30 enero 2016

La Casa Zarrúa Cap.9

Al día siguiente, cuando Abdel llamó a la puerta de su lujosa suite, el ingeniero estaba decidido a intentar extraer de aquel pozo aguas que hasta entonces no había conseguido sacar.
Zarrúa observó al recién llegado. Pese al nuevo porte y corpulencia, Abdel no había abandonado la forma tradicional de vestir, conforme a la usanza de la población nativa de Melilla y, además, sus atuendos seguían siendo humildes y nada llamativos.
Al ingeniero, tras pedirle que entrara y saludarle, le pareció un buen modo de iniciar aquella conversación el mentarle su modo de vestir. Así que, una vez sentados y servido el té, le espetó:
-¿Cómo es que no vistes aún a la española? Ahora te sobra dinero para vestir mejor.
-Yo no soy español, sino bereber. No me gusta vuestra ropa y, aunque me gustara, resultaría extraño entre los míos. No les inspiraría la misma confianza y, para los negocios, es cosa primordial. Ahora, en nombre de ella, dígame para qué me ha llamado –dijo Abdel en un tono agrio que rayaba con la impertinencia.
El ingeniero decidió ser también directo y devolver al joven la pelota:
-Bien, Abdel, ya que mencionas la confianza, me gustaría saber qué piensas de esta guerra.
-Eso, señor Zarrúa, son cosas personales. Para el negocio carece de importancia mi opinión.
-Comprendo. Olvidemos tu opinión personal. Dime, al menos, por qué crees que los españoles somos incapaces de terminarla.
-Es por un conjunto de razones, no hay sólo una.
-Dime alguna.
-Los bereberes y el terreno son las principales, aunque hay alguna otra.
-Háblame del terreno, para empezar. Yo no salgo de las ciudades, como sabes.
-La orografía es muy abrupta, no existe casi cartografía, el clima es cambiante y, en muchos lugares, de alta montaña, la hidrografía es irregular e incluso intermitente, el agua escasa, la población está dispersa, las vías de comunicación apenas existen o sólo son senderos de cabras que no están al alcance de los vehículos y por los que hasta las caballerías se despeñan, el campo es pobre y no ofrece suministros y su ejército se tiene que abastecer desde las grandes ciudades de continuo. Los nativos, en fin, dominan las alturas y el terreno. ¿Le parece suficiente?
El ingeniero sopesó las palabras de Abdel y se sintió impresionado por el dominio del léxico que el muchacho había adquirido y también por su concisión. Cuadraban más sus palabras con las de un militar bien formado que con las de un anodino e inculto bereber. Pero no dejó traslucir sus sentimientos y continuó preguntando:
-¿Qué me dices de tus compatriotas?
-Dicen que existen 66 cabilas en el Rif, aunque ni en eso los rifeños se ponen de acuerdo, algunos sostienen que son 70. La mayor parte son hostiles hacia ustedes y, las que no lo son, sólo ocasionalmente leales. Luchan contra su ejército por tres razones. La primera es por mero bandolerismo, son los grupos de harkas que, aún ente ellas, han realizado desde siempre esa actividad de rapiña como una costumbre ancestral. Otros son grupos de muyahidines que luchan por motivos religiosos, en una especie de Yihad defensiva promovida por el odio al infiel que predican algunos morabitos o santones, como les llaman ustedes despectivamente. Los terceros, y los más importantes, son los nacionalistas rifeños acaudillados por Abd-el-Krim y respaldados principalmente, pero no sólo, por la poderosa tribu de los Beni Urriagel. Este último grupo quiere la independencia del Rif, es el más organizado y efectivo, tienen algo parecido a su ejército regular. Los tres grupos pueden actuar por su cuenta o aleatoriamente asociados. Y todos son gente rural, que conoce el terreno, y su forma de lucha es la guerrilla.
De nuevo el ingeniero sintió empequeñecer su figura ante las concisas y precisas explicaciones del joven bereber. Ya no tenía éste nada que ver con aquel mocoso insignificante que rescató del centinela.
-Pero, aparte de tus compatriotas y del terreno, me has dicho que hay alguna otra causa. ¿Cuál crees tú que es?
-La rivalidad colonial que tienen ustedes con Francia. Esto les mantiene desunidos y, además de todo lo citado, hace que, por unas fronteras tan incontrolables como tienen, haya un continuo tráfico de contrabandistas y espías de todos los signos. En cierto modo, de eso nos valemos también usted y yo para ciertos negocios.
-¿Por qué nunca me habías contado esto?
-Porque algunas cosas usted no las ha querido saber nunca y porque, para los negocios, estos conocimientos le son a usted innecesarios. Usted es poderoso en las ciudades y, sirviéndole, yo soy necesario en el Rif. ¿O podría usted hacer algo diferente de lo que hace tras lo que ahora sabe?
-Ciertamente, no. Me sería imposible penetrar en esas redes.
-Pues, si es así, usted me dirá de qué le ha servido mi información. Pero, al contrario que a usted, a mí me es fácil desenvolverme en las montañas. Nos complementamos, usted tiene poder para negociar en los lugares donde se toman las decisiones y yo le sirvo. Usted es el poderoso, yo sólo soy un instrumento. Nuestra posición no ha variado desde que me libró usted de aquel soldado.
-Gracias de todos modos, Abdel. ¿Hay algo más?
-Quizás no debería decir esto, pero algunos creen que es bueno que la guerra dure.
-Sí, supongo que los rebeldes tendrán esa pretensión.
-No hablo de los rebeldes, sino de algunos españoles –dijo con frialdad Abdel.
El ingeniero Zarrúa quedó sorprendido y, en silencio, rumió las últimas palabras del bereber.
Abdel, aprovechando aquel intervalo mudo, se levantó y, dando por acabada una conversación a la que se prestó de modo incómodo, se encaminó a la puerta. Desde ella, a guisa de despedida, le dijo al ingeniero algo que le sorprendió:
-No me debe nada por esta conversación. No ha habido negocio. Espero que no vuelva a llamarme si no es para negocios. He crecido con usted, pero no soy su amigo, sino su servidor. 

