23 enero 2011

Un domingo de diciembre

Le había acompañado a cazar cuando era un muchacho. Ahora, viejo ya el antiguo cazador y hombre hecho el que fue muchacho, las cosas sucedían a la inversa. Al hombre le gustaba que el viejo, ya retirado, le acompañara a cazar.
- ¿Dónde iremos mañana?
- Podríamos bajar por el Mojón hacia el barranco del Tesoro y volvernos luego por la cuesta Matabueyes, siguiendo la linde de lo de La Miñosa –dijo el viejo.
- Eso está de leña que no hay quien ande. Además estuvieron los pescaderos el domingo pasado y ni dispararon. Y eso que son de los que mueven y, de andar, ni te cuento.
- Pues entonces vamos adonde quieras.
El viejo sabía que tenía una ascendencia sobre su interlocutor y, como éste no le contestara, imaginó que irían donde él había dicho.
Efectivamente, sin mediar palabras, a la mañana siguiente, con los caminos blancos de escarcha y los charcos helados, el cazador condujo su coche hasta las Carboneras. Allí lo dejaron y tomaron, a media ladera, el Mojón.
Iba el viejo recordando sus lances por aquellas cuestas. Y, con la garrota, no paraba de sacudir aliagas y espinos mansamente, maquinalmente, casi como si acariciara sus recuerdos. El cazador iba un poco más arriba, sin fe, como si fuera a rastras del viejo, sólo por complacerle.
- Aquí no vamos a ver nada. Y espera a ver por dónde atravesamos por allá delante.
- Algún sitio habrá, hombre –dijo el viejo.
Y, mientras caminaban cada vez más penosamente por la proliferación de zarzas, iba mirando las tainas, que conoció en pie y llenas de ganado, derruidas las unas, las otras, sin tejado. Recordó, en el silencio de la mañana soleada, cómo a esas mismas horas de hacía muchos años las perdices solían cantar en los riscos del alto. Y, parando de tanto en tanto, afinaba el oído esperando un sonido familiar que no llegaba. El cazador había encendido un cigarrillo e, intuyendo sus pensamientos, dijo:
- No te empeñes, no, que no hay nada. Ya te lo digo yo.
- Iremos entonces a lo que da con los rastrojos bajos, aquellos del fondo. Antes la liebre tenía allí mucha querencia.
- Antes, antes…, ya estamos -dijo el cazador- Ya veremos por donde vadeamos el arroyo.
Pero el viejo andaba y andaba, sin hacer caso de la apatía evidente de su compañero. Pensaba que a la caza había que ponerle voluntad y suponer que estaba donde siempre estuvo. Si no, ¿a qué salir al campo?
Apenas cruzado el regato, el viejo dijo:
- Vamos a coger esas ondulaciones, las de encima de los rastrojos. Ahí siempre fueron muy seguras.
Pero el viejo notaba en el otro la desgana y cómo, en lugar de seguir paralelo, se subió más arriba, sin duda por ahorrarse un esfuerzo que consideraba inútil de antemano. La perra, sin embargo, caminaba unos metros delante del viejo.
- ¡Ahí va la liebre! ¡Asoma corre!
Pero cuando quiso asomar, enterarse y armarse, ya los tiros eran innecesarios. El liebrastón acosado por la perra había puesto distancia y, sobre todo, un mar de arbustos de por medio.
- Mira qué cama tiene –dijo el viejo – Ahora iremos por donde se ha marchado, no vaya a ser que la hayas tocado. Que la liebre es blanda de morir –añadió, sin fe, por animar.
La rápida vuelta de la perra, de vacío, dejó patente su intención. No obstante, a falta de cosa mejor que hacer, siguieron por donde la rabona se esfumó.
Desanimado el cazador, y pensando que ya era un milagro que botara una, encendió un cigarro. Y en ello estaba, cuando a menos de cien metros de donde había salido la primera, botó la segunda.
