Una persona muy allegada, agnóstica supongo hasta hace poco, se ha metido nuevamente en religión. Y no me importa, sólo me fastidia su afán por justificarse y por pedir respeto. Un afán que termina declarando que la fe es, para el que la siente, una realidad inevitable.
Bien, asumo que, en su caso, así será. Y lo respeto a condición de ser dejado en paz, a mi vez, al no haber sido yo tocado por fuerza tan irresistible y tan inevitable.
Ciertamente la persona de la que hablo es persona educada y discreta, aunque no ha podido evitar el regalarme una especie de libro del sabelotodo en el que un joven diablo instruye a un joven novato, a la sazón diablo también y sobrino suyo, en las cotidianas artes demoníacas.
Al leerlo pienso, ¿qué no se habrá inventado para hacer proselitismo? Y me digo, pero, si tan fuerte es la fe, ¿por qué, los que gozan de ella, no dejan en paz al prójimo, y se contentan con la gran dicha de sentirse elegidos y de vivirla discretamente a solas?
Las personas no necesitamos que se nos invite a pensar, pues nuestra tarea en la vida es justamente esa y, menos, que esa invitación proceda o nos lleve respectivamente a argumentos o conclusiones tan sabiamente preparados y retorcidos. No creo que necesitemos ejemplos como para que nos sintamos implicados, tocados, conscientes de que todo el comportamiento humano está estudiado ya desde la premisa religiosa y que, por tanto, no hay salida. El problema está en que yo no creo en tal premisa y la descripción del comportamiento humano me resulta más normal y natural en Cervantes, en Shakespeare o en Moliere, que no perseguían ningún fin, que en la pluma de sagaces y hábiles moralistas.
Me viene a la memoria cuando de niño te llamaba a su despacho el director del colegio religioso al que asistías. Allí, una vez creado el ambiente apropiado, te preguntaba si no habías sentido, por ventura, la vocación sacerdotal, la llamada del Señor a la que ¡Ay de aquel que permaneciese sordo! Tú, abrumado por aquel cerco afectivo e intimidado por una obligación espiritual que nunca habías sentido, intentabas escabullirte con las excusas más triviales.
- No estoy seguro, tal vez alguna vez –respondías poco convincente, ante lo impresionable que como niño eras y lo impresionado que ciertamente te sentías.
O, recurriendo una vez más al socorro protector de tus padres, decías:
- Mis padres me necesitan –esperando, en su caso, su complicidad.
Sin embargo, la conversación con aquel adulto, que te hablaba en la confidencialidad de su despacho, en la penumbra creada alrededor de la luz de un flexo, que habiéndote separado de tus compañeros te ofrecía dulces y chocolate, perito él en las artes sacramentales del confesionario y, como poco, quintuplicándote la edad, era tremendamente desigual y asquerosamente amañada.
- ¡Cuidado, Dios no llama dos veces a la misma puerta!
- Tú necesitas a tus padres, pero ellos no te necesitan a ti.
- Yo puedo hablar con ellos y seguro que se sentirán orgullosos de dedicar al servicio de Dios a uno de sus hijos.
Tú no sabías por dónde escaparte. Te querían obligar a decidir sin tener capacidad para ello. Tú sólo querías que te dejaran en paz. Y digo yo, que si tan fuerte e inequívoca era esa pretendida llamada divina ¿Cómo es que tenían que coaccionar a un niño de aquellas maneras? Pero, claro, eso lo digo ahora.
Hay quienes se empeñan en saberlo todo y en demostrarte que, hagas lo que hagas, tu comportamiento está previsto. Tal vez sea así en muchísimos casos pero no veo que dioses o diablos tengan nada que ver con ello y que el comportamiento de los humanos, por lo general repetitivo salvo raras excepciones, sirva para justificar la existencia o no existencia de estos seres de la mitología cristiana. Algunos, llevados por su fe, creen en todo ello, pero otros seguimos a las mismas. Todos juntos y sin molestarnos, tan amigos. Pero estoy de acuerdo, esto de la fe, en un sentido o en otro, es irresistible.