29 enero 2016

La Casa Zarrúa Cap.8

En los meses que siguieron fue estrechándose la relación entre el ingeniero y Abdel. Y no porque Zarrúa intimase más con el muchacho o llegara a saber más detalles de él, sino porque éste le introdujo en más negocios de los que el ingeniero pensaba que pudieran existir en aquella parte tan mísera del norte de África.
Enseguida estableció contactos y redes, cuyas claves sólo Abdel conocía, que le hicieron partícipe en muchos tratos de armas y caballos, cosas ambas muy apreciadas por los cabileños. Tampoco desdeñó la trata de mujeres nativas con las que abastecer de prostitutas los burdeles. No despreció en modo alguno el comercio de hachís hacia cuyo consumo había una silenciosa y discreta tolerancia incluso entre las tropas. Y tampoco le hizo ascos al comercio con productos médicos que, para tratar el paludismo, el tifus y la tuberculosis, podían circular fuera de los servicios médicos oficiales a precios exagerados. Y todo lo urdía aquel muchacho, que parecía intuir todos los negocios y cuya mediación hacía que su dinero se multiplicase.
Abdel sólo cobró las doscientas pesetas aquel, lejano ya, primer mes. A partir del negocio en el que Borrell desapareció, comenzó a cobrar de Zarrúa las cantidades que él mismo decidía. Y el ingeniero, viendo prosperar sus negocios y aumentar sus ganancias de un modo inopinado, nunca regateó en las cantidades que el morito pedía.
Pasó el tiempo y los negocios seguían multiplicándose para el ingeniero. Y no le extrañaba que el joven siguiera sirviéndole en sus tratos con los rifeños como un autómata, al fin y al cabo, jamás le negó provisión alguna ni le hizo más preguntas de las necesarias. Dedujo el ingeniero que Abdel tenía sus propios enlaces y que, de cualquier trabajo sucio que el muchacho hiciera, más le valía a él ignorar los medios que empleara, siempre que se lucrara de los beneficios que obtenía Y así quería disfrazar, con la inocencia del que prefiere ignorar, la culpabilidad del que no quiere saber.
Sin embargo, al cabo de tres años, Abdel había cambiado. Ocurrió como si su cuerpo, al igual que la vegetación del árido Rif, hubiera esperado el momento adecuado para prosperar. Se estructuró  su figura corporal y cobró entidad física. Abdel creció, casi de golpe, y pasó a tener el cuerpo atlético, ágil y recio de un joven. Su fragilidad de niño desapareció, quedó borrada de tal modo, que cualquiera, al verle, le habría considerado un veinteañero bien criado.
La prosperidad económica de Abdel, propiciada por el ingeniero, se había notado de improviso en su cuerpo. También había cambiado de expresiones y el español, que hablaba entonces, carecía ya de aquella torpeza y modos rudimentarios de años antes.
El ingeniero controlaba habitualmente lo que ocurría en las ciudades, singularmente en Ceuta y en Melilla, sede de dos Comandancias del Protectorado, pero fuera de ellas, en las agrestes montañas del Rif y de Gomara, era el joven Abdel el que decidía sobre cualquier asunto. Y su carácter observador y reservado, lejos de haberse atenuado, se acentuó y, en su relación con el ingeniero, mantenía la costumbre de no dar explicaciones, sólo resultados.
El abastecimiento de las distintas unidades, con más o menos regalos o dádivas de por medio, era habitual y funcionaba para el ingeniero rutinariamente, casi por inercia. Por otro lado, sus porcentajes se hicieron regulares y cuantiosos e incluso los pagos de las empresas que tenían contratados sus servicios se incrementaron, dada la satisfacción que, por sus gestiones, sentían los pagadores de la península.
No obstante, la ambición de Zarrúa, que ya se desenvolvía con toda seguridad en aquel ambiente para él normalizado, rutinario y aburrido, le hizo cavilar sobre las posibilidades de ganancias que Abdel no paraba de descubrirle.
Sin embargo, Abdel no había perdido, al ganar su cuerpo envergadura, talla, peso y prestancia, ninguna de sus desconfianzas y reservas iniciales. Y, pese a dominar ya el idioma, seguía siendo parco en palabras, frío en sentimientos y celoso en guardar los conocimientos que le convertían en un elemento tan útil para el ingeniero. Y las frecuentes entrevistas entre ambos solían ser, si no tan breves como al principio, sí distantes, muy medidas en palabras y con ausencia de detalles superfluos.
Esta actitud del joven enervaba a veces a Zarrúa que, en determinadas cuestiones, se tenía que entregar, siempre con las manos abiertas pero también con los ojos cerrados, a las decisiones del despierto moro. Y no era porque quisiera deshacerse de los servicios de Abdel o regatearle dinero, sino porque pensaba que, si el muchacho fuese con él más comunicativo, probablemente se le ocurrirían nuevos y más productivos negocios para ambos. Tal era la codicia que comenzó a apoderarse del ingeniero sin que él mismo fuera consciente de ello.
Por eso, contra lo que hasta entonces había sucedido, fue el ingeniero el que aquel día citó a Abdel, dejándole una nota en el café que el joven frecuentaba junto al zoco.

