El señor Machado solía ponerse a pedir en la puerta de San Ginés. Lo hacía de rodillas e, incluso a veces, con los brazos en cruz y la mirada perdida. Su exagerada puesta en escena, más propia de épocas pretéritas y olvidadas de la actividad mendicante, contrastaba con las figuras de plástico de dinosaurios de varios tamaños que el mendigo colocaba delicadamente delante de sus rodillas, sobre un pañito. Y también contrastaba con un gesto de sonrisa perenne, casi como de éxtasis contemplativo, que mantenía cuando hablaba solo o cuando hacía que rezaba o, quién sabe, rezaba verdaderamente.
Los niños, invariablemente, se paraban ante él y, con ellos, los mayores que, a la amabilidad del pedigüeño con los pequeños, solían corresponder con el euro o el medio euro. Los niños, que ya se habían hecho a él, cuando llegaban a la Plaza de los Jardinillos corrían buscándole con un trotecillo alegre y una cierta familiaridad. Machado, arrodillado entre aquellas fieras prehistóricas, dejaba entonces de mirar al frente o a los cielos y salía de su tránsito para dirigirles su afable sonrisa y hacerles enseguida mil carantoñas.
Los niños, invariablemente, se paraban ante él y, con ellos, los mayores que, a la amabilidad del pedigüeño con los pequeños, solían corresponder con el euro o el medio euro. Los niños, que ya se habían hecho a él, cuando llegaban a la Plaza de los Jardinillos corrían buscándole con un trotecillo alegre y una cierta familiaridad. Machado, arrodillado entre aquellas fieras prehistóricas, dejaba entonces de mirar al frente o a los cielos y salía de su tránsito para dirigirles su afable sonrisa y hacerles enseguida mil carantoñas.
- ¿Cuántos dinosaurios tienes, Machado?
- Pues ahora tengo cinco, pero voy a quitar dos porque es mucho gasto. Aparte del peligro, claro.
Cuando por las noches el señor Machado iba cayéndose, borracho, por las calles oscuras y estrechas menos transitadas, sus conocidos le decían:
- Pero, hombre, señor Machado, ¿no le daría a usted vergüenza que sus clientitos buenos, esos del euro, le viesen así, en este estado?
- Pues no. Porque ellos son ya mayores y, ellos mismos, aunque pudientes, debieran comprender bien lo triste que es mi vida -respondía Machado con la boca pastosa pero con mucha propiedad.
- Pero, ¿qué me dice de los niños?
- Ahí sí. Eso es verdad. Por ellos me daría vergüenza. Pero, como a estas horas, están acostados… Pero sí, lleva usted razón, ahora mismo me recojo.
Y, como podía, el señor Machado desaparecía con paso vacilante y apoyándose en las paredes, hasta que se perdía en la oscuridad del barrio viejo en busca de acomodo entre sus dinosaurios.
- Pero, hombre, señor Machado, ¿no le daría a usted vergüenza que sus clientitos buenos, esos del euro, le viesen así, en este estado?
- Pues no. Porque ellos son ya mayores y, ellos mismos, aunque pudientes, debieran comprender bien lo triste que es mi vida -respondía Machado con la boca pastosa pero con mucha propiedad.
- Pero, ¿qué me dice de los niños?
- Ahí sí. Eso es verdad. Por ellos me daría vergüenza. Pero, como a estas horas, están acostados… Pero sí, lleva usted razón, ahora mismo me recojo.
Y, como podía, el señor Machado desaparecía con paso vacilante y apoyándose en las paredes, hasta que se perdía en la oscuridad del barrio viejo en busca de acomodo entre sus dinosaurios.
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6 comentarios:
Quién sabe cuántos Machados puedas encontrar hoy día en las calles. Mendigar se ha convertido en un socorrido medio de conseguir dinero. Para comer o para drogarse. Uno no sabe. Pero pululan y hasta dan miedo.
No creo que pueda encontrar muchos Machados por las calles y, desde luego, aquel Machado no me daba ningún miedo.
Eso es dignidad y lo demás,tonterías.Inspira ternura y respeto
No sé qué habrá sido de él. Hace ya mucho tiempo que no le he visto.
Este Machado tiene mucha poesía, y no sólo en el nombre.
Gracias por la historia.
Ángeles.
De nada, Ángeles.
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