En un terrero tan lleno de maraña, cuando quiso enterarse y deshacerse de cigarro y mechero, los tiros fueron sólo cohetes falleros, anunciando la fiesta de una segunda aparición inesperada. Nada más.
- ¡Hay que joderse, si no lo veo no lo creo! ¡Joder, lo que es la caza!
Pero al viejo no hacía falta que se lo dijeran. Cosas así le habían sucedido varias veces en sus tiempos, solo que a él le pillaron siempre presto, con la escopeta como debe ser, una prolongación del propio cuerpo.
Al pie de la cuesta Matabueyes, ajeno al compañero que llevaba, recordó al Confitero y casi le oyó decir lo que solía, llegados a aquel punto:
- Sube tú arriba, que tienes mejores piernas.
Y se recordaba, casi galopando ladera arriba, abriéndose paso entre aliagas y estepas con precipitación y el corazón en la boca, y sintiendo, de cuando en cuando, el arranque de perdices sueltas, que no veía, a las que el Confitero tiraría en su veloz bajada.
Después de los primeros tiros le vocearía lo de siempre:
- Más arriba, más arriba. De las tablillas, ni puto caso. Sube hasta el borde.
De sobra sabía que Dionisio, el Confitero, no estaba de acuerdo con aquella linde. Apañada, según él, por un viejo cacique que, con tal que le dejaran meter sus ovejas al término vecino, les autorizó a bajarla a mitad de ladera. Ladera que, según él, era de lo mejor del término y si le apurabas, la madre de todas las perdices.
- ¿Qué hacemos ahora? –le sacó el cazador de sus recuerdos.
- Seguir la linde y tomar la cresta pequeña que hay entre las dos laderas grandes, esa que se ve allá delante.
El cazador era tan obediente, al menos, como desconcentrado en lo que hacía. Pero el viejo no se lo dijo, ¿para qué?
Al final de la cresta saltaron media docena de perdices. Fogueadas, sin duda, salieron largas. Y el cazador disparó, según le dijo al viejo, por disparar. El viejo se fijó, con los ojos agudos, como siempre, en el punto de la ladera donde se echaron.
- No sigas por derecho que no vamos en mano. Vas tú sólo. Corta arriba por la derecha y dales la vuelta. Yo iré detrás de ti un poco más abajo, para que no se queden.
Y emprendieron el corte por donde el viejo dijo:
- ¡Me cago en el puto tabaco!, dijo el cazador según subían al corte, tal vez, viendo que el viejo subía más ligero.
Les dieron la vuelta y el cazador marró una que le salió muy cerca. Se le ha llenado el ojo de perdiz, pensó el viejo. Volaron otras hacia el otro término y, la última, que salió rezagada, no la vio el escopetero.
Antes de que le pidiera nuevo rumbo, el viejo le dijo:
- ¡Anda, vámonos al otro lado de las Carboneras¡ En los reguerillos que bajan por la ladera tuvo siempre querencia la liebre.
- Pero si eso está limpio como la patena.
- Bueno, pues así, si te sale, no te estorbarán las matas.
Allá se fueron. El viejo le dijo que, si la había, la liebre estaría baja, que lo mejor era seguir la línea superior del rastrojo o, como mucho, unos metros más arriba. Pero, el otro, quizás, cansado, o puede que desanimado por los fallos, siguió más arriba de la media ladera. Y así vieron correr a la última liebre, perdiéndose en un barranco, tras correr toda la linde del rastrojo.
- ¡Tenia que haberte hecho caso!
- Oye, yo, con decírtelo, he cumplido.
El cazador no preguntó ya más e, inequívocamente, dirigió sus pasos hacia el coche.
Volvieron en silencio al pueblo. Mosqueado el cazador por tanta oportunidad perdida y feliz el viejo por los recuerdos encontrados.