28 enero 2016

La Casa Zarrúa Cap.7

Zarrúa, en las semanas siguientes, entró en competencia con otro como él. Era un representante de la empresa textil catalana. Se llamaba Borrell y ante los jefes de Intendencia había entrado en un concurso para servir mantas, uniformes, tiendas, pertrechos para los blocaos y otros aperos y utillajes. En aquella ocasión Zarrúa temía perder la partida. Era cierto que él mantenía muy buenas relaciones con los del arma de Ingenieros pero, con los de Intendencia, aún no tenía relación y temía que el contrato se lo llevara finalmente el catalán.
Borrell le localizó. Hablaron amigablemente en la discreción de la suite del hotel del ingeniero.
El asunto, según Borrell, era que no debían presentarse los dos a la subasta de los lotes demandados. Si lo hacían, los jefes militares exprimirían a ambos a la baja, de modo que, además de tener que pagar la habitual comisión, su porcentaje quedaría tan mermado a favor de los militares, que el negocio no valdría la pena. Ahora bien, si no entraban en competencia y sólo uno de ellos intervenía, bastaría con darles un porcentaje sin necesidad de disminuir los grandes beneficios de la venta y por tanto sus ganancias personales.
Naturalmente había de ser Zarrúa quien se retirase de la puja a cambio de que fuese Borrell quien le cediera el negocio, según le prometió, en la siguiente oportunidad.
Abdel les vio salir juntos del hotel y tomar una copa, antes de despedirse, en una terraza cercana.
Apenas se marchó el catalán, el morito se acercó a Zarrúa. Éste, al ver al zangolotino, le ofreció asiento. Por todo saludo, Abdel dijo:
-No fíes Borrell. Él aquí mucho tiempo antes que tú. Muy amigo de jefes de Intendencia. Tiene muchos negocios.
El ingeniero Zarrúa se admiró de que Abdel estuviera al tanto de esas cosas.
-¿Cómo sabes tú eso?
-Información vale mucho. Borrell vende todo. También armas a cabilas.
-Pero, eso no es posible. ¿De dónde las va a sacar?
-Jefes de Intendencia saben. Todo negocio. Todo dinero. Guerra mucho negocio.
El ingeniero quedó perplejo ante aquella información que le asustaba hasta el punto de resistirse a creerla. Pero se dijo que, de ser aquello cierto, Borrell no le cedería tampoco la siguiente contrata de material, pues la connivencia del catalán con dichos cargos militares le tendría a él permanentemente vedado el negocio. Era evidente que, por sus peligrosas actividades, habría entre ellos un pacto de silencio y colaboración.
Zarrúa dijo al morito:
-Pero, si me dices qué ruta usa para llevar armas y a qué cabilas, si es que eso es verdad, yo podría denunciarle, le arrestarían y me quedaría sin competencia. Entonces el contrato sería mío.
-No. Sería lo contrario. Él nunca va, lo hacen otros pagados en su nombre. Si tú denuncias Borrell, los militares volverán contra ti. Borrell y militares negarán todo. Los negocios acabarán para ti. Denunciar nunca. No bueno para negocios.
-Pero la subasta de los materiales es dentro de diez días. Creo que sólo me queda retirarme.
-Abdel sabe solución.
-¿Cuál es?
-No bueno que tú sepas. Tú vas a Intendencia en diez días y negocia con militares. Abdel hará lo que pueda.
El muchacho se marchó sin más. El ingeniero se quedó pensativo, dudando de que aquel mocito, por espabilado que fuera, pudiera hacer algo por conseguirle aquel negocio.
Cuando llegó la fecha, Abdel no había dado señales de vida. Sin embargo, el ingeniero pensó que nada perdería por comparecer en la puja. Se retiraría de ella y luego hablaría con Borrell para pedirle alguna comisión por su retirada. Puede que el catalán accediera a darle alguna parte de su copioso beneficio, sobre todo si le dejaba caer, como por casualidad, alguna de las cosas que el morito le contó.
Para su sorpresa, llegada la hora de hacer las pujas, Borrell no aparecía. Los militares empezaron a ponerse nerviosos y viendo que pasaba más de una hora del momento de la subasta y Borrell seguía sin comparecer y, pese a las protestas de Zarrúa, adujeron la indisposición de uno de los jefes principales y la pospusieron para el día siguiente. Pero al día siguiente Borrell tampoco acudió y no les quedó a los de Intendencia más remedio que aceptar el pliego de Zarrúa al que, naturalmente, pidieron bajo cuerda una comisión, pero al que no se atrevieron a intentar rebajar los beneficios. Zarrúa les dio una cantidad mayor de la que pidieron pues, en los negocios, había siempre que mostrarse generoso con quienes se pudiera volver a negociar, sobre todo, ansioso, como estaba, por quitarle a Borrell aquel filón que tenía en Intendencia.
El ingeniero echó cuentas de lo ganado en aquella operación. Le quedaron ocho mil pesetas.
Tres días después, cuando el ingeniero esperaba ver aparecer a Abdel, se presentó en su hotel un sargento de la policía militar con dos soldados. El señor Borrell había desaparecido y ninguno de sus conocidos o colegas sabían nada de él. El ingeniero contestó a todas las preguntas del suboficial con los datos que de Borrell conocía, pero nada pudo aportar sobre su paradero pues, en verdad, nada sabía.
Pasó una semana antes de que Abdel, inesperadamente, apareciera. Le llamó desde un café, entre la algarabía del cercano zoco, y el ingeniero se sentó a su mesa.
-¿Negocio con los de Intendencia? –preguntó Abdel por saludo.
-Sí, por suerte. Borrell no se presentó.
-¿Ganancia mucha?
-Estuvo bien.
-Esta vez primero trabajo y ahora dinero. Yo también confianza, ya sabes, sin ella no negocio. Negocio bien. Quiero dos mil pesetas.
-Pero, ¿qué ha pasado con Borrell? ¿Qué has tenido tú que ver?
-Tú negocio. Borrell no cosa tuya. No más problema con Borrell.
El ingeniero se quedó mudo. Le impresionaba la parquedad de Abdel y la seguridad tozuda en cuanto decía, ambas cosas impropias de un muchacho.
Tras un minuto de silencio, como Abdel notara la indecisión del ingeniero, dijo en un inesperado tono despectivo:
-Si tú no conforme, no dinero. Si tú miedo, Abdel marcha y no más negocio.
No llevaba tanto dinero encima. Fueron al hotel y discretamente le entregó el dinero al muchacho. Éste desapareció sin más palabras.
Diez días después los periódicos locales publicaron que se habían encontrado algunos efectos personales, restos de ropa y documentación de un representante de la industria textil catalana que inexplicablemente se había adentrado en el Rif y, al parecer, tras despeñarse, había sido devorado por jabalíes y lobos.
Según aquella noticia el enigma se había resuelto y a nadie le interesó seguir indagando sobre el caso.

