30 septiembre 2014

XXXIII.- El Renuncia: Las afueras

Dejaron atrás el pueblo y entraron en una especie de recientes y extraños arrabales que, siguiendo el camino, encontraron en los alrededores. Observaron en éstos casas nuevas cada vez más diseminadas que, a capricho y sin orden, se habían esparcido por choperas y sotos. Algunas se habían erigido sobre viejas construcciones, otras sobre cimientos nuevos. Las primeras eran antiguos molinos rehabilitados y granjas convertidas en viviendas; las otras estaban edificadas en los lugares más inverosímiles, como si las hubieran levantado personas con la cabeza tan llena de interés, prisa y oportunismo, como vacía de prudencia y cautela. Así, muchas se acercaban peligrosamente al cauce del río o estaban en el camino natural de torrenteras. Pero, sin duda, todas debían haber sido autorizadas en algún pleno del Ayuntamiento, donde las decisiones eran tan válidas como las un Consejo de Ministros, aunque el concejo tuviera igual solvencia intelectual y peritaje que el delegado de alumnos de una guardería.
Los dos caminantes iban observando al pasar. El Renuncia pensó que el poder y el conocimiento, aunque fuera conveniente, no necesariamente caminaban juntos y que, por otro lado, la autonomía y el imperio de los municipios había sido un logro arduo de conseguir. Así que, para no suscitar controversias con MP, calló y no puso pegas a los inconvenientes que arrostraba el avance en libertades del pueblo llano. Tampoco le apetecía mucho hablar.
Antes de sacudirse para siempre el polvo de aquel refugio, y de aquel cuartel, y de aquella taberna, y de aquel pueblo, atravesaron un pequeño polígono industrial y una urbanización. Ambas fundaciones, también en aquel pueblo perdido y para su sorpresa, habían florecido. Lo contrario, según escucharon en la taberna, hubiera sido no hacer nada por la villa y volver la cara al progreso, bendición del mundo.
En el polígono de San Isidro cruzaron por entre diez o doce naves y más de otros tantos terrenos acotados para la construcción de otras. Un mastín vigoroso les ladró desde dentro de las alambradas que rodeaban una. Algunas excavadoras y otras viejas máquinas, de las que se emplean en la construcción, yacían desordenadamente, unas oxidadas y otras incluso con las puertas abiertas, tras las alambradas de las parcelas, dando una imagen de abandono y olvido. En la calleja principal había cuatro furgonetas aparcadas, una con el motor desmontado y algunas de las piezas esparcidas bajo ella, otra con todas las ventanillas rotas a cantazos, quién sabe si a modo de venganza anónima e incruenta, aunque despiadada, o, tal vez, sólo por puro vandalismo. Un tractor viejo con las cuatro ruedas desinfladas estaba aparcado, quién sabe desde cuándo, junto a la última nave. Todos los locales industriales estaban cerrados y el conjunto parecía un silencioso cementerio de cemento y chatarras.
- Parece que, incluso en este pueblo tan pequeño, soñaron con una expansión industrial –dijo el Renuncia.
- Soñar no está mal porque, si te engañas, te engañas tú solo. Pero quienes alimentan quimeras imposibles no buscan tu bien, sino sus réditos y, si te va bien, trabajas para ellos por la cara y, si te arruinas, para ellos son los créditos pagados, las construcciones embargadas y aún les adeudas cuanto te quedara por pagar. Amigo Serafín, la Banca nunca pierde –contestó MP.
- Sí, pero si son muchos los que no pueden pagar los créditos, de nada les sirve quedarse con locales que nadie quiere y con unas deudas que tampoco ninguno podrá pagar. La banca también pierde.
- No, Serafín. Porque el Estado, o sea, todos, nos hacemos cargo de su deuda pues, de lo contrario, los bancos se hundirían, se arruinarían los inversores, se perderían los ahorros de muchos ciudadanos y el crédito, motor de la economía, desaparecería.
- Pues si la inversión, el ahorro y  el crédito ha servido para esto, mal motor tenemos.
- Ya ves, Serafín, los engendros que produce el natural interés del hombre cuando se convierte en codicia desbocada.
Todavía con la mente desolada por la imagen del polígono desierto, dieron vista a las primeras construcciones de la urbanización.
Aldea Sotoluengo, como pomposamente se anunciaba, estaba formada por una sucesión de chalets, los unos ostentosos y acabados, los otros, imitación de los primeros, en obras unos y otros abandonados. Pero, en aquel momento, deshabitados todos. Daban la triste sensación de obras perdidas en un lugar que no era el suyo y de edificaciones que desentonaban con aquellos parajes. Pero, como también escucharon en la taberna, quién, en su sano juicio, habría renunciado a revalorizar las propias tierras, oponiéndose a proyectos que en los pueblos de la comarca eran ya habituales. Nadie, naturalmente. Y aquellas tierras se calificaron como urbanizables, porque el amor al progreso es amor a tu pueblo y a los tuyos y, si me apuras, a uno mismo, objeto inicial y primero de la caridad, como todo el mundo sabe.
- Fíjate, Serafín, que pasando por entre estas alocadas construcciones, me he acordado de mi piso. También de mi barrio. Y me ha parecido cosa humana, si lo comparo con estos engendros.
A Serafín le sorprendió la voz calmada de MP, al que no parecían ya importarle los episodios sufridos, y, emergiendo de sus pensamientos, contestó:
-No cambiaría yo su piso de la calle de la Madera por el más lujoso de estos palacetes que yacen aquí muertos en mitad de la nada, junto a este camino ignorado, desierto y polvoriento.
-Veo que tus boquetes, esos del ánimo, se han recompuesto o, al menos, no te supura ya la desazón por ellos, porque a ver lo que es racional has vuelto. Y compruebo que no eres insensible a la misma insensatez que yo contemplo. Amigo Serafín, te estás enderezando y buen camino llevas de recuperarte, porque has recobrado la capacidad de observar fuera de ti.
-Es usted quien me lo pone fácil, don Macario. La estupidez, aunque se disfrace de cosa rentable, suele resultar evidente, sobre todo, para quien carece de intereses.
-Bien has dicho, Serafín, porque es el interés el que pierde a las personas.
Y quedó en el olvido de ambos el polígono de San Isidro, que dicen que fue un humilde labrador sin pretensiones, y la urbanización Aldea Sotoluengo, con sus edificaciones vacías pagadas por idiotas jactanciosos o por pobres tontos con afanes de emulación y medro. Y, dejando aquello atrás, de nuevo caminaron por el camino, en campo abierto, sorteando los sonruedos de lluvias y tractores, y escuchando el latir de la calandria, las esquilas de un rebaño lejano y poco más.
“Cuanto más me llamas
menos te oigo,
porque los muchos años
me han regalado
oídos sordos.”
Tarareaba MP, para sorpresa del atolondrado Serafín, a quien los últimos acontecimientos y las pasadas vistas le seguían dimutando el balancín del ánimo.
“Mi madre me llamaba calabacín,
calabazas me dieron bastantes mozas,
la vida no me hurtó calabartazos,
y con la caja hueca de mi cabeza
camino por el mundo
sin que ya nadie me compadezca.”
Y luego MP siguió silbando jotas, o coplas, o seguidillas, o romances, o cosas que a Serafín se le antojaron tan simples y sencillas como el campo. Y ambos anduvieron y anduvieron la tarde entera, sin preguntarse siquiera a dónde iban.

