasar de los 25 ya se ha ganado el título por la pinta que tiene, por lo muy arreglada y por el modo en que va maquillada, por sus espléndidas carnes rebosantes por escotes y prietas por costuras restallantes, por los comentarios que hace, porque se dedica en exclusiva a llevar en los brazos a su niño de pecho… Ahora pide a la camarera que le caliente un poco de agua y, sacando un conjunto de cataticos de un bolso, se pone a preparar un biberón al bebé.
A la salida de la misa dominical un grupo familiar viene a tomar el aperitivo a la terraza del Tilo. La abuela, que pasa los 80, es algo ríspida.
- ¿Es que aquí no atiende nadie? –se queja de inmediato con la autoridad de quien está acostumbrada a gobernar su casa.
Luego repara en como la marujona del rorro permanente en los brazos le prepara el biberón. Algo se le ablanda a la mujer por dentro. Mira entonces la vieja a sus hijos, que peinan canas, y a sus nietos, ya tan mocetones, y recuerda en voz alta como los crió ella cuando eran pequeños: con leche condensada, puré de patatas asadas y con la única leche artificial que había entonces, que se vendía en botes en las farmacias y que se llamaba Pelargón.
Ya hace rato que se fueron todos. A la tarde, después de comer, ella, la marujota, sigue allí. El niño duerme apaciblemente en su regazo. Ahora está con su marido. Éste tiene pinta de mindundi, algo estrafalario, con tatuajes por todos lados y que, a su lado, parece enclenque, escueto de carnes y desarrapado, con su ajada ropa de faena cubierta de pellas de yeso, grumos de cemento seco y de pintura, manchas de origen diverso, polvo y otros restos de la colorida y sucia albañilería. Pese a la diferencia de cuerpos, que no de ánimos, se les ve felices. Son los únicos usuarios de la terraza, que en ella han quedado, a esta inhóspita hora de la siesta.
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2 comentarios:
Nada ríspida te quedó la descripción de los hechos. Saludos, maestro.
Gracias, Koborrón. ¿Algo nuevo por la querida Soria o por Berlanga?
Un cordial saludo.
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