La Casa Zarrúa Cap.6

El ingeniero conoció a Abdel Jabbâr a las dos semanas de llegar a Melilla. Sus contactos con las autoridades civiles y militares los tenía programados y preparados por las empresas a las que representaba, pero su contacto con Abdel fue una casualidad que, sin embargo, marcaría inesperadamente sus años en el Protectorado y, en cierto modo, su destino.
Abdel era un chaval de edad indefinida. Talludo y flaco, como una espiga agostada, aparentaba doce o trece años pero quizás tuviera dieciséis o diecisiete.
Al salir de la Capitanía, ultimada la burocracia de un pedido del arma de Ingenieros, topó el señor Zarrúa con uno de los centinelas que, tras abofetear salvajemente a un muchacho, lo llevaba al Cuerpo de Guardia asido brutalmente de una oreja mientras el chico sangraba por la nariz.
-¿Qué ha hecho?-inquirió Zarrúa, impresionado por aquella crueldad.
-Intentaba robar un fusil. Pero se va a enterar -repuso el soldado.
El ingeniero, en un arrebato de piedad que aún no había aprendido a reprimir, se llevó la mano a la cartera y, sacando un billete de veinticinco pesetas, se lo tendió con disimulo al soldado al tiempo que decía con gesto severo:
-El chico me estaba esperando. Déjelo marchar. Yo me encargaré de que esto no vuelva a suceder.
El soldado cogió el billete, se encogió de hombros y dando un puntapié al muchacho dijo:
-¡Que no te vuelva a ver por aquí, gaznápiro!
El chico, del empellón, fue a caer a un cenagal de lodo y estiércol de caballo. El ingeniero lo levantó del barro. Luego emprendió el camino a su hotel seguido por el muchacho a un par de metros.
En el camino, Zarrúa se detuvo frente a un cafetín. Se dio la vuelta y miró al arrapiezo que mansamente le seguía.
-¿Hablas español?
-Sí.
-¿Cómo te llamas?
-Abdel Jabbâr.
El ingeniero, en broma, quiso congraciarse con el muchacho y le dijo:
-¿Quieres trabajar para mí?
-Sí.
-¿Por qué?
-Porque conviene servir al poderoso, mi nombre significa eso.
Zarrúa se quedó perplejo ante la respuesta del muchacho. Pensó que, al hablar del poderoso, se refería a Alá y supuso que era un devoto musulmán. Pero, notando como el morito miraba al escaparate del cafetín, dijo Zarrúa:
-¿Tienes hambre?
-Sí.
-Entra y come lo que quieras.
-Si trabajo para ti, como contigo.
De nuevo se sorprendió el ingeniero. Parecía un chico poco hablador y muy desconfiado. Pese a sus pocos años mostraba una frialdad que no hubiera sabido decir si ocultaba timidez u orgullo. Aunque, su última frase, parecía denotar más lo segundo.
Entraron en el cafetín, se sentaron a una mesa. El ingeniero tomó café y el chico té, aunque el muchacho no lo bebió hasta haber devorado media docena de pastelillos. Tras apurar el vaso, el muchacho, mirándole a los ojos, preguntó:
-¿Cuánto pagas?
El ingeniero se quedó pasmado ante la pregunta directa e inesperada. Al parecer aquel ingenuo se había tomado en serio su ofrecimiento. Pero, con un poco de guasa, le contestó:
-Depende de para lo que sirvas. Yo no me dedico a robar fusiles.
-Todos roban. Para mí, un fusil es mucho. ¿Qué quieres robar tú?
-Yo hago negocios, no robo -dijo secamente el ingeniero, molesto por la obtusa lógica que parecía regir la mente del muchacho.
-Entonces, ¿a qué has venido aquí?
La pregunta, así formulada, parecía cándida, pero, ciertamente, era sagaz, aunque sonara a impertinencia.
-Ya te lo he dicho: a hacer negocios.
-Negocios son robos grandes con poco riesgo. Tú negocias con españoles. Si negocias también con moros, igual tiempo, doble negocio.
El ingeniero, mitad incrédulo mitad curioso, decidió seguirle la corriente:
-¿Qué negocios podría hacer yo con los moros?
-Tú no sabes, yo sí. Tú no conoces cabilas, tú no conoces idiomas, tú no sabes nada de moros. No conoces país. Yo sí.
-¿Y por qué no haces tú esos negocios?
-Porque yo no poderoso, tú sí.
-Está bien, Abdel. Veremos si me eres útil. ¿Cuánto habrías sacado por el fusil que ibas a robar?
-Doscientas pesetas.
-Bien, si eso es mucho para ti, te las pagaré de aquí a un mes. Siempre que me proporciones negocios. Luego, ya hablaremos –dijo el ingeniero tratando de zafarse del muchacho.
-No. Tú paga ahora. Si no confianza, no negocio.
Se admiró el ingeniero tanto de la determinación del chico, como de sus observaciones y, haciendo oídos sordos a su prudencia, hizo lo contrario de lo que ésta le recomendaba y le dio las doscientas pesetas a Abdel.
Al despedirse le dijo:
-¿Qué haré para localizarte?
        -Nada. Yo localizo siempre a ti. Yo sirvo, tú poderoso. 