A pacientes de Leucemia Mieloide Crónica

Esta mañana, por azar, he visto un programa médico en una de esas televisiones nuevas que con el TDT surgen por todos lados. Hablaban, entre médicos, de la leucemia mieloide crónica. El presentador, médico también, inspiraba solvencia, conocimiento y confianza. El entrevistado era un doctor del más conocido y prestigioso hospital privado de Navarra. En la entrevista decían que este tipo de leucemia tiene una supervivencia de entre unos meses y dos años. Hablaban, sin embargo, de una molécula con un sorprendente efecto diana sobre los desencadenantes de ella. Gracias a lo cual en el citado hospital de Navarra la supervivencia a la misma era superior a cinco años e incluso existía la posibilidad de que la enfermedad quedara bloqueada. Al no aclarar más el asunto, daban la impresión de que, fuera de ese reputado hospital, el paciente está condenado irremisiblemente y, hasta parecía, que la molécula curativa hubiese sido concebida y desarrollada por el hospital navarro y que la misma fuera, además, de su uso exclusivo.
A mi madre le diagnosticaron leucemia mieloide crónica en 1995 en el Hospital Universitario de Guadalajara, de la Seguridad Social, y en él fue tratada de esta enfermedad por el Equipo de Hematología. Es cierto que esta dolencia no tiene un buen pronóstico y seguramente su evolución esté relacionada con la genética y la situación general del paciente. Mi madre fue tratada con los fármacos entonces al uso, incluido el Interferón en alguna de sus modalidades. Vivió en su casa con una buena calidad de vida hasta que la enfermedad empeoró en el verano de 2001. Su médico, el hematólogo Dr. Miguel Díaz Morfa, nos informó que en breve podría prescribirle un nuevo medicamento específico e inhibidor de este tipo de leucemia. Era la molécula bloqueadora a la que aludían los médicos del hospital navarro, el nombre del medicamento es Gleevec, de laboratorios Novartis. Mi madre mejoró tanto con ese tratamiento que pudo volver a vivir sola, llevar una vida normal, salir con sus amigas y jugar con sus nietos. Murió, a los 84 años, en enero de 2009 a consecuencia de una pneumonía.
Es por tanto, este artículo, una defensa del Servicio Público de Sanidad que hasta ahora tenemos en España. Es también un rechazo a las medias verdades y a lo que ciertos programas, bajo una aparente seriedad, convierten en publicidad encubierta hacia algunos hospitales privados, dando a entender que, fuera de ellos, determinadas enfermedades no tienen solución.
Añadiré que mi madre no hubiese podido pagarse ese tratamiento específico de no haber estado en la Seguridad Social.
Aparte de felicitar, una vez más, al equipo de médicos de la sanidad pública que le hizo un asiduo y eficaz seguimiento durante tantos años, quiero animar a quienes padezcan este mal y decirles que nuestro servicio de sanidad pública está también en condiciones de tratarles.

22 enero 2011

En atención, debe mejorar

Iban para cuarenta los años que había pasado haciendo el mismo trabajo. Desde joven escuchó a doctas voces decir que no era lo mismo la teoría que la práctica. Pero a él esa doctrina le parecía una evidencia y no entendía su solemnidad. Lo mismo le pasaba con otros aforismos: “No es lo mismo predicar que dar trigo”, ¿a quién se le ocurría que podía ser lo mismo?; “Del dicho al hecho hay mucho trecho”, ¿es que no había de haberlo?; “De lo que veas, la mitad creas”, ¿Y quién se cree hoy lo que ve?...
Así que, de joven, pensó que alguna vez, tal vez de viejo, reuniría la teoría y la práctica suficiente para saber de alguna cosa. Así estas dos enemigas dejarían de tirarle cada una de un brazo y, al fin, le servirían para algo. También encontraría la respuesta a por qué la mente elabora teorías que el cuerpo se niega a secundar y por qué a lo dicho no le siguen los hechos.
Sin embargo, si, como muchos sostienen, la vida es un aprendizaje, a él no le había enseñado demasiado. Tal vez había sido un mal alumno, uno de ésos, distraídos, que se empeñan en imaginar más que en ver, en buscar más que en creer, y que desconciertan al maestro, más que por su falta de aplicación, por la de la atención debida. Y así, no siendo un rebelde recalcitrante, ni siquiera un pasivo disidente, su cabeza anduvo casi siempre recorriendo otros lugares por los que rara vez se cruzaba con esa realidad, tangible y contrastada, que oficialmente no admitía controversia.
En el cenit de su profesión se preguntó qué había aprendido. Y, contrariamente a lo que cuarenta años antes esperaba, su cabeza seguía despistada, como si la distracción vital que padecía le hubiera durado todos esos lustros.
Sólo se le ocurría pensar que todo lo que le acontece al hombre era ya, de principio, un anuncio de fracaso. De hecho, el venir a la vida era el primero y principal pues, el hecho, indefectiblemente derivaba en lo contrario. Ya lo decía Camarón, un creyente del cante, al que nadie le oyó dar una mala nota: “Cuando Dios nos da la vida, también nos condena a muerte.”
Todo el mundo tácitamente lo daba por cierto. Y, tomado así, aceptando el fracaso de antemano, lo que contaba era el tiempo entre los dos extremos.
Cabía el vivir por o para vivir, eso que llaman la alegría de la vida, dando por bueno que lo ideal es algo que no queda otro remedio que hacer; otros piensan que el ofrecimiento a los demás es lo que da sentido a la existencia; hay quienes se fijan objetivos para el intervalo: dinero, éxito, trabajo, familia…; otros creen que se trata de un tránsito a una vida mejor e, incluso, hay quienes persiguen ideales que pueden llevarles a situaciones extremas.
Tal vez, optimismos y pesimismos aparte, todos vivamos al azar, viajando entre las dos estaciones primitivas, y haciendo simplemente lo que a cada cual se le ocurre, pasando de lo sublime a lo rastrero, de lo serio a lo fatuo, de la bondad a la vileza, de la sorpresa a la rutina, con la misma sencillez y la inevitable intrascendencia con que se pasa, un día, de la vida a la muerte.
Y, para esto, tantos años, se dijo.