29 septiembre 2014

XXXII.- El Renuncia: Un poco de sosiego

Comieron en la taberna. Los parroquianos les observaban con prevención y desconfianza, pero la curiosidad hacía que no pudieran evitarlo. Tras la euforia del desenlace y la liberación, y también tras las iracundas protestas, MP, por fin, se había serenado. El aroma de las judías con liebre, que el tabernero les sirvió en una fuente mediana, tuvo también su efecto sedante. Al poco, los únicos sonidos que se escuchaban eran los de las cucharas chocando con la porcelana de los platos. La concurrencia no les quitaba ojo y murmuraban de vez en cuando entre ellos. MP, en silencio, comía con el gesto serio, aún desafiante, del que se sentía en la imposibilidad de ser desagraviado; el Renuncia masticaba con desgana, como si no las tuviera todas consigo y temiera que, de un momento a otro, se presentara el sargento, no con las disculpas que reclamaba MP, sino con otros cargos recientes y, de nuevo, se vieran en la trena. Y es que el peso en el alma de las impunes arbitrariedades vuelve temerosas a las personas y les priva de seguridad y les inspira un miedo incierto pero, para ellos, fundado.
Y, mientras comía tan despacio, Serafín se preguntaba si había diferencia entre ser culpable y el que los demás piensen que lo seas. Y si eso de la culpabilidad no sería un estigma que se adquiere más por decisión ajena que por méritos propios. Y si eran menos falibles los que nos rodean que nosotros mismos en determinar y repartir la sorprendente baraja de las culpas.
Fue entonces cuando MP le miró fijamente y le dijo:
-Comes con pocas ganas, como si tuvieras tan poca convicción en lo que haces como en lo que piensas.
-Veo mi vida, don Macario, desvaída como una nebulosa lejana. Y, este percance, me ha devuelto a zonas de ella que son pantanos de cieno oscuro y fondos movedizos, donde me cuesta discernir lo que recuerdo y donde no estoy seguro de la realidad de las cosas que pasan por mi mente.
El viejo, que con la comida había recuperado prestancia y aplomo, le sirvió un vaso de tinto de la frasca cuadrada.
-¿Ves esta frasca? El vino que contiene adopta su forma sin él tenerla y siempre será mejor eso, que verlo derramado y perdido por el suelo, por carecer de contención. Una persona debe siempre recomponerse y no dejarse ir por los suelos, perdida, como vino sin recipiente.
-Creo que lleva usted razón, pero hay algunos recipientes que, igual que mi caletre, están deteriorados, como si el orín que cría el tiempo los hubiera podrido, y no es fiable que puedan contener, sin escapes, cuanto debieran.
MP, después de mirarle un ratito con mirada entre burlona y compasiva, sentenció:
-Tampoco andas desencaminado pero, sea como fuere, come y bebe, que enseguida saldremos de este pueblo y el aire del campo abierto nos atemperará los ánimos y la secuencia mansa de nuestros pasos dará lugar a la recuperación del orden interior.
MP pidió dos Farias. Los dos fumaron en silencio.
Mientras, los parroquianos, que parecían haberse olvidado de ellos, hablaron de la crisis, de las construcciones detenidas, de los negocios sin trabajo, de la gente en el paro y de todas las contingencias económicas que, últimamente, hasta con su pequeño pueblo se habían cebado. MP y el Renuncia escucharon las mismas expresiones que habían oído tantas veces y el viejo pensó que las mismas palabras transitan por los mismos asuntos en todos lados y crean caminos comunes en el pensamiento que todo el mundo se empeña en sobar.
Pagó MP y se fueron. Al salir, los parroquianos, les miraron expectantes, como quien no se resigna a no saber y espera que, en el último momento, le den alguna explicación. Pero los forasteros salieron sin complacerles. MP y el Renuncia se fueron calle adelante sin decir adiós ni volver la cabeza.

28 septiembre 2014

XXXI.- El Renuncia: Liberados, no libres

Cuando MP y Serafín se vieron liberados, al primero le acudió la razón y se dijo que habían sido afortunados porque la estupidez humana les había soltado casi con la misma celeridad que les prendió.
A Serafín, sin embargo, no le pareció que aquel hecho, aparentemente fortuito, lo fuese. Hechos triviales habían hecho derivar su vida de la tranquilidad a la zozobra de modo inesperado. Al Renuncia algunas casualidades le llenaban de desconfianza. Y pensó que, el verse liberados, nada tenía que ver con la sensación de ser libres que hasta entonces habían sentido.
Pero don Macario, apenas asimilada la alegría por verse en la calle, sintió ensombrecerse sus adentros con la vergonzosa e irreparable vejación de la persona que ha sido violada. Y, creciendo en él ese sentimiento, según caminaba por las calles del pueblo, entró en un soliloquio desbocado. Y, en su monólogo, se afanaba en explicar a un mundo indiferente, cómo la justicia se ocupaba de quien no debía, cómo vigilaba lo intrascendente, cómo derrochaba control para lo nimio y cómo todo fluía sin tino en los aleatorios caminos de la ley. Y, para justificar estos extremos, alardeaba sin pudor del conocimiento y experiencia que le habían dado los años. Y, sin ser consciente de las voces que daba, se convirtió por unos minutos en un azote de la corrupción nacional, de las tropelías de los poderosos, del encubrimiento de los políticos, de la connivencia de jueces y fiscales y no pudo por menos que escandalizarse, con iluminada indignación, de cómo la Benemérita, ante tantos y tan graves motivos, no caía de inmediato sobre esas turbas de desaprensivos tan bien conocidos, siendo que podían hacerlo, con toda contundencia, sobre cualquiera que cagara a destiempo y donde no debía.
Y por las calles de Medina de Castroceli iba MP abominando sin parar contra la tal justicia, y contra sus defectos, y contra toda la sinrazón, desequilibrios y contradicciones que el vil mundo ocultaba a los seres sencillos.
Mientras, los vecinos de la villa, ajenos a todas aquellas diatribas, le miraban aviesamente y mostrando prevención, porque a los locos, diciendo verdades o lo que quiera que dijeran, nadie tenía por hábito escucharles.
Serafín, en cambio, le seguía dos pasos atrás muy comedido y silencioso. Recordando que todos los contratiempos en su vida habían sido para mal y que hubiera dado cualquier cosa porque aquel altercado con los guardias no hubiese sucedido.
Antes de soltarles, y ciertamente sin mucho respeto hacia ellos, ni contrición por su parte, el sargento Sacramento les dijo que no era natural que quien tanto tenía, refiriéndose a su condición de empresario, y quien tenía para vivir decentemente, refiriéndose a la del pensionista, anduvieren por ahí haciendo cosas raras y malmetiendo a los agentes de la ley, que bastante tenían con los delincuentes, como para andar cuidándose de los locos que daban, a sus años, en vagar por los caminos.
Pese a las protestas de MP ante las palabras y los modos que el guardia utilizó de despedida, éstas hicieron mella en el Renuncia, que no veía la hora de romper el maleficio con el que aquella situación había trastocado el sereno equilibrio de sus vidas. El episodio de la detención había removido el pozo oscuro de sus recuerdos y el tufo que salía de él no le tranquilizaba. El trágala de aquella arbitrariedad le había sacado de aquella neutralidad anímica que disfrutaba desde que se dedicaba a la renunciación. Así que caminaba cabizbajo tras el exultante viejo, que continuaba pregonando al sordo mundo la humillante denigración que dos inocentes habían padecido.
-¡Ay, Serafín, Serafín! –voceaba el viejo- Bien se conoce que los que, como tú, renunciáis al mundo, termináis por olvidar el sentido de la justicia y la raíz sagrada de la ley. Todo termina por daros igual. Y yo te digo que la renuncia no puede llegar a tal punto pues, al hacerlo, os roba la condición de seres libres, os priva de la más profunda esencia humana. Porque los humanos, que lo sepas, Serafín, no somos una grey a la que se conduzca fácilmente, porque somos esencialmente inconformistas, críticos y celosos de la igualdad, la ley y la justicia, nuestros ideales más puros.
Pero Serafín que, teniendo muy claro de dónde quería huir y poco claro a dónde quería ir, se dejaba conducir por el viejo. Y, a pesar de sonreír como un tonto, callaba y le seguía. Y, para quién les mirara, era difícil distinguir cual de los dos parecía más enajenado.
El Renuncia prefería olvidar lo sucedido y pensaba que lo mejor que podía hacer la justicia por él era mantenerse lejos de su persona. Y, al contrario que MP, pugnaba dentro de sí por ignorarla, por dejarla atrás y no volver a tener noticia de ella. Y, en cualquier caso, renunciaba también a aquellos desagravios que el viejo se administraba a sí mismo, a falta de alguna disculpa por parte de los agentes de la ley. Y era consciente de que tanto el viejo, retador y escandaloso, como él, con su silencio, eran dos anónimos perros apaleados que poco más podían hacer que lamerse las llagas. El uno en silencio y el otro aullando, eso sí.
Cuando MP se metió en la taberna, Serafín le siguió gustoso, animado por la esperanza de que un poco de comida y otro tanto de descanso les devolvieran un algo de sosiego. 