27 enero 2016

La Casa Zarrúa Cap.5

El ingeniero Zarrúa, durante aquellos años, fue comprendiendo que, al igual que sucede en la sociedad, las guerras tienen una estructura piramidal o, dicho de otro modo, se asemejan a la cuenca de un gran río: el caudal se reparte por toda ella pero casi todo él termina llegando a  la desembocadura. Y fue en ese plácido delta donde se colocó el ingeniero, distante de los inconvenientes de un conflicto pero próximo a sus ventajas y acicates.
En la sociedad actual difícilmente podrían encontrarse anormalidades o engaños contables o fiscales pero, desgraciadamente, por entonces ciertas irregularidades tenían la inercia del agua siguiendo su caída y su avance era tan natural que nadie, aunque quisiera, podía oponerse a ellas. Y es que, para juzgar la Historia, hemos de retrotraernos a cada tiempo y situación, y de nada sirve enjuiciar las acciones ocurridas en tiempos pasados con la rectitud y honradez de los criterios presentes.
Pronto captó el ingeniero recién llegado que, en aquella situación bélica, cada cual en su desempeño solía usar cuanto estuviera a su alcance para enriquecerse. Y que esto, si  bien no era extraño en tiempos de paz, en los de guerra se tenía casi por obligatorio. Y muchos estaban conformes con ello y, por lo cotidiano y habitual de aquellos usos, no se sentían manchados, pues el sentido de la decencia se había desvanecido incluso en aquéllos que alguna vez lo tuvieron. La guerra era la guerra, un genial axioma que, en su simpleza, servía para que algunos justificasen casi todo.
Pero, profundizando más, el ingeniero intuyó de inmediato que todo aquel que intentara oponerse a aquella ola de venalidad, inmersa en el maremágnum bélico, habría sido arrastrado por su fuerza incontenible y, o bien habría sido tomado por necio, o bien, en su caso, habría sido eliminado por sus iguales como el que se deshace de un estorbo.
La guerra, en la opinión que terminó formándose de ella el ingeniero, afinaba el sentido de los negocios y daba argumentos a la mayoría de los hombres, de por sí ambiciosos, para tornarse abiertamente en codiciosos y eludir sin embarazo cualquier traba moral. Y eran tales los dispendios públicos, usados en aquellas campañas, que algunos responsables, dependiendo de su posición, se sentían legitimados, con el derecho que les daba la supuesta o real cercanía de la muerte, para utilizarlos en beneficio propio. Pero, curiosamente, eran los que se mantenían más alejados del frente los que recibían los más ingentes porcentajes de aquel negocio generalizado. Por raro e injusto que este fenómeno pueda parecer.
Era cierto que la base de la pirámide sobre la que todo se sustentaba era el grueso de la tropa. Pero los soldados que la integraban eran, por lo general, incultos y pobres y, además, se les reclutaba por levas forzosas, con lo que ni los más desgraciados podían rebelarse ante su sino. Y nadie se opuso a que muchos de ellos, orgullosamente, acapararan la innegable gloria de servir honradamente a la Patria, luchando con honor y derramando su sangre o dejándose la vida. Pero tampoco nadie puso objeción alguna a que unos pocos obtuviesen, discretamente, pingües beneficios sin demandar más gloria que la riqueza, ni más honor que el dinero.
Cuando el poder es la única razón que impera, cosa que sucede en la guerra y a veces hasta en la paz, estas cosas suceden. “Historia magistra vitae est”, Cicerón no se cansaba de decirlo. Y, no todos, pero muchos, llegaron a pensar como el ingeniero.

La Casa Zarrúa Cap.4

Zarrúa tomaba café indolentemente en una terraza próxima a uno de los cuarteles mientras, como recién llegado, se aclimataba al ambiente de la ciudad.
Tras el desastre, el Regimiento de la Corona, los Tabores de Regulares de Ceuta, el Tercio y otros refuerzos, luchando heroicamente, habían salvado Melilla y tomado las cercanías más estratégicas, fundamentalmente los altos del Gurugú. Melilla ya no se sentía amenazada.
Aquel día una nueva remesa de soldados había llegado de la península, seguramente un batallón de refresco o de refuerzo.
Desde lejos le llegaban a retazos, traídas y llevadas por el capricho de la brisa marina, las enfáticas palabras de la arenga de un coronel:

