Antes por efectividad, y después por la soltura añadida que cogió con la escopeta, se acostumbró a entrar en lo de la marquesa.
La primera vez fue con el arma apenas bautizada. Madrugó y, atravesando aquellos despoblados, sus pasos sobre las escarchas le parecían crujidos delatores a kilómetros. Antes de verse el primer arrebol del amanecer ya estaba inmóvil tras un pirlitero chico.
Alterado por el debut, el sonido lejano de unas esquilas le incomodó. Quebraban el silencio cómplice que, a aquellas horas, dominaba en los campos. Tan aguzados tenía los sentidos por el atrevimiento, como alerta la desconfianza por el miedo. Y, pese a los pulsos fuertes del primerizo en el arte de trastear lo prohibido, no tardó en concentrarse. Su mirada estaba ansiosamente fija, hasta la lágrima, en la linde del arcabucal. Los perrillos estaban levantados y el índice acariciaba el gatillo. Y en ese tiempo de adaptación visual a la negrura que empezaba a romperse, tan lenta como imperceptiblemente, le costaba distinguir cuáles de aquellos bultos eran piedras y cuáles estaban animados, cuáles eran reales y cuáles producto de su imaginación. Distinguió algunas fintas y algunas carreras, como si también la aproximación del alba incitara a los bichos al movimiento brusco. Ahora se mantenía con la escopeta encarada, pero el rápido y confuso meneo de algún gazapón le disuadía del disparo. Aún no tenía confianza.
Años después contaría como, estando en un trance semejante, y medio aterido, esperando el amonarse último de algún conejo, descubrió a la zorra, tan inmóvil como él, acechando a menos de treinta metros.
- Qué quieta estaba la indina. Yo creo que me barruntó una mínima de segundo antes que le soltara el tirascazo.
- Y la dejaste seca con plomo de séptima.
- ¡Huy sétima! Dices tú sétima. Entonces, los que eran como yo, llevábamos quinta pa to. Era mu efectivo. Sí. Y atravesá como estaba, ¡anda que hacía mala mota! Ni se rechistó.
- Y qué hiciste con ella.
- Papo, en cuanto me la trompiqué, se la llevé al Botija. Aún llegó caliente. Se dejó espelletar bien. Sí. Y buena que era. Saqué por la piel pa los cartuchos del año. Sí.
Con el paso del tiempo, los golpes de las esperas, saldadas con un tiro o dos y una carrera a lo libre, menudearon tanto que pronto el guarda estuvo sobre aviso. Y hasta tuvo cojones a presentarse en la taberna del Fabián, una bayuca destartalada y sucia, donde lo más humilde del pueblo se juntaba. Y lo dejó caer:
- Hay por ahí algún espontáneo que se está pasando de listo. Que alguna vez, pase. Pero tantas veces va el cántaro a la fuente… Y malo será que yo lo coja, que cómo lo cojan los civiles…Avisaos estáis.
Pero llegó un momento en que le perdió el miedo al guarda y hasta a la pareja y, además del aliciente de la propia caza, era otro, aún mayor, el de rebañarle un par de piezas a la marquesa y, de paso, poner furioso al Toledano, el guarda, con aquella burla mantenida.
- No lo podía remediar. Era entrar en el coto y ponérseme las tripas en una fogatina. Oye, que te lo juro, igual, igual que si hubiera quedao con una casada.
- ¿Y no ibas a lo libre?
- En lo de la marquesa era donde ya tenía yo mis intríngulis. Donde yo gozaba y me expansionaba y no paraba de maquinar una estratamagema tras de otra. Lo libre hasta me se hacía aburrido.
- ¿Y nunca te pillaron?
No contestó. Se le pasó por la cabeza el día que se llegó con el alba al pegujal del guarda. Qué cuidadito lo tenía, bien se conocía que era un regalo de la marquesa en lo mejor del monte, en lo más entreverao. Enseguida encontró los seis cepos. Ese día no gastó munición. Y, claro, además de con los conejos arrambló con las artes.
- ¡Papo, menudo alijo!
Aquella noche en el tabernucho del Fabián, el Toledano miraba a los parroquianos con los ojos soberbios. Era su cara furiosa la del vicario que se siente obligado a defender la propiedad más aún que el propio amo.
- Si no aparecen los seis cepos que alguno, que no andará muy lejos, me ha quitao del cacho que tengo en lo del mohedal, puede que más de uno lo sintáis. Queda dicho.
Y se marchó con gesto adusto el guarda, sin añadir una palabra más. Pero, mientras pagaba y salía, aún tuvo que oír la coplilla de un burlón envinado:
“Ay qué desgracias, madre,
ay, que nos trae la triste vida,
que semos dos mil gorriones,
ay, pa cuatro putas espigas”
Y es que, es lo que él decía, por Farina y por Molina lo bordaba, pero no le educaron la voz. Luego se reía y, apurando el chato, decía medio pensativo:
”No me educaron ni a mí, como pa andarse con gaitas con la voz, no te jode”.