14 enero 2011

En una bodega del Raval

Harapientos astrosos de cualquier edad con mochilas y sacos de dormir.
Niños jugando en monumentos modernos bajo los que duermen vagabundos.
Perennes ojeadores callejeros de ignorados objetivos.
Okupas que grafitean las fachadas pidiendo dignidad.
Mezcla de razas.
Miradas cansadas y huidizas.
Portales cerrados de casas semidesahuciadas con escaleras donde la mugre se acumula.
En el Raval tenemos libertad de elegir y un bonito mercado para hacerlo libremente entre todas las miserias de la vida. Es lo grandioso del sistema.
- Antes este era un barrio más familiar, ahora todos son de fuera. Aunque aquí, desde siempre, ha pasado de todo.
Y Carlos, el del bar Agustín, que es originario de Teruel, da de comer a sus clientes un poco al azar. Bien guiso de lentejas, o potaje de garbanzos, o cocido, o bacalao, o lomo con alcachofas asadas, o panceta con tortilla de patatas o de verdura… Y corre el vino a granel en frascas cuadradas. Y se pasa del catalán al castellano, y a la inversa, con la misma sencillez que se trasiegan los vasos de tinto.
- ¡Beban sin miedo que tiene un grado menos que el agua!
Y habla del mismo modo que sirve y que cobra, a retazos, con verdades sueltas que describen y, a la vez, se niegan a describir el barrio. Como si a cada uno quisiera decirle algo de lo que quiere oír pero no todo, porque todo daría para muchas horas de charla y, aún así, no quedaría claro.
- El anís se lo pondré en chatos de vino, porque copas no tengo. Aunque, para beber, es bueno hasta un orinal.
- Como quieras, ¿vives aquí?
- No, yo ya no vivo aquí. Vivo más arriba de la Sagrada Familia, cerca del Hospital de la Santa Creu y Sant Pau. Pero allí ya no suben los turistas y cuidado que es bonito.
Y los clientes también son campechanos y enseguida le dan recomendaciones a cualquiera.
- Amigo, lo mejor es ver el peligro venir y, luego, apartarse. Teniendo dinero, para comprar y consumir sin tasa, no hay problema.
- Hombre, en la vida, el dinero no lo es todo.
- Sí, pero al que no lo tiene, la sociedad le recluye en su barrio y le deja sobrevivir con sus desgracias y sus vergüenzas, trapicheando por calles sucias y recovecos olvidados, y también podrá elegir, ¡cómo no!, entre los distintos contenedores de basura y gastará sus contadas monedas en el badulaque de su calle. Eso, si es que elige sobrevivir en su agujero a este mundo de apariencias, lujo y diseño, o no le quedan fuerzas ni recursos para abandonarlo.
- Hombre, no será para tanto.
- Desengáñese, hoy, a la persona sólo le proporciona dignidad la facultad de comprar.
- Bueno, no le deis el coñazo a este señor, que dice que Barcelona le gusta y le ha parecido más barata de lo que esperaba.
- ¿Eso dice? Pues, para él. Vaya con Dios, joven.
Y a la salida del barrio te despiden las incansables pancartas en las balconadas:
Volem un barri digne!