…El soldado tiene en nuestra patria una tradición gloriosa. El soldado español se ha distinguido siempre, no sólo por su disciplina y su abnegación, sino también por su heroísmo…
…Nuestro himno patrio es un himno marcial porque la Historia de España ha sido escrita por sus mejores hombres, sus soldados…
…Sé que habéis dejado vuestros hogares acudiendo prestos y orgullosos a la llamada de la Nación. Sé que estáis aquí defendiendo las obligaciones de España y su grandeza. Sé también que sois diferentes en credo, cultura, procedencia y condición, pero, a pesar de las diferencias, un sentimiento grande y común os une a todos y os coloca bajo la misma bandera, ese símbolo sagrado que a todos nos ampara y representa…
…Nuestra patria es España, sus tierras y sus gentes y, en este momento, España somos nosotros, que amamos las mismas cosas y tenemos los mismos anhelos, que estrechamos la mano del amigo, del camarada, del compañero, al que ayudaremos incondicionalmente en la lucha, inclinándonos en su ayuda con la misma unción con la que nos arrodillamos para rezar en la tumba de nuestros padres o para velar en la cuna el sueño de nuestros hijos…
…Está España inmersa, una vez más, en su anhelo de civilización, de búsqueda de prosperidad para tierras hermanas. Y estáis aquí con ese sagrado cometido. Por eso vuestro afán es justo y altruista y vuestra lucha merecerá la pena…
…Sé que habéis dejado atrás madres, novias y hermanas con lágrimas en los ojos, pero no dudéis que ellas entienden mejor que nadie vuestro sacrificio que, a la vez, es el de ellas. ¿Qué decir de la abnegada y nunca bien ponderada mujer española? No es necesario que yo la alabe, porque vosotros sabéis mejor que nadie su valía. Pero un día volveréis orgullosos ante ellas y ellas os recibirán, si bien con nuevas lágrimas por la felicidad de vuestro retorno, con la satisfacción infinita de recibir entre sus brazos a un héroe de la patria, a un soldado español…
…Sabed todos que la milicia es una religión de hombres honrados, un soldado ni hace peticiones ni cuestiona orden alguna, un soldado tiene su forma peculiar de mostrar la hombría y el honor con el acatamiento y la lealtad incuestionable y eso es lo que la Patria espera de vosotros. Y, tengo la seguridad, de que eso será lo que de todos vosotros la Patria reciba, porque, el más noble de los ánimos, al soldado español no se le supone, sino que se le da siempre por cierto…

¡Viva España! ¡Viva el Rey! ¡Viva el Ejército Español!

Entre sorbo y sorbo de café y teniendo como fondo aquella vibrante alocución castrense, modulada en tonos marciales y declamada con aquel estilo militar que tan bien conocía, se preguntaba el ingeniero si era la guerra la ocasión de los mejores negocios o si eran los mejores negocios los que ocasionaban las guerras.
Se dijo que, lo último, no podía dilucidarse con seguridad pero, lo que sí era cierto, es que aquella guerra mantenía ocupados a muchos miles de hombres, bien en los frentes, en los blocaos y en los cuarteles, bien en las fábricas o bien en el comercio. Y, mirándolo desde un punto de vista económico, era la guerra una empresa de las más principales, por la gran cantidad de ocupaciones que aportaba.
Claro que, por entonces, ningún político se atrevía a decir abiertamente que las guerras fueran generadoras de puestos de trabajo y de riqueza. El pudor se tenía aún por señal de buena educación.

La Casa Zarrúa Cap.3

Las empresas, radicadas principalmente en las provincias catalanas y vascas, estaban muy interesadas en los contratos con el ejército y con el gobierno. La reciente experiencia de esas empresas en la Primera Guerra Mundial, y su consiguiente prosperidad, impelían a sus propietarios a no escatimar gastos en gestores que, cerca del frente, obtuvieran contratos por los medios más adecuados, o sea, por cualquier medio.
Quizás estas últimas palabras causen hoy extrañeza, pues el férreo e ineludible control que ejercen los gobiernos sobre los recursos públicos, no permitiría actualmente, ni de lejos, tales prácticas.
Sin embargo, muchos consideraban por entonces que la guerra era la marmita donde se cocían los mejores negocios y todos querían tener cerca del guiso a un cocinero propio.
Fueron años en que todas las grandes compañías pugnaban por obtener contratos de la Alta Comisaría, máxima entidad del Protectorado, que funcionaba como un pequeño gobierno con sus departamentos de Asuntos Indígenas, de Fomento, de Hacienda y de Obras Públicas y, también, ejercía el mando en el Ejército de África por medio de sus tres Comandancias: Ceuta, Melilla y Larache.
Algunos estudiosos, aunque dicen que las cifras de aquella guerra se disfrazaron durante mucho tiempo por prudencia, estiman que, en la fase final del conflicto, se reunieron medio millón de hombres entre españoles y franceses y más de cuarenta escuadrillas de aviones.
Algunos sostienen que los gastos de defensa del gobierno español se multiplicaron por tres y los servicios económicos por seis en los últimos años de aquella guerra.
Pero, aparte de todas estas controversias, los efectivos españoles fueron de decenas de miles de hombres durante esos años. Las necesidades en material ferroviario, de aviación, de radio, de telefonía, de armamento, de enseres, de materiales de construcción, provisiones, textiles… supusieron ingentes cantidades de dinero.
Tras la carnicería de Annual, Monte Arruit y otras menores, se prolongó la guerra durante años y, con ella, las grandes contratas, las obras de todo tipo y las compras masivas de maquinaria. Pero, pese al denuedo con que el Ejército Español combatió su rebelión, resultó que a comienzos de 1925 Abd-el-Krim se había convertido en un gran peligro, no ya sólo para los intereses españoles, sino también para los franceses. El rebelde dominaba el norte de Marruecos a excepción de Ceuta, Melilla, Tánger y Larache. Ante su hostilidad, los franceses comenzaron a temer también por sus posiciones y decidieron intervenir en el conflicto al sentirse cada vez más amenazados por aquel caudillo del Rif. Y todo desembocó, finalmente, en el desembarco de Alhucemas, por parte española, y la invasión del Rif por los franceses desde el sur. Fueron las acciones coordinadas entre los dos ejércitos las que, definitivamente, encerrando a Abd-el-Krim entre dos frentes, le derrotaron y éste terminó por entregarse a los franceses en mayo de 1926 y ser deportado a la isla de Reunión.
Fue en estos años, de 1921 a 1926, cuando el ingeniero Zarrúa desempeñó sus funciones en Marruecos, a caballo entre Melilla y Ceuta. Consiguió grandes contratos para los consorcios a los que representaba y, él personalmente, se lucró con variados tipos de comisiones que, además de su salario, se ingenió, haciendo honor a su oficio, para percibir de militares y civiles, españoles y franceses, cabileños leales o rebeldes y, en general, de todos aquellos que mantuvieron con él alguna relación.
Hoy, tal vez, se diría que sus acciones fueron de una ética dudosa pero, técnica y contablemente, todas ellas fueron impecables y ningún auditor o interventor, civil o militar, fue capaz de encontrar en ellas la menor anormalidad. Cosas, naturalmente, que en el presente serían inviables. Tal es la naturaleza y rigor de las leyes actuales.
Así fue como el joven ingeniero que llegó a Melilla con 26 años, tras un lustro de estancia en el Protectorado, volvió a Algeciras rico, con una fortuna que jamás imaginó reunir cuando llegó con su flamante título y los bolsillos vacíos.
El ingeniero Zarrúa había terminado sus estudios de ingeniería industrial en la Escuela Superior de Bilbao. Se decía que la ingeniería industrial era la más generalista de las ingenierías pues se podía adaptar a cualquier sector empresarial. Zarrúa comprobó, en aquellos años, la veracidad de tal concepto.
Pero, como las épocas de gran prosperidad para las empresas no lo son, a veces, para el común de las personas, aquella guerra también tocó a su fin con la rendición del rebelde Abd-el-Krim. Ni las desgracias ni las dichas son para siempre.

