
Por otro lado, el tiempo de sus comienzos fue una época de caza menor aún abundante y de terrenos libres en su mayoría, donde cualquiera podía ejercer de cazador casi con la misma libertad con que las piezas lo hacían de tales.
Así, de cazar de modo convencional, y superada ya la fase de la caza menor con escopeta y perro, pasó a dedicarse a la caza del jabalí, del huidizo por excelencia, porque el jabalí era el reto. Eran unos tiempos en que casi nadie lo hacía ni se conocían las monterías en la zona, porque sí, se sabía que los jabalíes estaban por las muestras que dejaban, pero nadie los veía y cuando alguno era visto se mencionaba como un acontecimiento casi portentoso, digno de ser mencionado en el periódico local.
Primeramente comenzaron sus correrías de noche, con escopeta y desde coches, con un par de amigos de su misma condición y vehemencia a quienes no les importaba ni jugarse la vida conduciendo de noche, con luz o sin ella, por campos de cultivo a más de 80 Kms por hora, ni destrozar coches en el empeño, ni la zozobra de la familia por las muchas horas de las ausencias nocturnas... Era un tiempo en que los coches todoterreno no existían y los convencionales estaban pensados para carreteras. Una locura en todos los sentidos que, en su madurez, recuerda con una mezcla extraña de nostalgia y arrepentimiento.
Luego, a medida que fue aprendiendo, y siguió aprendiendo siempre, en su mente sólo había sitio para dos cosas: Los jabalíes y los perros. Siguió y siguió cazando, era como si hubiese nacido exclusivamente para ello o porque a lo mejor así era, y lo hizo, de día o de noche, en solitario o con algún amigo que compartía su exacerbada afición pero ya a pie, de poder a poder, compenetrado con sus soberbios perros y ayudado sólo por un cuchillo de remate para poner punto final a los agarres. Había comprendido que el arma más peligrosa la llevaba siempre consigo, era su conocimiento, el arma más ligera y letal, un arma que no puede comprarse ni admite visor, su doctorado cum laude en jabalí y podenco, conseguido tras innumerables horas de ladera y observación en la universidad, ésta sí que totalmente autónoma y abierta, de la Sierra Norte.
Primero había llegado a compenetrarse perfectamente con sus podencos, podía interpretar perfectamente en la distancia cada uno de sus ladridos y ellos le entendían a él con un gesto, con la mirada a veces. Aquellos animales a los que dedicó tantas horas de aprendizaje se habían convertido en parte de su familia y los recuerda siempre con el mismo cariño y dolor que a los seres queridos que se fueron. Porque los perros eran para él seres queridos y vinculados cada uno a sus hazañas.
Después consiguió pensar como sus presas, imaginarlas, saber sus querencias, sus encames, sus huidas, sus tácticas, sus horas, sus ruidos, su comportamiento, su fino olfato, su torpe vista… Tenía con ellas una especie de trasmutación. Sí, eso era.
Finalmente, y cuando ya había acumulado una experiencia tremenda y unos conocimientos no menores sobre las querencias y costumbres de los jabalíes, se convirtió en un cazador solitario, en un adiestrador de podencos para este tipo de caza y en un experto trampero.
Hubo una cosa que no llegó a comprender, o mejor dicho, sí que la comprendió pero jamás la aceptó y es la capacidad de algunos para apropiarse de los montes, de los valles, de los animales salvajes… Y ese paso de los terrenos libres de sus comienzos a los cotos actuales no lo vio nunca como el pretendido intento de preservar la caza sino como la apropiación de la misma por unos cuantos bajo tal pretexto. Eso jamás lo pudo aguantar y vivió constantemente, como tantos otros, una rebelión interna contra ello.
Por su experiencia y porque los tiempos y los modos de cazar cambiaron, participó en monterías organizadas con sus excelentes perros. Allí aguantó, con más pena que gloría, que le llamaran perrero con un puntito a veces de desprecio algunos señoritos que no sabían distinguir una jara de una aliaga y que se daban a sí mismos el pomposo nombre de monteros. Tampoco llevó bien que, con alguna frecuencia, premiaran con un par de patadas el arriesgado agarre de sus perros o dispararan al jabalí durante el mismo, despreciando la vida de éstos. Así que a veces el agarre lo tuvo también él, tras el de los perros, con alguno de estos personajes insensatos disfrazados de monteros de El Corte Inglés. Otras veces tuvo que tragarse la bilis por no dar el día a algún buen amigo.
En el apogeo de su experiencia, llegó el día en que, por difícil y extraño que parezca, soltaba a los jabalíes enlazados. Difícil porque aún es más difícil soltar a un jabalí furioso de un lazo que hacer que en él cayera previamente; extraño, porque con el tiempo el cazador se enamoró de lo cazado y tuvo el extraño sentimiento de que, finalmente, se había cazado a sí mismo. Ya no podía llegar a más. Su proceso había terminado.