
- Ten paciencia hija, yo creo que lo ha hecho para evitarle sufrimientos- dijo Don Agustín, el buen párroco de pelo blanco, figura oronda y semblante paternal. Usó un tono profesional, depurado en convicción a lo largo de miles de misas de funeral. Su semblante, de hombre cultivado del Renacimiento, reflejaba la proporción justa de sabiduría, resignación y cinismo que los veteranos en el servicio a la Iglesia aprenden a mostrar, con el tiempo, ante lo injustificable. Los representantes del Altísimo tienen que hacer malabares para respaldar los actos de su patrón. Así que, una vez más Don Agustín insistió:
- Hija mía, Dios escribe derecho con renglones torcidos.
- Pues si a él le ha evitado sufrimientos, me los ha pasado a mí- dijo Norberta, la viuda. Y no veo que por hacerle a él un bien me haya hecho a mí un mal tan infinito- insistió la pálida mujer de ojeras moradas.
- Consuélate...
- No me quiero consolar, porque quiero que me duela, porque no le quiero olvidar, porque para mí no ha muerto, porque mi sufrimiento le hace presente, porque no puede una olvidar a algo que es una misma, porque eso que me pide es imposible.
- Otras han tenido peor suerte que tú...
- Me dan igual las otras y los otros y usted y Dios. Sólo me importa él y mi dolor porque yo vivo mi dolor y no sé del dolor de los demás.