26 septiembre 2014

XXX.- El Renuncia: La reconstrucción

Cuando les sacaron de sus celdas, ambos se miraron como desconocidos. Hasta entonces nunca se habían mirado así. Aquel sentimiento lo experimentaron a la vez.
MP miró al vagabundo: Serafín parecía un ser más desdichado que antes. El viejo pensó que las horas que un hombre pasa a solas, ésas que le enfrentan consigo mismo, cuentan más, con mucho, que las otras, en ese reloj interno que lleva la contabilidad de nuestro tiempo.
Serafín tardó un poco en mirar al viejo. El Renuncia parecía un niño avergonzado. Cuando tuvo valor para levantar la mirada del suelo: le pareció desaseado, con los pelos revueltos y la mirada más extraviada de lo que tenía por costumbre o, Serafín, tenía por normal en él.
Una extraña timidez les había sobrevenido a los dos tras aquellas pocas horas, y les costó unos instantes reconocerse abiertamente. Y, simultáneamente, pensaron lo mismo: ¿cómo podían reconocerse dos desconocidos?
MP quiso pensar que Serafín se había desmoronado sin su compañía. El Renuncia imaginó que el viejo se había sentido inerme sin tenerle al lado. Ambos mantuvieron la mirada y, sorprendentemente, se estrecharon las manos, como si acabaran de presentarles. Y los dos se sintieron de nuevo generosos, dispuestos a regalarse mutuamente un apoyo que ninguno de los dos creía necesitar. Y así, interiormente, cada cual se sintió respecto al otro un ser altruista y desprendido y un bienestar repentino e interno les inundó. Decididamente se reconocieron como dos seres libres. Cada uno dando al otro lo que suponía que al otro le faltaba.
Apenas les sacaron de sus respectivas celdas, fueron esposados entre sí. Los guardias de las boinas verdes, con los chalecos antibalas, los guantes y aquellas bragas militares subidas por encima de la nariz, les miraban amenazadores o, cuanto menos, con los sentimientos cubiertos de la mirada para abajo. A ellos les parecían seres sin vida real, de los que únicamente habían de entender unos gestos tan anónimos  e impersonales como señales de tráfico.
Les hicieron subir en la trasera de un gran coche todo terreno, de aquellos tan llamativos, y llevaron a los detenidos en dirección a Esterillas de Castroceli y de allí en dirección a Fenamira de Gorgojos y luego a Lasayona del Garbanzal. De allí les llevaron a la cabaña donde les detuvieron. Y volvieron a ver el chozo del pastor tan solitario y abandonado como lo encontraron.
-Esto va a ser una reconstrucción de los hechos –dijo el teniente, apenas se apearon.
Como los detenidos no dijeron nada, prosiguió:
-Entre las 2,20 y las 2,31 de la noche, en que fueron detenidos, uno de ustedes estuvo bajo el túnel que, a cien metros de aquí, hay bajo la vía del AVE.
Luego de mirarles inquisitiva y alternativamente al uno y al otro, dijo:
-¿Quién de ustedes lo hizo?
-Fui yo –dijo mansamente Serafín.
-¡Coño, pues ni te sentí! ¡Ni que fueras una sombra! ¿Cómo no me lo dijiste? –saltó MP.
-¡Silencio! Hable cuando se le pregunte –cortó secamente el teniente.
-Pero si es verdad, si es que no me enteré y, mire usted, que a mí el zumbido de un mosquito me despierta, porque mire, si a mí… -no pudo contener la lengua MP.
-¡Que se calle, coño! ¿O es que no entiende usted el castellano? –cortó de nuevo el teniente con el más despectivo y amenazador estilo cuartelero.
-No sólo lo entiendo, sino que además lo hablo y lo escribo, y no sé si usted tendrá con el idioma tantas habilidades, aparte de ladrarlo -se picó el viejo.
-¡A callar, joder! –y ya había vuelto en el aire la mano el teniente para sofocar aquella insumisión impenitente, cuando se dio cuenta de que le iba a cruzar la cara a un viejo. Suspendió la intención y se quedó inopinadamente avergonzado.
-Me pegue si tié clase –se creció MP, con un tono chulesco y arrabalero que el Renuncia no le conocía, ante el ademán frustrado del teniente.
-Con que se calle, me vale –se reportó secamente el oficial.
-Eso es otra cosa –respondió MP, revistiéndose de una triunfante dignidad y esponjándose tan exagerada y amenazadoramente como un palomo ladrón.
-No hace falta que se incomode. Si se trata de mi paseo nocturno hasta el túnel que hay bajo la vía, se lo describiré con detalle –dijo Serafín.
-Para eso estamos aquí –dijo el teniente, mirando de reojo a MP.
Serafín comenzó a caminar desde el refugio hacia la vía. Al tiempo que lo hacía, iba narrando como, entre sueños, se sintió indispuesto. Y apuntó que, ante el temor a que sus tripas se desataran en desahogos gaseosos, decidió salir del refugio, puesto que, apostilló de nuevo, las ventosidades eran de mala educación, incluso entre compañeros, y no decían nada bueno de aquél que se las permitía en lugares compartidos y cerrados. Y, concluyó, que esa fue la razón por la que salió del templado refugio en la noche cerrada.
-Abrevie, nos hacemos cargo –dijo el teniente.
Serafín siguió caminando seguido mansamente por MP, esposado a su muñeca, y por los guardias, que no les quitaban ojo por encima de las prendas militares que daban anonimato a sus rostros.
-Pues bien –prosiguió Serafín- una vez fuera, estiré el cuerpo y las extremidades y, ante el frío reinante y seguramente debido al brusco cambio de temperatura, percibí un nuevo aviso del cuerpo, concretamente un retortijón, que me hizo evidente que mis urgencias no se solventarían con el inmediato y ronco alivio gaseoso. Lógicamente, no me pareció bien evacuar en las proximidades del refugio común. Y, como lo único que vi blanquear en la negrura de la noche fue el camino, lo seguí. Vislumbré el túnel y me sentí llamado por su cálido conducto, a cubierto del frío y del viento nocturno. Fue el instinto el que me indicó que la suerte me deparaba un cobijo placentero donde aliviarme. Porque sepan ustedes, señor teniente y la compaña, que ni para los hombres ni para los animales superiores dan igual las ubicaciones para ciertos menesteres y, un servidor, encontró el túnel de lo más adecuado y acogedor.
-No me diga que bajó hasta el túnel para eso –gruñó el teniente algo desconcertado.
-Pues, sí. Y si éstas eran las indagaciones que usted perseguía, podría haberlo dicho antes. Pero si usted no queda convencido y piensa, como nos ha dado a entender, que coloqué, con aviesas intenciones, algún explosivo, verá que no lo hay ni se encontrará. Y, en todo caso, podrá averiguarse que la mina que planté es sólo mía por las irrefutables pruebas del ADN que, a menos que se hayan llevado la matería probatoria pegada a las suelas de las botas, podrá practicarse in situ, ya que la medicina legal está hoy, por fortuna, suficientemente preparada para no dejarme por embustero.
Fue entonces cuando MP comenzó a contener la risa de un modo que cada vez se hacía más evidente. Y, para cuando llegaron bajo el túnel y Serafín, sin titubeos, se paró junto ante la prueba, sus risas eran tan ostentosas como sonoras.
-Mire usted, señor teniente, he ahí la prueba. Aún parece reciente y, entre nosotros, no sabe usted lo a gusto que me quedé –remató Serafín con llaneza.
-Recoja usted la prueba –dijo MP a grandes voces, conteniendo vanamente la risa y poniendo una expresión entre iracunda y sublime, propia de un profeta del Antiguo Testamento- Es lo único que puede salvar a dos inocentes de la implacable justicia.
-¿Usted bajó aquí sólo para eso? –preguntó, entre incrédulo y abochornado, el teniente.
- ¿Le parece poco, mi teniente? Pues le aseguro que, pese a su volumen, es toda mía y apecho con ella –dijo Serafín con la misma dignidad que MP, poniendo al oficial en el brete de decidir si le estaba tomando el pelo o era tonto de capirote.
-Ahí tiene usted una confesión sin paliativos, la confesión de un valiente, sin abogados de por medio, sin acogerse a la presunción de inocencia, sin hacer uso del derecho a guardar silencio, sin habeas corpus, sin…-continuaba voceando el viejo.
-Vale, vale –cortó el teniente bastante corrido- que recojan sus cosas del cuartel y que se vayan.
-¿Cómo? ¿Sin evaluar la prueba? ¿Sin contrastar la evidencia? ¿Sin analizar si se trata de un explosivo de última generación? ¿Sin verificar su procedencia? –proseguía MP como un orate.
- Llévenselos al cuartel de una vez –zanjó el oficial.
El teniente vio alejarse hacia el coche a aquellos dos seres estrafalarios entre los guardias que les devolverían al cuartel, pero el eco de las risas del viejo quedaron en su mente como una burla imperecedera y, también, las sonrisillas socarronas que adivinó bajo las bragas militares de sus subordinados.