La primera vez fue con el arma apenas bautizada. Madrugó y, atravesando aquellos despoblados, sus pasos sobre las escarchas le parecían crujidos delatores a kilómetros. Antes de verse el primer arrebol del amanecer ya estaba inmóvil tras un pirlitero chico.
Alterado por el debut, el sonido lejano de unas esquilas le incomodó. Quebraban el silencio cómplice que, a aquellas horas, dominaba en los campos. Tan aguzados tenía los sentidos por el atrevimiento, como alerta la desconfianza por el miedo. Y, pese a los pulsos fuertes del primerizo en el arte de trastear lo prohibido, no tardó en concentrarse. Su mirada estaba ansiosamente fija, hasta la lágrima, en la linde del arcabucal. Los perrillos estaban levantados y el índice acariciaba el gatillo. Y en ese tiempo de adaptación visual a la negrura que empezaba a romperse, tan lenta como imperceptiblemente, le costaba distinguir cuáles de aquellos bultos eran piedras y cuáles estaban animados, cuáles eran reales y cuáles producto de su imaginación. Distinguió algunas fintas y algunas carreras, como si también la aproximación del alba incitara a los bichos al movimiento brusco. Ahora se mantenía con la escopeta encarada, pero el rápido y confuso meneo de algún gazapón le disuadía del disparo. Aún no tenía confianza.
Años después contaría como, estando en un trance semejante, y medio aterido, esperando el amonarse último de algún conejo, descubrió a la zorra, tan inmóvil como él, acechando a menos de treinta metros.
- Qué quieta estaba la indina. Yo creo que me barruntó una mínima de segundo antes que le soltara el tirascazo.
- Y la dejaste seca con plomo de séptima.
- ¡Huy sétima! Dices tú sétima. Entonces, los que eran como yo, llevábamos quinta pa to. Era mu efectivo. Sí. Y atravesá como estaba, ¡anda que hacía mala mota! Ni se rechistó.
- Y qué hiciste con ella.
- Papo, en cuanto me la trompiqué, se la llevé al Botija. Aún llegó caliente. Se dejó espelletar bien. Sí. Y buena que era. Saqué por la piel pa los cartuchos del año. Sí.
Con el paso del tiempo, los golpes de las esperas, saldadas con un tiro o dos y una carrera a lo libre, menudearon tanto que pronto el guarda estuvo sobre aviso. Y hasta tuvo cojones a presentarse en la taberna del Fabián, una bayuca destartalada y sucia, donde lo más humilde del pueblo se juntaba. Y lo dejó caer:
- Hay por ahí algún espontáneo que se está pasando de listo. Que alguna vez, pase. Pero tantas veces va el cántaro a la fuente… Y malo será que yo lo coja, que cómo lo cojan los civiles…Avisaos estáis.
Pero llegó un momento en que le perdió el miedo al guarda y hasta a la pareja y, además del aliciente de la propia caza, era otro, aún mayor, el de rebañarle un par de piezas a la marquesa y, de paso, poner furioso al Toledano, el guarda, con aquella burla mantenida.
- No lo podía remediar. Era entrar en el coto y ponérseme las tripas en una fogatina. Oye, que te lo juro, igual, igual que si hubiera quedao con una casada.
- ¿Y no ibas a lo libre?
- En lo de la marquesa era donde ya tenía yo mis intríngulis. Donde yo gozaba y me expansionaba y no paraba de maquinar una estratamagema tras de otra. Lo libre hasta me se hacía aburrido.
- ¿Y nunca te pillaron?
No contestó. Se le pasó por la cabeza el día que se llegó con el alba al pegujal del guarda. Qué cuidadito lo tenía, bien se conocía que era un regalo de la marquesa en lo mejor del monte, en lo más entreverao. Enseguida encontró los seis cepos. Ese día no gastó munición. Y, claro, además de con los conejos arrambló con las artes.
- ¡Papo, menudo alijo!
Aquella noche en el tabernucho del Fabián, el Toledano miraba a los parroquianos con los ojos soberbios. Era su cara furiosa la del vicario que se siente obligado a defender la propiedad más aún que el propio amo.
- Si no aparecen los seis cepos que alguno, que no andará muy lejos, me ha quitao del cacho que tengo en lo del mohedal, puede que más de uno lo sintáis. Queda dicho.
Y se marchó con gesto adusto el guarda, sin añadir una palabra más. Pero, mientras pagaba y salía, aún tuvo que oír la coplilla de un burlón envinado:
“Ay qué desgracias, madre,
ay, que nos trae la triste vida,
que semos dos mil gorriones,
ay, pa cuatro putas espigas”
Y es que, es lo que él decía, por Farina y por Molina lo bordaba, pero no le educaron la voz. Luego se reía y, apurando el chato, decía medio pensativo:
”No me educaron ni a mí, como pa andarse con gaitas con la voz, no te jode”.