- Dice la abuela que, un día que se te dé bien, quiere que le traigas tres perdices. Que hace mucho que no guisa caza y quiere que sus nietos de la capital caten su estofado de perdiz antes de que se muera.
Al cabo de un par de semanas, un día que tuve suerte, le llevé las perdices. Se puso muy contenta. Me convidó a café y copa. Habló mucho rato. Me estuvo contando que ella, de siempre, había tenido en su pueblo dos ollas de escabechado: la una con perdiz y la otra con liebre. Que el escabechado era la mejor forma de conservar la caza pero que, según ella había aprendido de su madre, no había que echarle los ajos en la olla porque, hijo, digan lo que digan ahora, el ajo corrompe. Que luego ya, al quedarse sola y venirse del pueblo a la ciudad a vivir con su hija, como además no salió nadie cazador en la familia, pues que dejó de hacerlo. Pero que, como mano, había tenido muy buena mano para guisar la caza y también, aunque eso era ya otra cosa, para preparar la matanza. Qué menudo avío les hacían, en tiempos, las dos cosas. Por eso, como me han dicho que a ti te gusta, le dije a la chica que te encargara las perdices, que como tú cazas en el pueblo me traerías perdices de las de toda la vida, que vete tú a saber lo que te venden hoy en día en el mercado. Éstas, como sólo son tres, no vale la pena escabecharlas por el mucho aceite que se gasta. Así que las voy a estofar, que también me salen muy buenas.
A la que me iba, cuando ya casi estábamos en la puerta, me retuvo suavemente del brazo. Sacó un monedero negro de esos que se cierran con dos bolitas que presionan entre sí y, con mucha ceremonia y seriedad, sacó tres pesetas, una tras de otra, y las puso sobre la mesita del recibidor.
Enseguida noté que la abuela se había trasladado, aquella tarde al menos, a vivir en otros tiempos, a aquéllos en que ella gobernaba su casa.
- ¿Te parece bien así, hijo mío?
- Pues claro, abuela. ¿No me ha de parecer?
- Pues eso es lo que yo quiero, que seamos todos conformes.
Cogí las tres rubias y, dando las gracias, me las eché al bolsillo. Con una sonrisa en los labios me marché satisfecho. Pero también, según me alejaba, se apoderó de mi una mezcla extraña de nostalgia, tristeza y un pellizco de pena.
Al cabo de un par de semanas, un día que tuve suerte, le llevé las perdices. Se puso muy contenta. Me convidó a café y copa. Habló mucho rato. Me estuvo contando que ella, de siempre, había tenido en su pueblo dos ollas de escabechado: la una con perdiz y la otra con liebre. Que el escabechado era la mejor forma de conservar la caza pero que, según ella había aprendido de su madre, no había que echarle los ajos en la olla porque, hijo, digan lo que digan ahora, el ajo corrompe. Que luego ya, al quedarse sola y venirse del pueblo a la ciudad a vivir con su hija, como además no salió nadie cazador en la familia, pues que dejó de hacerlo. Pero que, como mano, había tenido muy buena mano para guisar la caza y también, aunque eso era ya otra cosa, para preparar la matanza. Qué menudo avío les hacían, en tiempos, las dos cosas. Por eso, como me han dicho que a ti te gusta, le dije a la chica que te encargara las perdices, que como tú cazas en el pueblo me traerías perdices de las de toda la vida, que vete tú a saber lo que te venden hoy en día en el mercado. Éstas, como sólo son tres, no vale la pena escabecharlas por el mucho aceite que se gasta. Así que las voy a estofar, que también me salen muy buenas.
A la que me iba, cuando ya casi estábamos en la puerta, me retuvo suavemente del brazo. Sacó un monedero negro de esos que se cierran con dos bolitas que presionan entre sí y, con mucha ceremonia y seriedad, sacó tres pesetas, una tras de otra, y las puso sobre la mesita del recibidor.
Enseguida noté que la abuela se había trasladado, aquella tarde al menos, a vivir en otros tiempos, a aquéllos en que ella gobernaba su casa.
- ¿Te parece bien así, hijo mío?
- Pues claro, abuela. ¿No me ha de parecer?
- Pues eso es lo que yo quiero, que seamos todos conformes.
Cogí las tres rubias y, dando las gracias, me las eché al bolsillo. Con una sonrisa en los labios me marché satisfecho. Pero también, según me alejaba, se apoderó de mi una mezcla extraña de nostalgia, tristeza y un pellizco de pena.
4 comentarios:
Ay Soros
¡Como me gustan tus historias!
Y mas estas que te sacas de la caja de los recuerdos.
Tienes el don de transportame
GRACIAS
;-)
La abuela con sus tres pesetas y su frase de antaño:"...que seamos todos conformes" me trastocó.
Saludos.
Qué suerte tener una abuela, o cualquier otra persona mayor cercana, que nos cuente cosas y nos dé una visión diferente. Hay que aprovecharlo.
Una bella historia, y muy bien narrada, como de costumbre.
Ángeles.
Gracias, Ángeles.
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