25 septiembre 2014

XXIX.- El Renuncia: Ambos limpios

También le habían ordenado verificar la documentación de ambos sujetos y sus antecedentes.
Esta orden, al sargento Sacramento, le había disgustado singularmente. Ese chisme del ordenador le volvía loco. Qué ganas de complicarse la vida. Lo que antes se resolvía por radio o por teléfono en un santiamén y con un diálogo entre personas humanas y en puro castellano, ahora había de hacerse zambulléndose en aquel piélago de pantallas, iconos, punteros, cursores, menús, barras, botones, descargas, emergencias, aplicaciones, enlaces, formatos, mensajes y demás jeringoncias.
- ¡Me cago en la Internet, en la madre que la parió y en hasta en la enclavación! –se le escapó para el cuello de su guerrera.
Reconocía Sacramento que, hoy, hasta el más tonto se recreaba utilizando todos esos términos, pero, para él, carecían de fundamento real. A ver, por ejemplo, ¿qué cojones era eso del hiperespacio?
Sin embargo, admitía Sacramento, todos esos términos y habilidades se habían convertido en elementos litúrgicos de una nueva religión, de rápido implante, que al mando le parecía imprescindible y en cuyos misterios, a él, aún le costaba más entrar que en los de la fe católica que, como todo el mundo sabe, tampoco son grano de anís.
- ¡Me cago en las encartaciones y en hasta en lo más alto del patíbulo, lástima de jubilación! –despotricaba para sí, el sargento, por segunda vez.
Menos mal que tenía a la cabo Virtudes. Esa muchacha, caída en aquel pueblo por los misterios del destino y del escalafón, entendía todo aquello como si lo llevara en la masa de la sangre, y lo dominaba con igual maestría que se domaba esa cola de caballo rubia o se calaba graciosamente el ros reglamentario.
En cuanto la cabo Virtudes, al amanecer, entró de servicio, consiguió en un plisplás toda la información pedida sobre aquellos sujetos, para satisfacción y orgullo del sargento Sacramento. No toda la juventud estaba perdida y degenerada.
Los DNI no eran falsos. Ninguno tenía antecedentes penales y, efectivamente, el uno era un jubilado del Ministerio de Hacienda y, curiosamente, el otro, para sorpresa del jefe de puesto, ese tal Serafín Tirado, resultaba que era empresario y propietario de la compañía de seguros ALWAYSPAY S.A., compañía que, al parecer, era solvente y funcionaba bien.
El sargento Sacramento se sentó en su sillón, encendió un pitillo, aprovechando que no había nadie, y se regodeó con íntimo recochineo: en aquella ocasión los GEO se habían lucido.
Pero, el asunto no dejaba de intrigarle, ¿qué hacían durmiendo en aquel chabolo de pastor un jubilado y un próspero empresario?
Pensó que dormir en el campo no era delito aunque, al paso que llevaban las cosas, puede que dentro de poco no se permitiera, como tampoco le estaba permitido a él, ¡manda güevos!, fumarse un pitillo en su oficina.
Abrió la ventana, tiró la colilla y, de momento, la dejó abierta para que aquello se ventilase, que guardar las apariencias era lo más efectivo ante prohibiciones sin sentido.
Al poco, un coche del GEO de la CG frenó frente a la puerta. Descendieron de él un guardia y un teniente con sus boinas verdes, sus chalecos antibalas, sus correajes, sus guantes, su armamento y toda su aparatosa impedimenta e, inmediatamente, entraron en la oficina del sargento.
Sacramento se cuadró,  dio novedades al teniente y le pasó los informes. Lo hizo con gesto serio, con competente profesionalidad y fría eficiencia militar. Luego añadió, con gesto grave, que los detenidos seguían incomunicados y que aseguraban no saber nada de explosivo alguno.
El teniente Sacristán miró los papeles, carraspeó y dijo:
-Por razones de seguridad, he de llevarles inmediatamente al lugar de los hechos. El satélite detectó su presencia en las vías del AVE. Los TEDAX no han encontrado nada y los perros tampoco. Pero, si han sido tan hábiles como para camuflar algún sofisticado tipo de mina o explosivo, nosotros conseguiremos que nos digan dónde. No olvide, sargento, que nos enfrentamos a un terrorismo cuyas técnicas evolucionan continuamente.
- Con su permiso, mi teniente, a mí los detenidos me parecen una pareja de mermados, mi teniente.
-Pues más vale que lo sean, porque según la vigilancia operativa en la zona, uno de ellos estuvo en el túnel, bajo la vía del AVE, desde las 2,21 a las 2,32 y luego volvió, cien metros arriba, al refugio donde les detuvimos. A esas horas, dígame usted, Sacramento, qué podían hacer allí –zanjó el teniente Sacristán esperando, como así ocurrió, el asertivo silencio del sargento Sacramento.
El teniente Sacristán y el cabo Abad quedaron a la espera de que el sargento les entregara a los sospechosos para su traslado al escenario de los hechos.