La Casa Zarrúa Cap.2

Tras el desastre de Annual en julio de 1921 y el subsiguiente de Monte Arruit en el mismo año, se produjo una gran controversia en España. Aquellos reveses militares que, según los más optimistas, concluyeron con más de 13.000 muertos entre las tropas, pusieron a la potencia colonial española en entredicho. Las pérdidas en material bélico se estimaron en alrededor de 20.000 fusiles, 400 ametralladoras y 120 cañones. Los equipamientos e inversiones nacionales en el norte de Marruecos se perdieron en cuestión de días.
El efecto sobre la nación fue desmoralizador y humillante. Pues, aparte de la derrota, no dejaron los periódicos de resaltar las acciones más macabras y generalizadas de los rebeldes cabileños: no respetar rendiciones, no hacer prisioneros, decapitar, castrar y descuartizar a los soldados y dejar sus restos momificarse al sol o ser pasto de las alimañas.
Militarmente, el que una nación europea fuera incapaz de mantener en paz el territorio que se le había encomendado como Protectorado y, lo que era más, que su ejército regular hubiese sido derrotado por las tribus de los rifeños insurgentes, suponía un descrédito y una deshonra ante la comunidad internacional. Un incipiente poder indígena, haciendo recular al ejército de un país que aún se creía una potencia, no era concebible ni aceptable.
Hubo vehementes diatribas sobre si seguir con aquella guerra o abandonar la empresa. Pero, quizás por orgullo patrio, quizás por vergüenza, quizás por cumplir con la misión internacionalmente aceptada y recobrar el prestigio, se decidió continuar con la labor en el Protectorado.
Pero, en algunos casos, salvaguardar la honra y actuar con pundonor, conlleva unos grandes dispendios económicos. De modo que, una vez decidida la continuación de la labor civilizadora de España en el Protectorado, se requirió un gran esfuerzo económico. En casi todos los ámbitos se produjo una gran actividad. El flete de barcos para tropas, pertrechos y todo tipo de materiales incrementó el auge de algunas compañías navieras. Los recursos militares y, en general, toda la intendencia en el Protectorado hubo de multiplicarse. Todo tipo de medios para la explotación de los recursos se pusieron en marcha: concesiones ferroviarias y viales, industria del armamento, empresas eléctricas y de la construcción y, en general, todo tipo de monopolios tanto industriales como comerciales.
El capitalismo industrial y financiero del País Vasco, la poderosa industria catalana y los capitales de la banca madrileña se mostraron los agentes más decididos a involucrarse en aquella aventura colonial en defensa del prestigio de España y en pro de la civilización y modernización del Protectorado. A ellos se unieron también una gran variedad de modestos intermediarios en los puertos andaluces y levantinos y en otras empresas menores.
Y de este modo el utópico celo colonialista, que se desplegaba en las salas de banderas de los cuarteles y en las redacciones de los periódicos, fue alimentado y sostenido por unos intereses económicos mucho más reales.
Aun así, muchos pensaron que el negocio más seguro del Protectorado terminó por ser el abastecimiento del ejército colonial y el del conjunto de población española que subsiguientemente se asentó en las principales ciudades.
Cierto o no, fue en esta tesitura cuando el ingeniero Zarrúa fue enviado a Marruecos. Las industrias que estaban dispuestas a proporcionar todos los medios necesarios para que España cumpliera su misión colonizadora con éxito, le mandaron como delegado.