12 enero 2011

Barcelona, el Raval

El viejo Raval es un barrio con una especie de sedimentación humana que se refleja en sus casas modestas de vecindario, o en sus casonas decrépitas, o en sus palacios destartalados, o en sus calles sinuosas, o en sus callejones intrincados, o en sus pasajes o pasadizos, a veces enrejados, de una calle a otra. Transmite un cierto cansancio este barrio, si es que a un barrio se le permite el cansancio. Un cansancio parecido al olvido, o a ese otro azote del alma que se llama nostalgia.
Dicen que el Raval fue siempre un barrio de acogida. Primeramente, hace muchísimos años, para muchos catalanes que vinieron a buscar mejor fortuna a la urbe, más tarde para muchos venidos de los sitios más dispares de España y hoy se ha convertido en un abigarrado nidal de indios, pakistaníes, marroquíes, senegaleses, rumanos, etc. arrojados en este barrio del mismo modo que las pateras llegan a las costas, sin orden ni cadencia, sin sitio fijo y sin permanencia cierta.
El barrio ha perdido el característico espíritu familiar que tuvo antaño y se ha convertido en lugar de paso, en asilo provisional, en solución de urgencia para muchos.
Los españoles que viven en él son una minoría y la mayoría de esa minoría son ancianos, muchos de los cuales perdieron familia, amigos y vecinos. Son esos viejos que suelen pulular lentamente de casa al colmado y a la inversa con una barra de pan y cuatro verduras en la bolsa. Sobre sus cabezas los balcones y ventanas, atestados de tendederos y botellas naranjas de butano sobre fachadas desconchadas, respiran humanidad y tristeza y, en muchos casos, también pobreza. Esa pobreza que a la gente acomodada inspira miedo sin razón aparente o, como poco, una precaución irrefrenable e inmediata.
Algunas gentes buscan incesantemente en los contenedores de basura y a la primera ola de buscadores le sucede otra y a ésta una tercera, como si la basura fuera inagotable y diera para niveles decrecientes o distintos de pobres necesidades. También hay numerosos almacenes que se abren y se cierran con premura mientras avizores vigilantes controlan las esquinas y gobiernan una especie de tráfico secreto que ellos entienden, pero que al forastero pasa desapercibido.
Algunos callejones concentran más prostitutas de las que esporádicamente se observan por aquí y por allá. Suelen ser los cercanos al Carrer de Robadors. Las putas son, en general, chicas jóvenes a las que acosa la policía haciéndoles moverse de una calle a otra en una especie de juego conocido y cotidiano.
Los balcones, con sus persianas de listones de madera verde, están llenos de ropa tendida y en ellos aparece, más que de vez en cuando, la expresión de un deseo colgado en una sábana blanca: Volem un barri digne!
Dicen los vecinos que lo peor es la noche, cuando cierran los bares y los clientes siguen la juerga en las calles, hacen sus necesidades por doquier, intentan yacer con las prostitutas en portales, cámaras o azoteas y llaman a las casas a las tantas, preguntando si hay chicas disponibles. Se quejan también de chorizos y peleas, y abominan de los lateros a los que, aparte de vender cervezas por la calle, les adjudican la venta de drogas al detail.
Además de sus arterias principales (Nou de la Rambla, Sant Pau, Hospital, Carme, Pintor Fortuny, Tallers) tiene el Raval una Rambla donde los niños, ajenos a todo y vivarachos como los niños de antes, juegan con estrépito a la pelota o montan en patines o se suben a un rechoncho gato de Botero. Los viejos y los desocupados de cualquier raza se sientan en la Rambla del Raval a fumar, o a ver pasar a la gente, o simplemente a gastar el tiempo.
Hay también algunos okupas que, revestidos de dignidad, sostienen que su actitud no es una atracción turística. Y tienen pintadas, con dudoso gusto, las fachadas de los pisos o inmuebles que usurpan, como en un canto al descaro o, tal vez, al uso más o menos inteligente y práctico de lo abandonado.
Hay quien aspira a que el Raval sea redimido paulatinamente por el asentamiento de comerciantes y artesanos normales que, poco a poco, le devuelvan al barrio ese tono tranquilo y manso, bello y sereno, que tienen otros barrios cercanos como el Born o Sant Pere. Pero el Raval es un pequeño pueblo, bien delimitado, donde hoy por hoy la gente camina con recelo y con poca esperanza. La familiaridad ha desaparecido y sólo permanece en ciertos bares, cuyos dueños, veteranos del barrio, la mantienen con su asidua clientela como se hacía antaño.