XXVIII.- El Renuncia: Sacramento el sargento

El sargento Sacramento estaba de mal humor. El guardia Monago le había despertado a las cuatro de la madrugada. Justo a tiempo para ser testigo del escándalo que habían montado en el pueblo los del GEO de la  GC. El despliegue de luces y ruidos no se explicaba a qué venía. Y no decía él, un humilde suboficial, que los GEO de la GC no fueran efectivos, no señor, ni mucho menos, pero le pareció que con aquel cirio sólo buscaban hacerse notar.
Hasta al alcalde, hombre sensato y razonable, Don Laureano Gañán de la Chatacapitana y Vistadegalápago, diputado de la Excma. Diputación, le había llamado, alarmado por semejante alboroto. Que hasta a los hombres de bien, comprometidos con el orden, les repugnaban aquellos excesos de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, o sea, de los guardias.
Pero no había nada que hacer. Que ya se lo había él indicado, diplomáticamente y guardando las distancias reglamentarias, al teniente Sacristán, jefe táctico del grupo. Pero como si nada, ellos, con su protocolo.
No obstante, reconocía Sacramento, el deber y la disciplina no eran cuestionables. Un jefe de puesto sabía a lo que había que estar. Pero, ¡no me jodas con el numerito de los GEO de la GC! Ni que fueran el Circo Americano.
Además, aquella extraña pareja de detenidos, le parecían, aparte de estrambóticos y estrafalarios, un par de alelados inofensivos. La orden del jefe de los GEO de incomunicarles y aplicarles la ley antiterrorista, le pareció demasiado drástica. Pero quién era él, se dijo, para poner en cuestión las directrices del mando. Nunca se sabía.
Y, al considerar la inocencia de aquellos dos extraños, recordó aquello de que “debajo de una mala capa suele haber un buen bebedor”. Frase, seguramente, del insigne Calderón o del ingenioso Quevedo o puede que de Góngora, o, con muchas probabilidades, de aquel cuentista de Cervantes al que tanto le gustaban los vagabundos sin meta, esos que iban por ahí haciendo locuras y hechos unos esperpentos. Sí, concluyó el sargento, seguro que fue Cervantes, por los antecedentes, lleva todas las papeletas.
No era confiar, sino comprobar, la misión del Benemérito Instituto Armado de la Guardia Civil, militar, por supuesto, que él comandaba en aquel pequeño pueblo pero que, para la nación, era el frente primero, y permanentemente abierto, contra la delincuencia tradicional y el terrorismo, azote de nuestros días.
Y es que, se decía Sacramento, la delincuencia ya no era lo que fue. Hoy, bajo aspectos nada sospechosos, podían pasar desapercibidos los delitos más inesperados.
El sargento, tras más de treinta años de servicio, estaba harto, sobre todo, del terrorismo. Y ahora que éste parecía superado en España, surgían movimientos islámicos extraños, como si los conflictos fueran pocos y echáramos de menos las guerras de moros y cristianos. Además, los escándalos financieros y los delitos contra el dinero público, proliferaban por doquier. A los grandes partidos, sindicatos y organizaciones empresariales, por no hablar de la Banca, les brotaban ladrones como hongos en otoño lluvioso. Y personas, tenidas por intachables, se descubrían podridas de raíz por la codicia. Por si esto fuera poco, surgían movimientos y plataformas anticorrupción, anticapitalistas, antidesahucios, etc, que, independientemente de su legitimidad, llevaban el comportamiento anárquico a las calles. ¡Menudo sindiós!
Y sintiéndose en mitad de aquel berenjenal, el sargento Sacramento, que siempre pensó que defendía el orden y la justicia, se dijo:
- ¡Qué sanos y benditos tiempos fueron aquéllos de los ladrones normales y corrientes, de los delincuentes habituales, de los maleantes ocasionales, en definitiva, del lumpen ordinario!
Y, tras suspirar profundamente, añadió a media voz:
- ¡Al Lute, al Dioni y al Vaquilla habría que hacerles un monumento en nuestros días! 