Bien, asumo que, en su caso, así será. Y lo respeto a condición de ser dejado en paz, a mi vez, al no haber sido yo tocado por fuerza tan irresistible y tan inevitable.
Ciertamente la persona de la que hablo es persona educada y discreta, aunque no ha podido evitar el regalarme una especie de libro del sabelotodo en el que un joven diablo instruye a un joven novato, a la sazón diablo también y sobrino suyo, en las cotidianas artes demoníacas.
Al leerlo pienso, ¿qué no se habrá inventado para hacer proselitismo? Y me digo, pero, si tan fuerte es la fe, ¿por qué, los que gozan de ella, no dejan en paz al prójimo, y se contentan con la gran dicha de sentirse elegidos y de vivirla discretamente a solas?
Las personas no necesitamos que se nos invite a pensar, pues nuestra tarea en la vida es justamente esa y, menos, que esa invitación proceda o nos lleve respectivamente a argumentos o conclusiones tan sabiamente preparados y retorcidos. No creo que necesitemos ejemplos como para que nos sintamos implicados, tocados, conscientes de que todo el comportamiento humano está estudiado ya desde la premisa religiosa y que, por tanto, no hay salida. El problema está en que yo no creo en tal premisa y la descripción del comportamiento humano me resulta más normal y natural en Cervantes, en Shakespeare o en Moliere, que no perseguían ningún fin, que en la pluma de sagaces y hábiles moralistas.
Me viene a la memoria cuando de niño te llamaba a su despacho el director del colegio religioso al que asistías. Allí, una vez creado el ambiente apropiado, te preguntaba si no habías sentido, por ventura, la vocación sacerdotal, la llamada del Señor a la que ¡Ay de aquel que permaneciese sordo! Tú, abrumado por aquel cerco afectivo e intimidado por una obligación espiritual que nunca habías sentido, intentabas escabullirte con las excusas más triviales.
- No estoy seguro, tal vez alguna vez –respondías poco convincente, ante lo impresionable que como niño eras y lo impresionado que ciertamente te sentías.
O, recurriendo una vez más al socorro protector de tus padres, decías:
- Mis padres me necesitan –esperando, en su caso, su complicidad.
Sin embargo, la conversación con aquel adulto, que te hablaba en la confidencialidad de su despacho, en la penumbra creada alrededor de la luz de un flexo, que habiéndote separado de tus compañeros te ofrecía dulces y chocolate, perito él en las artes sacramentales del confesionario y, como poco, quintuplicándote la edad, era tremendamente desigual y asquerosamente amañada.
- ¡Cuidado, Dios no llama dos veces a la misma puerta!
- Tú necesitas a tus padres, pero ellos no te necesitan a ti.
- Yo puedo hablar con ellos y seguro que se sentirán orgullosos de dedicar al servicio de Dios a uno de sus hijos.
Tú no sabías por dónde escaparte. Te querían obligar a decidir sin tener capacidad para ello. Tú sólo querías que te dejaran en paz. Y digo yo, que si tan fuerte e inequívoca era esa pretendida llamada divina ¿Cómo es que tenían que coaccionar a un niño de aquellas maneras? Pero, claro, eso lo digo ahora.
Hay quienes se empeñan en saberlo todo y en demostrarte que, hagas lo que hagas, tu comportamiento está previsto. Tal vez sea así en muchísimos casos pero no veo que dioses o diablos tengan nada que ver con ello y que el comportamiento de los humanos, por lo general repetitivo salvo raras excepciones, sirva para justificar la existencia o no existencia de estos seres de la mitología cristiana. Algunos, llevados por su fe, creen en todo ello, pero otros seguimos a las mismas. Todos juntos y sin molestarnos, tan amigos. Pero estoy de acuerdo, esto de la fe, en un sentido o en otro, es irresistible.
2 comentarios:
¿por qué, los que gozan de ella, no dejan en paz al prójimo, y se contentan con la gran dicha de sentirse elegidos y de vivirla discretamente a solas?
hombre, porque gusta compartir!
:D
el doble sentido de la última frase, muy buena jajaja
Pues que compartan otras cosas más materiales.
Me gustó que lo pillaras.
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