11 enero 2011

Barcelona, las Ramblas

El hotel Condal está muy cerca de las Ramblas, en el carrer de la Boquería. Lo llevan unos americanos serios y eficientes que no son precisamente de los USA. La habitación es sencilla, discreta, limpia y silenciosa. No es barata pero, dada la ubicación del hotel, tampoco cara. Cada día, según la fecha, tiene un precio distinto por esa moda, que antes no existía, de considerar el precio de las cosas según una demanda prevista de antemano. El paso por hotel y habitación es un trámite rápido, antes de echarse ansiosamente de nuevo a las calles.
El clima, al menos para un castellano, es excelente y la temperatura, al caer la tarde, es de doce grados. No obstante, la gente de aquí se abriga, pienso yo, más de lo necesario. Tal vez sea la idea de que ya es invierno, o la de que hay que lucir la ropa elegante adquirida para la ocasión, o, quizás, que sean un poco frioleros.
Las Ramblas, a finales de diciembre, son una oleada incesante de gentes que se mueve al atardecer entre los árboles decorados con luces navideñas. No se trata de la Rambla de Catalunya que sale de la plaza del mismo nombre y corre paralela al paseo de Gracia. Las Ramblas, así en plural, es una sola denominación para las varias que tienen sus tramos (Rambla de Canaletes, de Estudis, de Sant Josep, de Caputxins, de Santa Mónica) y que completan este paseo de casi un kilómetro y cuarto. Es el amplio paseo que baja desde la plaza de Catalunya hasta el monumento a Colón, el paseo que desemboca en los Drassanes, los viejos astilleros donde los barcos de la Corona de Aragón partían hacia sus vastos dominios en el Mediterráneo, el paseo al puerto viejo, el paseo principal de Barcelona hacia el mar. Son las Ramblas de la ciudad vieja. Una primera visión del rostro de la ciudad.
Están jalonadas en su parte central por kioscos de prensa, terrazas, puestos de flores e incluso de pájaros, actores callejeros, pintores y dibujantes y, en los laterales, por bares, cafeterías, restaurantes, bocatillerías, pizzerías, pastelerías y comercios. Paseando por ellas se sumerge uno en un rumor de voces denso y zumbón pero, las más de las veces, son voces extranjeras. Las pacíficas hordas modernas del turismo se vuelcan especialmente en las Ramblas.
Caminando por el paseo central, a sus lados, como si fueran divinidades romanas, se yerguen hieráticos, de tanto en tanto, esos mimos que de años acá se han puesto tan de moda. Salteados, entre las terrazas y los kioscos, puede uno encontrarse una Victoria de Samotracia, un cow-boy dorado, un ángel del infierno, un hombre sin cabeza, una estatua sin sustento aparente, personajes de la Guerra de la Galaxias y hasta un hombre sentado en la taza de un retrete con todos los aditivos inherentes al acto (periódico, transistor, papel…). La gente, en olas abigarradas, titubeantes y lentas, pasea por el centro de las Ramblas mientras, por las vías laterales, hileras de taxis, coches, motos y bicicletas circulan sin pausa.
No faltan los que ofrecen flores a viandantes y clientes de las terrazas con una constancia digna de mejores empresas, ni los vendedores de pequeños juguetes que, sin dejar de hacerlos funcionar, se los ponen en la mano a quien pasa, no faltan, entre tanta multitud, los pedigüeños que, si no hay dádiva, rebajan su petición a un cigarrillo. Y, sobre todo, no falta policía que vigila sin cesar este manantial constante de dinero que, a la vez, es imagen de la ciudad para los visitantes. El turismo es, donde se consigue, un pozo de petróleo que mana sin cesar pero que hay que vigilar continuamente.
Las Ramblas parten la ciudad vieja en dos mitades. En dirección al mar, a la derecha, queda el barrio del Raval, a la izquierda, la ciudad medieval, el barrio gótico y, pasada la Vía Laietana, Sant Pere y el Born. Todos ellos son los barrios que ningún visitante avezado debe perderse. Es casi cosa de manual.
A la derecha, bajando en dirección al mar, se topa uno con el Palacio de la Virreina, el viejo mercado de la Boquería, el teatro Liceu y otra serie de fachadas señoriales y, a la izquierda, con la Plaza Reial, bella plaza asoportalada con cervecerías y restaurantes y, los fines de semana, mercadillo de sellos y monedas.
Cerca de la plaza del Portal de la Pau, la de la estatua de Colón, en el restaurante Casa Joan, dos camareros españoles, un salvadoreño y cuatro filipinos trabajan duro. En él se da de comer decentemente a cualquier hora. Los camareros son educados y solícitos, rápidos y eficaces, pero tampoco pierden la ocasión de ser simpáticos y pegar la hebra con los clientes, especialmente si éstos repiten visita. Es uno más de los muchos restaurantes de las Ramblas y creo que un digno representante de ellos. Y uno se siente menos forastero en la bella y cosmopolita Barcelona por el trato confianzudo y familiar que recibe.
De las ciudades uno piensa que lo primero es captar el ambiente, la sensación de sus calles, el calor de sus gentes y otras cosas que lo sobrevuelan y lo envuelven todo, luego, con el tiempo, ya habrá ocasión, si se desea, para los monumentos, los museos y otras visitas de interior.