20 septiembre 2014

XXVII.- El Renuncia: MP el presunto inocente

MP, paseando de esquina a esquina, con el ritmo monótono de un péndulo, intentaba imaginar los motivos de aquella onerosa detención que, por extraordinaria, había confundido en un primer momento con un portento reservado a ciertas almas elegidas.
Qué equivocado está el hombre con todo cuanto le sucede, pensaba don Macario. Y lo peor es que, a veces, cree firmemente que las cosas son lo que imagina y no tiene, como en aquel caso, guardia que le desengañe. Así, achacamos los sucesos a lo que suponemos y, raramente, terminamos conociendo con certeza su meollo, desarrollo y entretelas. Y MP, incapaz de detenerse, seguía caminando por una de las diagonales de la celda, mientras se devanaba los sesos con aquellos pensamientos, hasta que una esquina le devolvía a la opuesta.
Pero, bajo qué sospecha podían haber caído ellos dos. Y se dio cuenta de que hasta él comenzaba a creerse culpable de lo que ignoraba, tal era el choque que había producido en su mente aquella detención tan espectacular como fulminantemente inesperada. Y es que, tan acostumbrados estamos a dejarnos deslumbrar por los rápidos efectos, que raramente nos queda racionalidad y tiempo para buscar sus causas. Y eso, se dijo MP, nos ocurre a los hombres a lo largo de toda la vida que, por esto, solemos pasarla vertiginosamente deslumbrados, pero sin ninguna calmada certeza.
Luego de dar un par de vueltas más, en suspense, dedujo que, lo más probable, fuera que se tratarse de una confusión, pues ni Serafín ni él habían dado motivo, ni tenían antecedente alguno, que él supiera, para que les aplicasen la legislación antiterrorista y que, por tanto, incomunicados como a terroristas les tuviesen. Aunque, bien mirado, los aterrorizados habían sido ellos sin necesidad de haber aterrorizado previamente a nadie, que supieran. Y es que el terrorismo y el antiterrorismo deben de andar así así en sus métodos, se dijo MP en plan dubitativo.
Lo admitía. Acostumbrado a ver de todo, como funcionario jubilado de Hacienda, hubo un instante en que llegó a desconfiar de Serafín, diciéndose que bien podría ser un etarra fugitivo que hubiese decidido camuflarse bajo esa capa inusual de la renunciación. Pero enseguida su lógica cartesiana, forjada en el citado Ministerio, desechó la idea pues, si los etarras pensaran así, se habrían hecho franciscanos en vez de terroristas. Y, además, aquel apocado de Serafín no servía para esas cosas, se veía de lejos.  No obstante, se dijo también que, de los alucinados, podía esperarse cualquier incongruencia.
MP estaba ofendido, esa era la palabra. Ni por asomo se le había ocurrido que podía verse en aquella situación. En su vida había conocido algunos casos en los que recalcitrantes delincuentes, a fuerza de insistir, habían terminado finalmente en la cárcel. Pero, los más de ellos, nunca la pisaron. Así que algo muy grave había de sospecharse de ellos para tenerlos en el trullo, sin contemplaciones, en una democracia tan asentada, escrupulosa y garantista como la española.
Reflexionaba MP sobre el delito en general, pues no en vano había ocupado un puesto de responsabilidad y confianza en la Administración. Y concluía que la sociedad y su brazo ejecutivo, la justicia, tenían los delitos muy bien clasificados por su grado de alarma. Y su claro discernimiento le decía que, perdonada sea la abreviada manera de decirlo, los había de ricos y de pobres, y, a los primeros, siendo de graves consecuencias para la Hacienda Pública o sirviendo de ruina para muchos incautos, se les tenía en algo así como sutilezas del pensamiento, fantasías contables, amigables relaciones socio-económicas o funambulismo financiero, y, naturalmente, al pasar desapercibidos, carecían de peligrosidad social. Eran, en su conjunto, actividades tan nebulosas, etéreas, virtuales, intangibles y abstractas, que escapaban al burdo y alarmante nombre de crimen y estaban más cercanas al nombre inofensivo, castizo, sofisticado y cuasi mágico del arte de birlibirloque. Y esto era así hasta el punto de que el vulgo terminaba por admirar a delincuentes de esa clase, y como el mundo estaba lleno de vulgo, pues no había mayores problemas, en la resolución de estos delitos, que los que se derivaban de la impunidad y el olvido, una especie de admirada y consensuada absolución social.
Y, bien mirado, cómo iba a rehabilitar la cárcel a algunas de las mentes mejor formadas del país. En estos casos la cárcel era un contrasentido, y lo de restaurar lo robado no solía aplicarse pues, al igual que los grandes almacenes cargaban en los precios los posibles hurtos, se tenía en los Presupuestos Generales del Estado una partida para prevenir estas inevitables contingencias. Porque, en estos casos, siempre es mejor prevenir discretamente que curar públicamente. El mejor escribano echa un borrón. ¿O no?
Eran, por otra parte, delitos tan finos y sutiles en su ejecución, que muy pocos eran descubiertos y, si los más de ellos pasaban desapercibidos y los otros pocos causaban admiración, no podía decirse que la sociedad se alarmara por lo que desconocía, ni que causara mal ejemplo lo que se admiraba. Así que, en ambos casos, se imponía la clemencia y el piadoso olvido, pues la calidad humana de sus ejecutores siempre aportaba otras buenas acciones al país, bien en la política, la banca o los negocios y, al fin y al cabo, si fuera lo perdido a sus bolsillos, bienvenido fuera lo ganado en los de todos. Y es que hasta los genios tienen sus sombras.
Pero bien sabía MP que otra cosa muy distinta era el delito común, vulgar, sangriento o callejero, hechos escandalosos, indisimulados y zafios a todas luces, verdaderas lacras sociales, cuyo rudo e ineducado incivismo era evidente y saltaba a los ojos de toda persona de bien o simple ciudadano. Para estos últimos delitos ostentosos el castigo debía ser inmediato y ejemplar, pues todo estaba desde el primer momento tan meridianamente claro que no se necesitaba ni la presunción de inocencia ni otras garantías para identificar de inmediato al culpable y, por pocos que hubieran sido los perjudicados o por leve que hubiera sido el daño, los jueces sabían que estos desafueros estaban al alcance de cualquiera y que habían de ser castigados con severa contundencia y celeridad fulminante, porque, desgraciadamente, donde no hay castigo no hay enmienda y enseguida, el impune descaro, desata la imitación al mal ejemplo.
Había que reconocer, por otro lado, que estos delitos tan específicos y públicos, apenas daban trabajo a nadie. Pues no se necesitaban detectives privados, ni escuchas telefónicas, ni grandes investigaciones, ni bufetes de abogados, ni recursos a otros tribunales, ni demoras, ni se usaban los mil artificios legales de dilatación, condonación, prescripción, anulación, pacto o indulto, por ser hechos muy simples, que no necesitaban de un cuerpo probatorio muy elaborado ni requerían años de pesquisas pues, normalmente, eran de una sencillez tal, que hasta los jueces más bisoños notaban que, aquellos casos tan vulgares, no suponían para ellos ningún reto a su finura intelectual. Era, ante este tipo de hechos delictivos, ante los que gustaban de lucir su efectividad, con honroso y merecido orgullo, los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, pues los resolvían en un chisgarabís, deteniendo inmediatamente a los culpables y dejando los hechos tan claros, que el juez, sin ningún interés en el caso y casi con desgana, no tenía otra salida que decretar de inmediato un humanitario ingreso en la cárcel, para propiciar la rehabilitación de los implicados.
MP, repasando su vida, se dio cuenta de que él nunca tuvo acceso a delitos de fundamento, o sea, propios de personas de peso. Lo achacó, seguramente, a su débil formación académica y a su carencia, no sólo de currículum universitario, sino también de, al menos, media docena de másteres en universidades extranjeras de prestigio o, en su defecto, a la falta de tres o cuatro premios de las Confederaciones Empresariales o del Gobierno, por su ingente labor en la economía nacional.
Además, MP, durante toda su vida, se había alejado de los delitos comunes por sus ineludibles, nefastas e inmediatas consecuencias, aparte de por su moral intachable. Y, estando organizado el mundo así, no aspiró nunca a lo vedado a su estatus y tampoco delinquió en lo que le era asequible, por sus resultados perniciosos. Así que, en unos casos, por imposibilidad manifiesta y, en otros, por honradez firme pero sin contrastar, se había visto durante toda su existencia alejado, por fortuna o infortunio, del crimen lucrativo y también del común.
Pero allí estaba ahora, a pesar de la continencia que siempre tuvo ante el delito, sin imaginar siquiera de qué se le acusaba. Y debía de ser muy notorio y grave su desmán cuando las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado se les habían echado encima de aquella manera, sin pasarles siquiera por la legalidad que a toda detención otorga, en democracia, la brillante toga, satinada y  negra, de un buen juez garantista de sus derechos.

