28 diciembre 2013

XI.- El Renuncia: Vivir por vivir

Seguía su camino sin dejar de pensar y dio el Renuncia por recordarse en alguna buena sensación del pasado. Y, sin proponérselo, se marchó a la infancia.
Vivir por vivir. Era la sensación que recordaba.
Cuando los muchachos que se cambiaban de ropa en el aula discutían sin cesar sobre las incidencias del partido, él pensaba que había sido feliz jugando. Con eso le sobraba, y no entendía cómo sus compañeros, algunos amigos, perdían el tiempo con aquellas discusiones baldías e interminables. A él le había bastado el hecho de jugar para ser feliz. Daba igual el resultado, ¿para qué servía el resultado de un partido de patio de colegio? No le preocupaba el desenlace de ninguno. Jugar sí que le apasionaba pero, en porfiar, no encontraba aliciente. En ganar o perder no estaba el fin. Ganar o perder, ¿qué más daba? Todos habían disfrutado, ¿no?
Y, sin embargo, el desinterés por aquellas nimiedades marcó su vida. Porque no alcanzó a comprender que el objetivo de los demás fuera ganar y que, lo de jugar, fuera algo incidental. Es decir, ya desde crío, entendió al revés el aprendizaje de la vida. Y, lo que aún era más grave, creía que su criterio era fiable, efectivo y útil. Pues pensó siempre que el disfrute colectivo, en lugar del interés individual, movía el juego. Y ese error lo extrapoló a la vida. Y se empeñó, durante mucho tiempo, en ser honesto, leal, íntegro y humano pero jamás aprendió a mudar de criterio para adoptar, en caso necesario, la cualidad contraria. Ni comprendió tampoco que la cualidad principal que da la educación a los seres humanos es la de haberla recibido, para después, si se es sensato, administrar los principios conocidos al propio antojo.
Entonces no entendió que, contrariamente a su criterio, sus compañeros, desde tan jovencitos, se habían adaptado a la realidad mucho mejor que él. De hecho, se estaban ejercitando en las prácticas usuales en la vida.  Ellos ya sabían entonces lo importante que era no admitir jamás un resultado adverso, por obvio y objetivo que fuera. Habían comprendido que la negación de cualquier realidad, contraria a sus intereses, era la política que regía el mundo y, con los años, se dio cuenta de que no se engañaban. Supo que el inmaduro fue él por pensar que el ejemplo del esfuerzo era generador de otros esfuerzos, el sudor era el lubricante del progreso, el empeño era la dirección más corta hacia los objetivos, y que, todos ellos, servían para justificar sobradamente la existencia de las gentes y, sobre todo, para mejorarla. Luego, y eso era lo inexplicable, venía la muerte. Pero de ese vivir por vivir, jugar por jugar, algo bueno habría quedado para los que siguieran. Eso sí, la muerte le parecía un punto final sin sentido. Porque después de tanto bueno, qué necesidad había de morirse.
Sólo los años terminaron por demostrarle que tales ideas no conducían a nada brillante y que todo eso, que él veía primordial, estaba supeditado a las perpetuas controversias e intereses personales que finalmente regían el rumbo de las cosas. La dialéctica valía más que la práctica, la elucubración más que el esfuerzo, la teoría más que los hechos, la astucia más que la honradez, la especulación más que el trabajo.
Así llegó a saber que el trabajo, el esfuerzo y las rectas prácticas, siendo cosas imprescindibles a un nivel bajo, es decir, popular, para hacer que la comida llegara a las bocas de los humanos, eran, sin embargo, ocupaciones rudas y ordinarias. Todas ellas estaban reservadas para el submundo de los crédulos. Un mundo de ingenuos irredentos, un hatajo de ineptos que pensaban que la honesta dedicación era la clave del progreso, una caterva de débiles mentales o que no tuvieron acceso a una educación de calidad y que, incluso trabajando duro, eran unos conformistas y, por tanto y paradójicamente, unos vagos.
Y así, todo ese grupo de mentecatos vivían en el convencimiento de que, cuanto más merecedores de confianza fueran en todo, más apreciados y considerados vivirían y mantendrían en su existencia el noble sentido de la dignidad.
Alguien, muchos años después, ante algunos de sus llanos planteamientos le dijo con ironía condescendiente:
-        Amigo mío, es usted demasiado lineal. El mundo está gobernado por personas especializadas en no hacer jamás lo que dicen, auxiliadas por otras que no dicen jamás lo que hacen y, entre las unas y las otras, terminan por hacer casi todo tan incomprensible para el vulgo, como provechoso para ellas.
Él comprendió al momento que era un modo fino y educado de llamarle idiota. Y, de hecho, quienes se molestaron en observarle notaron en él una sonrisa de tal.
Y en estas cavilaciones y recuerdos iba enfrascado el Renuncia, cuando se dio cuenta que estaba llegando el centro de la ciudad.