
El Canguro Australiano es un hostal de carretera, pero está en un pueblo, en Hospital de Órbigo. Tiene un bar muy espacioso y un restaurante que ofrece un menú del día económico. Es más barato que el resto de los hostales del pueblo. Lo atienden mujeres inmigrantes.
El comedor está hoy lleno. Hay una excursión de unos cuarenta ancianos y ancianas. Al frente de la misma hay dos chicas jóvenes que son autoritarias pero cariñosas. Casi todos los ancianos tienen un estado mental muy deteriorado. Están bien cuidados y van bien vestidos, pero sus mentes se perdieron alguna vez y sus cuerpos quedaron a la deriva. Uno llora porque ha perdido una gorra, otro se quiere escapar a fumar, otro se toma una copa a escondidas, otra no encuentra los servicios, otras quieren jugar a las cartas, otro no para de hablar... Parecen viajeros desorientados, perdidos para siempre dentro de sus propios cuerpos.
Es la hora de la siesta y yo escribo estas líneas sentado en una mesa del bar. Cuando acabo y voy a pagar a la mulata que regenta la barra:
- ¿Qué le debo del café y la copa?
- Son cuatro euros pero, como me caes bien, dame dos cincuenta.
Son las cinco de la tarde y hay un extraño trasiego en el bar del Canguro. Hay más camareras extranjeras de las que parecen necesarias. También llegan clientes que aparcan fuera el tractor o el coche y entran a tomar algo. Se les nota nerviosos. Algunos parecen del pueblo. Miran a todas partes y se ve que desean pasar desapercibidos. Las chicas vienen y van, suben y bajan, con unos y con otros. Al niño pequeño de una robusta joven rubia, que parece polaca, le dejan durmiendo en un sofá junto a mí. Hay un televisor enfrente que, a todo volumen, transmite una telenovela. El niño duerme plácidamente. Entra un hombre marroquí y habla en su lengua con una camarera de su misma nacionalidad. Me llaman la atención las babuchas que calza el hombre. Al poco entran dos hombres españoles. Vacían el dinero de las tragaperras y se van. La camarera marroquí habla ahora animadamente por teléfono en su idioma. Otro niño, de una de las camareras, llora y se revuelca por el suelo. El hombre marroquí le coge de la mano y se lo lleva, mientras el chiquillo grita y patalea.
A la caída de la tarde, damos un paseo por el pueblo. Visitamos la oficina de información. Está ubicada en el centro. Es un bello caserón con un patio interior. Hablamos con la chica que la atiende.
- ¿Para muchos días por la zona? ¿Dónde se han alojado?
- No, sólo de paso. En el Canguro.
- ¡Cielo Santo! ¿Quieren que les busque otro sitio?
- No, gracias. Éste es muy entretenido y además ya estamos instalados.
Tomamos un vino en la terraza del Hostal Don Suero de Quiñones, que está situado en un extremo del puente y tiene una vista excepcional sobre éste. Damos un paseo por el pueblo. Hospital de Órbigo es un lugar agradable con ambiente de veraneo.
Cenamos en el restaurante del Hostal Don Suero. La mejor mesa del local, la que tiene mejores vistas sobre el puente y el río, está reservada. Cuando unos cuantos comensales estamos cenando, entra en el comedor una señora mayor. Saluda a todo el comedor desde la puerta, como si todos estuviésemos esperándola. Lo hace en voz alta pero con un tono distante. Se dirige a la mesa reservada y la ocupa dando la espalda a las vistas y mirando al comedor, como si lo presidiera. Bajo la augusta mirada de la dama cenamos todos. Cuando la señora termina, se marcha como entró, despidiéndose del comedor entero y dando por concluida la ceremonia, como si fuera la reina de Inglaterra. ¡Adiós noble señora, adiós altiva dama! ¿Será alguna descendiente de Don Suero de Quiñones? Bien pudiera serlo por el empaque.