19 septiembre 2014

XXVI.- El Renuncia: Serafín el contrito

Serafín, sentado sobre la colchoneta que, tendida sobre una especie de escalón alto adosado a la pared, hacía de catre, miraba las cuatro paredes encaladas que le circundaban. Pensó entonces, por primera vez, si su renuncia podría alcanzar también a la libertad. Y, enseguida, se dio cuenta de que así no valía. Sin libertad, se anulaba la renuncia como la sal se disuelve en el agua o el humo se desvanece en el aire. Porque era una ilusión pretender renunciar a lo que, por la fuerza, ya te habían quitado.
Notó El Renuncia que aquella brusca privación de libertad le impelía a buscar razones que la justificaran, porque en la esencia del hombre está buscar las causas de las cosas. Y, por más que pensaba, no encontraba ninguna. Pero, se dijo, que aún habiendo encontrado alguna causa, eso no cambiaba la sensación que le inundaba. Y, puesto que con razones o sin ellas, sin libertad estaba, sólo dio en preocuparse por su estado cierto y, para no sentir el miedo que sentía, quiso dejar de lado el misterio por el que allí le retenían. Sin embargo, su miedo no tenía origen en él mismo, no le pertenecía a él, sino que lo manejaban quienes se lo provocaban y, por tanto, no podía escapar a sus efectos. Así que lo que por un lado le quitaban se lo daban por otro.
Y notó que, sin libertad, todos los sentimientos dejan de ser espontáneos y, al condicionarlos el miedo y su amiga la incertidumbre, quedan desvaídos y borrados, fuese cual fuere su origen. Y, el prurito por perseverar en esos sentimientos o el mostrarlos de modo retador a los guardianes, no era ya cosa del común de las personas, sino cosa muy meritoria propia de héroes, líderes, santos e, incluso, de mártires prestos a derramar su sangre. Así que El Renuncia, no sintiéndose en ninguno de esos casos excelsos, pensó que la renuncia no podía ser genuina sin libertad y, por tanto, no era posible concebirla, de modo natural, en ausencia de ella. Y así, sintiendo que le acababan de arrebatar la libre renunciación, pensó que sus guardianes no podían ir más lejos, a menos, claro, que le quitasen la vida.
Luego, se sintió mal. Las cuatro paredes desnudas le recordaron el mismo sentimiento de pérdida, de desorientación y de carencia que experimentó cuando desapareció su mujer. Recordó que no había imaginado que aquello pudiera ocurrir. Y se dio cuenta entonces de que hasta aquel día consideró, sin pensarlo, que ella era una fiel prolongación de sí mismo. Algo con lo que no había que contar, como no cuenta uno con que le fallen el corazón o los riñones. Y, sin haberla tenido en consideración en el pasado, comprendió que, sin ella, se sentía incapaz de afrontar el futuro. Había sido como si, repentinamente, le hubieran dejado sin aire en los pulmones.
Recordó que fue entonces cuando eligió la renuncia como escape de toda aquella realidad inesperada. Lo hizo, tal vez, por ser todo lo contrario a lo que había practicado hasta entonces. Aquella vieja vida que se había construido con dinero, que había llenado de caprichos, de mujeres que no le interesaban, de vicios y de placeres de cualquier clase con tal que le llenaran el tiempo, de codicia por la mera codicia, de soberbia por la sola soberbia, de vanidad por no encontrar otra cosa que le hiciera sentirse superior… Aquél era el enemigo del que huía. Recordaba cómo se había construido aquella forma de pensar, que a todo le daba derecho, porque todo daba igual, todo estaba a su alcance, nada importaba. En aquel mundo, artificialmente vano, llegó a moverse sin parar como una anguila escurridiza, sin responsabilidad, sin afectos, sin metas, sin conciencia, sin reparos, sin remordimientos, sin, ciertamente, nada, pero teniéndolo todo. Sobrevolaba entonces la vida normal, la habitual, la de cualquier trabajador; eludía también las leyes, la justicia y todo lo que le daba a la sociedad visos de estabilidad pues, cuando no saltaba los preceptos legales, los eludía, al sumergirse bajo ellos con el auxilio de toda la jurisprudencia que los ricos se habían hecho, durante generaciones, para sí mismos y con la ayuda de los abogados y otros expertos en burlar legalmente las leyes que hiciera falta. Conoció también políticos capaces de regularizar nuevas situaciones no previstas, de modo que el delito pasara a ser normalizado por la ley.
Ante Serafín pasaron los últimos años de su vida anterior. Algo que le dolía y que no quería recordar. Y hasta creía que había conseguido olvidarlos con el mismo empeño que, a veces, ponía en negar las propias palabras, como si pudiera volver a meterlas en el lugar de donde salieron, o enterrar más profundamente en la memoria aquellos hechos que le avergonzaban. Como si oponerse a recordar hundiera más profundamente las cosas en su mente y le añadiera carretones de olvido a su pasado. Pero, ¿quién rige las mareas del recuerdo? ¿Cómo puede lograrse que la madera deje de flotar sobre el agua o que, un dolor que quisiste desterrar, no vuelva del exilio cuando se le antoje?
Serafín comprendió, entre aquellas paredes, que la vida que había iniciado era una alfombra bajo la que su mente estaba queriendo ocultar la vida vergonzosa que tuvo y ganar día a día otra con algo de sentido. Y, sobre todo, borrar aquel absurdo desenlace que, aunque inesperado, él mismo había provocado.
Cuando acabó lo de su mujer, el psiquiatra le dijo que necesitaba descansar. Como si el descanso fuese una mercancía más que los ricos pudieran comprar a su antojo. Al menos, el tiempo de renunciación, le había enseñado que nada importante podía comprarse, que todo lo importante era gratis o, si no lo era, no podía lograrse con dinero. Y pensó que, el fin y la causa, se habían juntado y que, tal vez, por eso tomó entonces aquel incomprensible y, aparentemente, loco camino hacia la renuncia. Fue su único modo de pretender encontrar todo lo que le faltaba pues, de lo que se podía tener,  lo tuvo todo. Puede que alguna vez diera con la cordura y, tras ella, viniera todo lo demás, se decía el contrito Serafín Tirado.

17 septiembre 2014

XXV.-El Renuncia: El cuartelillo

-        Le haré una sola pregunta: ¿Dónde han colocado el explosivo?
-        ¿Qué? –dijo Serafín, dejando después la boca abierta, y olvidándose de cerrarla, mientras permanecía fijo, mirando absorto la cara amenazadora del sargento.
El sargento jefe de puesto dedujo que el detenido era lelo o era sordo. Para descartar la segunda posibilidad preguntó de nuevo:
-        ¿Qué hace con la boca abierta y sin contestarme, es que no me ha oído?
-        Ah, sí señor. La he abierto yo.
-        ¿Y del explosivo qué tiene que decirme? Confiese y nos ahorraremos trabajo.
-        ¿Qué? –respondió de nuevo Serafín, volviendo a dejar la boca abierta.
El sargento Sacramento, dudando ahora de si el detenido era tonto de baba o le estaba vacilando, dijo con gran solvencia y marcial sequedad:
-        Bien, como usted quiera. Incomunicado en la celda tres, no perdamos el tiempo, el grupo antiterrorista se encargará de averiguarlo. Ellos saben cómo hacer cantar a un carro.
El sargento Sacramento, mirando con desprecio al detenido, dirigió estas últimas palabras al guardia primero Monago. Y añadió:
-        Ah, y a la vuelta, tráiganme al otro detenido.
Al poco, el guardia primero Monago y el guardia raso Monje, condujeron al despacho del jefe de puesto a MP que, poseído por una santa indignación, no había parado de vocear a la ciega Justicia, desde que le metieran en el calabozo del cuartelillo de la Guardia Civil de Medina de Castroceli.
El sargento oía las indignadas quejas de MP según se lo traían sus subordinados pasillo adelante. Y al instante de entrar en su despacho, sintiéndose finalmente frente a una autoridad, el viejo estalló a gritos con los ojos rabiosos y la faz indignada:
-        …Pero, ¿de qué se nos acusa? ¿A qué España estamos llegando, donde se detiene sin más a dos hombre honrados, a dos personas de orden y provecho? Por lo que se ve, en esta España, ya hay fuero ciego para detener a un pobre jubilado y a otro pobre en activo, de voluntaria solemnidad. Y todo esto así, de una manera tan vil, con nocturnidad, por la fuerza, en mitad del descanso, sin explicaciones, sin hábeas corpus, sin razón, sin garantías constitucionales y, sobre todo, con esta desproporcionada desmesura indigna de quien la practica. ¿Y quién hace esto? No lo hacen unos prepotentes guardias jurados beneficiarios de alguna inmobiliaria, ni una policía local inexperta, timorata y despistada, ni los familiares guardias municipales, ángeles custodios de las pequeñas poblaciones, ni una policía autonómica celosa por demostrar su eficiencia en el sagrado territorio histórico bajo su jurisdicción, ni siquiera la eficiente y honesta Policía Nacional, no señor. Lo hace la mismísima Guardia Civil, un cuerpo de un renombre, de una entidad, de un prestigio contrastado y de una ascendencia nacional e internacional tan merecida, que muy pocos institutos armados gozan de su prestigio en Europa. ¡Qué digo en Europa! Ni en Europa, ni bajo la bóveda entera del planeta y ellos, precisamente ellos, cuya divisa es el honor, vapulean a dos inocentes y conculcan los derechos fundamentales de dos ciudadanos que…
-        ¡Se calle usted! –cortó secamente el sargento Sacramento.
-        Si me callo será por el respeto que, pese a estos avatares luctuosos de los que somos víctimas, aún mantengo hacia la institución y si no fuera porque…
-        ¡Se calle, coño!
Y el sargento jefe de puesto, le repitió la misma pregunta que a Serafín, pero más matizada, visto el carácter locuaz y porfiador del viejo.
-        ¿Dónde han colocado el explosivo? ¿De qué tipo es? ¿Se trata de una mina? ¿Qué tipo de temporizador han utilizado?
-        Pero, ¿qué explosivo ni qué custodias? Pero, ¿se puede saber de qué habla? –respondió MP.
Y, como éste comenzara a despacharse mencionando la palabra explosivos junto a muchas otras, conocidas vulgarmente como tacos, más cultamente como imprecaciones, maldiciones y juramentos y hasta, desde el punto de vista pío, como blasfemias, el sargento Sacramento pensó que no podía permitir en su presencia, ni por más tiempo, semejante desacato a su autoridad. Y, renunciando a utilizar contra el preso los vocablos más soeces, que abarca entre sus amplios límites el rico acervo de la lengua castellana, o a darle dos hostias, que es lo que le pedía el cuerpo, el sargento sólo dijo con solemne sobriedad castrense:
-        Éste, incomunicado a la cinco. Y que se les informe a los dos de que están bajo la legislación antiterrorista.
-        ¿Cómo que incomunicados? ¿Cómo que terroristas? Exijo la presencia de un abogado y me rebelo ante el hecho de que mis derechos se vean conculcados sin prueba alguna, del modo más abusivo, sin respeto a la protección que la ley me…
-        ¡Que se calle, coño! ¡Monje, Monago, quiten a este individuo de mi vista, joder! 