09 enero 2011

Viaje a Barcelona

Desde Madrid, el AVE le pone en Barcelona en unas tres horas. Apenas hay paradas y una buena parte del paisaje lo dejan entre paréntesis los túneles. La vista no tiene tiempo de enfocar los detalles. Apenas hay lugar para el intento de identificar parajes conocidos. La velocidad escamotea vistas al viajero pero, a cambio, le regala tiempo. Y, algunos, no están muy convencidos con el trueque. Sin embargo, no vale la pena discutir sobre estas cosas del progreso y nadie, como ya es hábito, lo cuestiona.
Desde la estación de Sants un metro eficiente y limpio, lleno de gente silenciosa que lee, dormita o finge no mirar a ningún sitio, le deja en unos veinticinco minutos en el centro. Y repara en que los viajeros del metro, como los del AVE, han pasado de viajeros a ser gente transportada como, por otro lado, les ocurre a todos y en todos lados con esas cosas, un día extraordinarias, a las que ha ido amaestrando la costumbre.
En la estación de Liceu, en el centro del centro del casco antiguo, abandonan algunos esas catacumbas eficientes del transporte público y emergen a la ciudad. Es en ese momento cuando al viajero se le multiplican los sentidos y recobra la conciencia de sí mismo. La tecnología del transporte ha culminado con éxito la parte pasiva y pagada de su viaje. Ahora, en medio de la ciudad, fuera de las tripas iluminadas artificialmente, topa con la luz natural, con el bullicio, con el tráfico, con el paisaje urbano y, despistado, apenas tiene conciencia de que se inicia un viaje nuevo. Sabe que el itinerario ha dejado de estar mediatizado, que se ha convertido en voluntario, selectivo y verdadero. Él lo desea lento y concienzudo. Sin embargo, recobradas las riendas de sí mismo, sabe que no tiene ninguna garantía de éxito porque abandonó la maquinaria del traslado y ya, fuera de ella, todo resulta aleatorio, circunstancial, y humano. Y son sólo sus propias percepciones las que le van a dar una solvencia siempre limitada. Es el viaje. El viaje recobrado.