En el Canguro hubo movimiento hasta más de las cuatro de la mañana. No descansamos mucho. ¿Por qué le pondrían al local el nombre del Canguro Australiano? Hubiera quedado más castizo y revelador El Conejete del Páramo.
El comedor está hoy lleno. Hay una excursión de unos cuarenta ancianos y ancianas. Al frente de la misma hay dos chicas jóvenes que son autoritarias pero cariñosas. Casi todos los ancianos tienen un estado mental muy deteriorado. Están bien cuidados y van bien vestidos, pero sus mentes se perdieron alguna vez y sus cuerpos quedaron a la deriva. Uno llora porque ha perdido una gorra, otro se quiere escapar a fumar, otro se toma una copa a escondidas, otra no encuentra los servicios, otras quieren jugar a las cartas, otro no para de hablar... Parecen viajeros desorientados, perdidos para siempre dentro de sus propios cuerpos.
Es la hora de la siesta y yo escribo estas líneas sentado en una mesa del bar. Cuando acabo y voy a pagar a la mulata que regenta la barra:
- ¿Qué le debo del café y la copa?
- Son cuatro euros pero, como me caes bien, dame dos cincuenta.
Son las cinco de la tarde y hay un extraño trasiego en el bar del Canguro. Hay más camareras extranjeras de las que parecen necesarias. También llegan clientes que aparcan fuera el tractor o el coche y entran a tomar algo. Se les nota nerviosos. Algunos parecen del pueblo. Miran a todas partes y se ve que desean pasar desapercibidos. Las chicas vienen y van, suben y bajan, con unos y con otros. Al niño pequeño de una robusta joven rubia, que parece polaca, le dejan durmiendo en un sofá junto a mí. Hay un televisor enfrente que, a todo volumen, transmite una telenovela. El niño duerme plácidamente. Entra un hombre marroquí y habla en su lengua con una camarera de su misma nacionalidad. Me llaman la atención las babuchas que calza el hombre. Al poco entran dos hombres españoles. Vacían el dinero de las tragaperras y se van. La camarera marroquí habla ahora animadamente por teléfono en su idioma. Otro niño, de una de las camareras, llora y se revuelca por el suelo. El hombre marroquí le coge de la mano y se lo lleva, mientras el chiquillo grita y patalea.
A la caída de la tarde, damos un paseo por el pueblo. Visitamos la oficina de información. Está ubicada en el centro. Es un bello caserón con un patio interior. Hablamos con la chica que la atiende.
- ¿Para muchos días por la zona? ¿Dónde se han alojado?
- No, sólo de paso. En el Canguro.
- ¡Cielo Santo! ¿Quieren que les busque otro sitio?
- No, gracias. Éste es muy entretenido y además ya estamos instalados.
Tomamos un vino en la terraza del Hostal Don Suero de Quiñones, que está situado en un extremo del puente y tiene una vista excepcional sobre éste. Damos un paseo por el pueblo. Hospital de Órbigo es un lugar agradable con ambiente de veraneo.
Cenamos en el restaurante del Hostal Don Suero. La mejor mesa del local, la que tiene mejores vistas sobre el puente y el río, está reservada. Cuando unos cuantos comensales estamos cenando, entra en el comedor una señora mayor. Saluda a todo el comedor desde la puerta, como si todos estuviésemos esperándola. Lo hace en voz alta pero con un tono distante. Se dirige a la mesa reservada y la ocupa dando la espalda a las vistas y mirando al comedor, como si lo presidiera. Bajo la augusta mirada de la dama cenamos todos. Cuando la señora termina, se marcha como entró, despidiéndose del comedor entero y dando por concluida la ceremonia, como si fuera la reina de Inglaterra. ¡Adiós noble señora, adiós altiva dama! ¿Será alguna descendiente de Don Suero de Quiñones? Bien pudiera serlo por el empaque.
En el Canguro hubo movimiento hasta más de las cuatro de la mañana. No descansamos mucho. ¿Por qué le pondrían al local el nombre del Canguro Australiano? Hubiera quedado más castizo y revelador El Conejete del Páramo.