12 septiembre 2014

XXIV.- El Renuncia: El mágico despertar

Serían las cuatro de la madrugada. Al unísono se despabilaron.  Súbitamente una intensísima luz resplandeciente y blanca penetraba por cada uno de los minúsculos resquicios que el chozo tenía. Y nunca habrían pensado que tuviera tantos, por pequeños que fueran, ni tan parecidos a los poros de una esponja. Casi a la par, un ruido rítmico tan potente y zumbante, que parecía salir de la misma tierra, hacía retemblar las losas, piedras y pizarras del rústico refugio pastoril y también vibrar de un modo aterrador y descomunal al mismísimo suelo.
MP y El Renuncia, arrebatados violenta e inesperadamente del plácido sueño y bruscamente aterrorizados por lo desconocido, no terminaban, sin embargo, de despertarse. Envueltos como estaban por las telarañas más pegajosas del sueño, se palparon mutuamente para comprobar que estaban despiertos. La luz que penetraba dentro del refugio era tan viva, y producía tal resplandor y tan alucinantes efectos dentro del pequeño recinto, que ambos distinguían nítidamente sus asustadas caras, moteadas de luz, y notaban en los ojos del otro, desmesuradamente abiertos, la alerta repentina y la tensión animal que aquel pánico, de origen desconocido, les provocaba. Y, aturdidos por aquel repentino y extraño fenómeno, dieron sus cabezas en adivinar lo que pudiera ser aquello.
-Extraterrestres –acertó a musitar Serafín.
-Una manifestación celeste- exclamó MP, transido su gesto de una crédula beatitud.
-Seres de otro mundo –reiteró, con aire misterioso y en voz baja, El Renuncia.
-¿Qué? –gritó MP, que con el estrépito no conseguía entenderle.
-Puede que estemos a punto de ser abducidos – insistió El Renuncia, seguidor en otros tiempos de la parapsicología, en general, y del profesor de Jiménez del Oso en particular.
-¿Cómo que seducidos?, bendecidos será, en todo caso –replicó el viejo, cada vez más persuadido del milagro.
-Esto sólo puede ser un encuentro en la tercera fase –aventuró Serafín, crédulo seguidor del fenómeno OVNI.
-¿Qué dices de la tercera frase? ¿Te refieres al secreto de Fátima? – contestó MP, más terco que nunca, en parte por su sordera momentánea y, en parte, por su fe en el carácter místico de aquel avatar insólito.
En esas estaban, padeciendo la incomunicación que se deriva de las profundas creencias de los hombres, cuando una voz potente y metálica se abrió paso entre todo aquel estruendo. Estiraron de inmediato los cogotes, orientaron los despavoridos rostros, desencajados y somnolientos, y, con las pupilas dilatadas al máximo y aguzados todos los demás sentidos, prestaron gran atención.
Los alienígenas iban a manifestarse, dedujo el amedrentado Serafín; el mensajero del Todopoderoso o, tal vez, la Santísima Virgen, en su nombre, iban a transmitirles su nueva, esperó tembloroso de emoción MP.
-Atención, atención. Les habla el oficial al mando del Grupo Especial Operativo de la Guardia Civil. No intenten escapar. Están cercados. Salgan lentamente con las manos en alto. No ofrezcan resistencia o serán abatidos instantáneamente.
MP y Serafín intercambiaron dos miradas estúpidas. No entendían nada.
-¿Tú crees que será la voz de un arcángel? Parece muy ronca para tratarse de la Santísima Virgen –dijo MP, ya arrodillado hacía un rato y, ahora, con los brazos abiertos, en cruz, y tocando con las manos las piedras del recinto circundante.
-Vamos a ser detenidos –dijo el Renuncia con repentino realismo.
-¿No decías antes que seducidos? –dijo don Macario.
-Salga inmediatamente, don Macario, que éstos nos achicharran aquí mismo.
-¿A qué vienen ahora las chicharras? ¿Qué importan las chicharras ante una revelación? Cada vez te entiendo menos, Serafín.
La voz metálica se impuso de nuevo sobre el ambiente espectral de luz y ruido.
- Avisamos por segunda y última vez: somos el Grupo Especial Operativo de…
Antes de que terminara la repetición de aquella retahíla, Serafín, viendo que el viejo no terminaba de ubicarse, y que bajaba humildemente los ojos al suelo con gesto de entrega y oración devota, movió los macutos que cerraban la entrada, salió lentamente, con las manos en alto, y gritó mirando a todos lados y deslumbrado por aquella luz que le impedía ver:
-Soy Serafín Tirado, también conocido como El Renuncia en La Gavina de Polvoranca y no estoy solo. Estoy con un compañero, que es jubilado de la administración y se llama don Macario Prosopón. No tiren, nos entregamos.
Apenas El Renuncia dijo estas palabras, tartamudeando sí, pero con mucha decisión y toda la fuerza de sus pulmones, se vio encañonado por seis agentes del Benemérito Instituto que surgieron a su lado de las sombras con cascos y trajes de camuflaje y que, alternativamente, le apuntaban a él y, luego, a la entrada del refugio con nerviosismo y tensión. Por encima, un helicóptero con varios focos iluminaba la escena con la misma claridad que la luz mediterránea inunda de ordinario las playas de Marbella y, por los lados, los faros de tres coches, con luces destellantes en la capota, enfocaban al mismo objetivo.
Don Macario, más por seguir a su compañero que por haberse percatado de la situación, salió del chozo. Pero, apenas MP atravesó el umbral de la guarida, con las manos juntas, humildes los ojos, y un gesto de mística entrega, se arrodilló. El viejo parecía no haber abdicado aún de sus suposiciones.
Los dos fueron arrojados y aplastados violentamente contra el suelo por los agentes e inmediatamente esposados con los brazos atrás. Mientras, los haces de luz de varias linternas acompañaban a los cañones de las armas automáticas explorando codiciosamente el interior de la cabaña. Indagaban si había algún otro individuo que pretendiera hurtarse a la acción del cuerpo benemérito. Pero no lo hubo y sólo el agente más voluntarioso, en el cumplimiento del deber, tropezó en un macuto y se pegó un calabartazo tremendo contra la piedra del dintel de la puerta. El casco le salvó de desnucarse.
- ¡¡Ondiá!! ¡Aquí no hay nadie más, mi teniente!
Luego, y pese a las enérgicas protestas de MP, desengañado ya de la celeste aparición y de nuevo en la vulgar Madre Tierra, fueron concienzudamente cacheados. Y pese a los airados alegatos de MP al hábeas corpus, a la presunción de inocencia, a la detención ilegal, a las garantías constitucionales y a otras figuras jurídicas más o menos conocidas, los guardias, como si fueran autómatas sordomudos, les metieron a empujones en la trasera de un coche todo terreno sin dirigirles la palabra ni hacer el menor caso a las razonables protestas de don Macario, que ya voceaba como un vendedor de melones. Uno de los agentes echó, en la trasera de otro coche, todas sus pertenencias. Todo el tinglado se desmontó en un minuto y los vehículos salieron de allí, a toda marcha, con rumbo desconocido.
Hay que ver la paz que se respira en el bendito campo. Sobre todo en la solitaria Castilla. Y más, de noche.