La Casa Zarrúa Cap. 1

 “Los judíos polacos modelan, después de recitar ciertas oraciones y guardar unos días de ayuno, la figura de un hombre de arcilla y cola, y una vez pronunciado el maravilloso nombre divino sobre él, éste ha de cobrar vida. Cierto que no puede hablar, pero entiende bastante lo que se habla o se le ordena. Le dan el nombre de Golem, y lo emplean como una especie de doméstico para ejecutar toda clase de trabajos caseros. Sin embargo, no debe salir nunca de casa. En su frente se encuentra escrito emet (verdad), va engordando de día en día y se hace enseguida más grande y fuerte que todos los demás habitantes de la casa, a pesar de lo pequeño que era al principio. De ahí que, por miedo de él, éstos borren la primera letra, de forma que queda sólo met (está muerto), y entonces el muñeco se deshace y se convierte en arcilla. Pero hubo una vez uno que, por descuido, dejó crecer tanto a su Golem que ya no podía llegarle a la frente. Movido por un gran miedo, ordenó a su criado que le quitase las botas, pensando que, al doblarse, le podría llegar a la frente. Ocurrió tal como pensaba el dueño, y éste pudo felizmente borrar la primera letra, pero toda la carga de arcilla cayó sobre el judío y lo aplastó.”
(Jakob Grimm, 1808, en “El periódico para eremitas”)

Cuando las nieblas se disipan en la soledad de aquel desierto y el sol, muy lentamente, triunfa sobre ellas y las deshace en jirones y las deshilacha,  haciéndolas ascender y perderse, entonces, aún entre la confusión de la bruma ascendente, pueden verse las ruinas fantasmales de la Casa Zarrúa.
La sensación provoca desorientación y extrañeza. Y, quien ve aquello por primera vez, no sabe si, curioso, caminar en dirección a los edificios o, temeroso, dar la vuelta y desaparecer cuanto antes de aquel lugar.
Resulta sorprendente encontrar una villa de recreo en ese lugar aislado y nemoroso. Y, más aún, topar con ella al amanecer. Y da la sensación de que ha aparecido de repente y alguien la ha levantado en una noche y, en la misma, ha envejecido y ha sido abandonada. Su vista causa desazón.
Pero, más cerca, se aprecia un edificio vertical, mucho más alto, que desentona. Es una torre antigua, de apariencia agarena, de base cuadrada y con tres plantas, coronada por una azotea para la almenara. Es evidente que la atalaya llevaba varios siglos en ese lugar cuando se construyó la villa. Y, pese a su antigüedad, es su estructura la que parece más firme, más intemporal.
Todos los jardines y parterres aparecen desdibujados y, sus bancos de mampostería, desmoronados. La pista de tenis aún conserva los pivotes de hierro, torcidos y oxidados, que sujetaban la red. El piso de cemento está cuarteado y hecho migajas arenosas en toda su superficie. La piscina está vacía y con las paredes agrietadas y su escalera niquelada está desvencijada, torcida y colgada en un sólo punto del muro.
El edificio principal tiene dos plantas y está coronado por una gran terraza bordeada por almenas enanas. La primera planta es un semisótano con ventanas rectangulares y alargadas un palmo por encima del jardín reseco y alberga grandes cocinas y almacenes y las habitaciones, retretes y aseos que, un día, fueron del servicio. La planta principal tiene un recibidor y dos grandes salones muy iluminados. El suelo es de tarima de maderas preciosas que hoy aparecen podridas y levantadas. Un pasillo amplio conduce a ocho habitaciones espaciosas, con sus cuartos de baño con suelos y paredes de mármol, y finaliza en la escalera de caracol que baja a las cocinas y sube a la terraza.
Tras el edificio principal yacen desmoronadas las cuadras y el gallinero, el pósito y los garajes, el tanque del agua y los chamizos donde se guardaban los aperos. La noria está partida y tirada, hecha ya trizas, junto al pozo.
En el arenal, que usaban para la equitación y el picadero de los potros, apenas quedan en pie algunos pivotes carcomidos que aún recuerdan el contorno, hoy plagado de cardos.
La pequeña capilla tiene hundido el techo y los bancos tronchados bajo los cascotes, de la campana y la cruz solo queda el espacio vacío que ocuparon y los restos de algunas ropas litúrgicas están medio quemados, esparcidos por el suelo.
Delante de la fachada principal, ante la larga escalinata de la entrada, hay una gran superficie de obra, levantada dos cuartas sobre el suelo, de cincuenta metros por cincuenta, en la que se organizaban los saraos al caer las tardes del estío.
A ambos lados, adosadas a la fachada principal, dos garitas amplias, casi torretas, con puertas y ventanas con arco de herradura, le dan al conjunto un aire arábigo. La fachada principal, entre las garitas, está rematada en el centro por una espadaña con motivos simétricos, neoclásicos y neobarrocos, que encierran una hornacina vacía bajo el remate superior de un frontón partido, con un pedestal central, en el que se yergue una estatua hierática de Apolo. Sobre el dintel de la puerta principal, ornado de filigranas que trepan la espadaña, aparece el nombre de la casa y un año: Quinta Zarrúa 1928. Y, bajo el nombre, hay un pequeño torreón en relieve: el emblema militar del cuerpo de ingenieros.
Todo el que contempla la finca en su conjunto se siente embargado por una extraña nostalgia intemporal. Y nadie se explica la razón de su abandono. Pero cuando el ocaso empieza a poblar de sombras aquellos restos suntuosos, hoy decrépitos, todos abandonan con premura aquellos pagos, temerosos de lo que las tinieblas pudieran atraer a ellos.